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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (33 page)

BOOK: La mejor venganza
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—Claro que no. Malditos sean esos bastardos de gurkos. Sulfur, que tenga buen viaje —dijo Ario, obsequiándole con un leve ademán de cabeza, —Buen viaje —repitió Foscar como rezongando, y Sulfur se dio la vuelta para irse hacia la puerta.

Cosca volvió a ponerse el sombrero en la cabeza.

—¡Vuestras señorías sean muy bienvenidas! ¡Por favor, disfrutad de las diversiones! ¡Todo se encuentra a vuestra disposición! —y, acercándose de una manera más que servil, añadió con una mueca llena de sobreentendidos—: La planta superior del edificio ha quedado reservada para vos y vuestro hermano. Creo que Su Alteza descubrirá en la suite real una diversión de lo más sorprendente.

—Vayamos allá, hermano. Y gentilmente comprobemos si podemos alejarte de tus preocupaciones.

La muchedumbre se apartó para dejar paso a los hermanos. Varios caballeros parlanchines siguieron su estela junto con cuatro de los tipos siniestros que llevaban espadas y armaduras. Cuando pasaron por la puerta y se dirigieron al salón de juego, el viejo mercenario frunció el ceño al distinguir las placas metálicas que les ceñían la espalda.

Aunque fuera evidente que Nicomo Cosca no estaba asustado, algo de respeto para con aquellos individuos tan bien armados no le parecía de más. A fin de cuentas, Monza había pedido control.

Se dirigió de un salto hacia la entrada y tocó en el brazo a uno de los guardias que permanecían fuera.

—Esta noche no puede entrar nadie más. Estamos al completo —cerró la puerta en la mismísima cara del sorprendido guardia, echó la llave y se la guardó en el bolsillo del chaleco. A maese Sulfur, el amigo del príncipe Ario, le había cabido el honor de ser el último hombre en pasar por la puerta aquella noche. Movió una mano en dirección a la banda y dijo—: Algo movidito, muchachos, ¡tocad alguna canción! ¡Estamos aquí para divertir a la gente!

Morveer seguía arrodillado en la oscuridad del ático, escudriñando por las rendijas del tejado el patio que se encontraba más lejos. Hombres con ropajes ostentosos formaban corrillos que se movían, se rompían, avanzaban y entraban por las dos puertas que conducían al edificio. Brillaban y relucían bajo la luz de las farolas. Exclamaciones indecentes y comentarios en voz baja, música pobre y risotadas alegres flotaban en la noche que Morveer no se sentía inclinado a compartir.

—¿Por qué tanta gente? —se preguntó en voz baja—. Suponíamos que ni siquiera llegaría a la mitad. Algo… anda
mal.

Una erupción de llamas incandescentes atravesó la fría noche, seguida por otra de aplausos. El imbécil de Ronco, que ponía en peligro su propia existencia y la de todos los que se encontraban en el patio. Morveer movió lentamente la cabeza. Si ésa era una buena idea, entonces él era el emperador de…

Day le silbó y él volvió a su lado, caminando por las vigas y suscitando leves chasquidos en la madera vieja, para pegar un ojo a uno de los agujeros.

—Llega alguien.

Un grupo de ocho personas apareció por la escalera, todas enmascaradas. Si todo indicaba que cuatro eran guardias, protegidos con placas muy bruñidas, daba de ojo que otras dos eran mujeres, empleadas de la casa de Cardotti. Pero las dos últimas, hombres, eran las que más le interesaban a Morveer.

—Ario y Foscar —dijo Day, con un susurro.

—Sin duda lo son.

Los hijos de Orso intercambiaron un breve comentario mientras sus guardias tomaban posiciones a uno y otro lado de las puertas. Acto seguido, Ario se agachó y su risita resonó débilmente por todo el ático. Se pavoneó a lo largo del pasillo con una mujer en cada brazo hasta llegar a la segunda puerta, y dejó que su hermano se fuese a la suite real.

—Algo anda endiabladamente
mal
—dijo Morveer mientras fruncía el ceño.

Pensar que el dormitorio de un rey pudiera parecerse a aquella habitación era una idea idiota. Todo estaba recargado, atiborrado de oro e hilos de plata. La cama era como un cartel al que le hubiesen crecido cuatro patas, sofocado por capas de seda carmesí. La obesa vitrina se hallaba a rebosar por las botellas de licor de mil colores que la ocupaban. El cielo raso estaba atestado con molduras cubiertas de sombras y un enorme lustre colgado muy bajo que se movía. La chimenea de mármol verde adoptaba la forma de una pareja de mujeres desnudas que levantaban en alto una bandeja de frutas.

En el bastidor iluminado que se encontraba en una de las paredes podía verse un enorme lienzo. Mostraba una mujer de busto improbable que se bañaba en un arroyo y que parecía disfrutar algo más de lo que hubiera sido normal. Monza jamás había comprendido por qué una o las dos tetas al aire pudiesen mejorar un cuadro. Pero como eso era lo que pensaban los pintores, pues adelante con las tetas.

—Esa maldita música me está dando dolor de cabeza —dijo Vitari, mientras se metía un dedo en el corsé para rascarse un costado. Monza ladeó la cabeza.

—Lo que a mí me da dolor de cabeza es esa maldita cama. Y sobre todo el papel de las paredes —se refería a la infame mezcla de azul oscuro y barras de color turquesa entre la que aparecían unas estrellas doradas.

—Será para que a cualquier mujer le dé por fumar —Vitari le dio un codazo para que se fijase en la pipa de marfil que descansaba sobre la mesita de mármol situada junto a la cama, así como en la bola de cáscaras metida en el tarro de cristal tallado que estaba a su lado. Monza apenas necesitó que se lo dijera, porque sus ojos apenas se habían apartado de ella durante la última hora.

—Céntrate en el trabajo —comentó un tanto molesta, mientras sus ojos iban y venían hacia el pasillo.

—Siempre lo hago —Vitari se arremangó la camisa—. Lo que no es fácil con estas malditas ropas. ¿Cómo es posible que alguien…?

—Shhh —los pasos procedían del pasillo situado al otro lado de la puerta.

—Nuestros invitados. ¿Estás preparada?

Las empuñaduras de los dos estiletes se le clavaron a Monza en las vértebras lumbares cuando estiró las caderas y dijo:

—Un poco tarde para cambiar de opinión, ¿no te parece?

—Pues sí, a menos que en vez de matar, prefieras follar.

—Mejor será centrarnos en el asesinato.

Monza pasó la mano derecha por el marco de la ventana, en lo que le parecía una postura provocativa. El corazón le latía con fuerza y la sangre sonaba muy fuerte en sus oídos.

La puerta se abrió lentamente con un chasquido y un hombre entró por ella. Era alto y vestido todo de blanco, y su máscara adoptaba la forma de medio sol naciente. Llevaba una barba impecablemente arreglada que no conseguía disimular la cicatriz que cruzaba la parte inferior de su barbilla. Monza parpadeó al verle. No era Ario. Ni siquiera Foscar.

—Mierda —dijo Vitari, casi sin resuello.

El hecho de reconocerle fue como si a Monza le escupiesen en el rostro. No era el hijo de Orso, sino su yerno. Nadie más que el propio pacificador en persona, Su Augusta Majestad de la Unión, el Alto Rey.

—¿Preparado? —preguntó Cosca.

Escalofríos se aclaró la garganta una vez más. Desde que había entrado en aquel maldito lugar, sentía como si algo se le hubiese pegado en ella.

—Un poco tarde para cambiar de opinión, ¿no te parece?

La mueca enloquecida del viejo mercenario se hizo todavía más evidente.

—Pues sí, a menos que en vez de matar prefieras follar. ¡Damas y caballeros! ¡Su atención, por favor! —la banda enmudeció mientras el violín seguía tocando de un modo desgarrador que a Escalofríos aún le puso más de los nervios. Cosca agitó el bastón para que los invitados abandonasen la circunferencia dibujada en medio del patio—. ¡Retrocedan, amigos, porque se encuentran ante el mayor de los peligros! ¡Uno de los grandes momentos de la Historia va a ser interpretado ante sus incrédulos ojos!

—¿Cuándo voy a poder echar un polvo? —preguntó alguien, suscitando a continuación un coro de risas.

Cosca dio un salto hacia delante y por poco no dejó tuerto a aquel tipo con el extremo del bastón.

—¡En cuanto muera alguien! —explicó.

El tambor había comenzado a tocar,
tum, tum, tum
. Bajo la parpadeante luz de las antorchas, la gente se apretujó alrededor del círculo. Un anillo de máscaras, aves y bestias, soldados y payasos, calaveras risueñas y diablos burlones. Y de los rostros de quienes se cubrían con ellas: borrachos aburridos, airados, curiosos. Detrás, Barti y Kummel apretaban los dientes mientras cada uno se apoyaba en los hombros del otro y subía hasta lo más alto para aplaudir al ritmo de los tambores.

—¡Para su educación, formación y disfrute… —Escalofríos no tenía ni idea de qué significaban todas aquellas palabras— la Casa del Placer de Cardotti les presenta… —aspiró profundamente, sopesó la espada y el escudo y entró en el círculo— el infame duelo acaecido entre Fenris el Temible… —Cosca apuntó a Rizos Grises con el bastón mientras entraba en el círculo por el lado opuesto— y Logen Nueve Dedos!

—¡Pero si tiene diez! —apuntó alguien, desatando una ola de risas de borracho.

Escalofríos no les imitó. Aunque Rizos Grises fuese mucho menos temible que el auténtico Fenris, su apariencia distaba mucho de ser tranquilizadora, menos aún con aquella máscara de negro hierro que le cubría el rostro y que le hacía parecer tan grande como una casa, y con la parte izquierda de la
cabeza
, afeitada y pintada de azul como su enorme brazo izquierdo. En aquellas manos enormes, su maza le parecía espantosa y muy de temer. Escalofríos tenía que decirse todo el tiempo que ambos estaban en el mismo bando. Sólo había que fingir. Sólo fingir.

—¡Caballeros, sigan mi consejo y hagan sitio! —exclamó Cosca, y las tres bailarinas gurkas salieron entre cabriolas hacia el perímetro del círculo, negras máscaras de gato en sus negros rostros, llevando a los invitados hacia las paredes—. ¡Puede haber derramamiento de sangre!

—¡Pues mejor! —una nueva oleada de risas—. ¡No hemos venido hasta aquí para ver bailar a un par de idiotas!

Los espectadores gritaron, silbaron o berrearon. Sobre todo, esto último. En cierto modo, Escalofríos dudó de que su plan (dar vueltas por el perímetro del círculo durante varios minutos mientras olfateaba el aire, y luego herir a Rizos Grises entre el brazo y el costado, mientras el grandullón reventaba una vejiga de sangre de cerdo) consiguiera arrancar los aplausos de todos aquellos cabrones. Recordaba el duelo auténtico, acaecido fuera de las murallas de Carleon, del que había dependido el destino de todo el Norte. El frío de la mañana, el aliento que se condensaba en el aire, la sangre en el perímetro del círculo. Los caris apiñados alrededor del círculo, agitando los escudos, gritando y rugiendo. Se preguntó qué habrían hecho al contemplar un disparate como el que se disponían a escenificar. Cuán extraños son los caminos por los que a uno acaba llevándole la vida.

—¡Comenzad! —exclamó Cosca mientras se metía entre el gentío.

Rizos Grises lanzó un poderoso rugido y cargó, agitando con fuerza la maza. A Escalofríos estuvo a punto de darle algo. Aunque levantó el escudo a tiempo, la energía del golpe le dejó adormecido el brazo izquierdo y le hizo caer al suelo, que recorrió deslizándose sobre su propio trasero. Se quedó desmadejado, haciéndose un lío con la espada e hiriéndose con su filo en una ceja. Qué suerte no haberse sacado un ojo con la punta. Giró y la maza se aplastó contra el sitio en el que había estado un instante antes, lanzando esquirlas de piedra. Mientras intentaba ponerse a gatas, Rizos Grises fue a por él, mirándole como si fuera a matarle, y Escalofríos tuvo que salir a gatas con la dignidad del gato que acaba de meterse en el redil de un lobo. No le pareció que el grandullón estuviera haciendo lo que se le había dicho sino, más bien, que quería ofrecer a aquellos bastardos un espectáculo que jamás podrían olvidar.

—¡Mátale! —dijo alguien entre risas.

—¡Queremos ver sangre, idiotas!

Escalofríos empuñó la espada con fuerza. Acababa de tener un mal presagio. Mucho peor que el que nunca hubiese tenido.

Aunque jugar a los dados soliese calmar a Amistoso, eso no sucedía aquella noche. Tenía un mal presagio. Mucho peor que el que nunca hubiese tenido. Veía cómo caían, sonaban en el suelo, daban vueltas mientras su tintineo se le metía bajo la sudorosa piel, y se quedaban quietos.

—Dos y cuatro —comentó.

—¡Ya hemos visto la puntuación! —dijo con brusquedad el individuo que se cubría con una máscara en forma de media luna—. ¡Los malditos dados me odian! —los tiró enfurecido y los dados rebotaron en la madera pulimentada.

Amistoso frunció el ceño mientras los recogía y volvía a lanzarlos con delicadeza.

—Cinco y tres. La casa gana.

—Esto va a convertirse en una costumbre —rezongó el que tenía una máscara con forma de barco, y varios de sus amigos le imitaron. Todos estaban bebidos. Estaban bebidos y eran estúpidos. Como la casa siempre tenía la costumbre de ganar, el salón dedicado a los juegos de azar era el primero con el que se encontraban los invitados nada más entrar. Y la difícil tarea de Amistoso era hacer que entrasen en él. Al otro extremo de la sala alguien chilló de alegría porque en la ruleta acababa de salir su número. Algunos de los que jugaban a las cartas aplaudieron con desgana.

—¡Malditos dados! —el de la luna en cuarto creciente se terminó de un trago el vino que le quedaba en la copa mientras Amistoso recogía cuidadosamente las fichas y las añadía al enorme montón que formaban las suyas. Tenía dificultad para respirar porque el aire estaba cargado con aromas extraños…, de perfume y sudor, de vino y humo. Cuando se dio cuenta de que tenía la boca abierta, la cerró de golpe.

El rey de la Unión…, guapo, regio y en absoluto bienvenido, paseó su mirada de Monza a Vitari y la posó en Monza. Cuando ésta se dio cuenta de que tenía la boca abierta, la cerró de golpe.

—No quiero ser irrespetuoso, pero una de ustedes me gusta más que la otra; siempre he tenido debilidad por los cabellos negros —señaló hacia la puerta—. Espero que no se ofenda si le pido que nos deje solos. Puedo asegurarle que será bien pagada.

—Qué generoso —Vitari miró a Monza de soslayo, que se encogió subrepticiamente de hombros mientras su mente se agitaba con el frenesí de una rana atrapada en agua caliente, buscando desesperadamente el modo de salir de la trampa en la que ella misma se había metido. Vitari se apartó de la pared y se dirigió hacia la puerta. Al salir, rozó la pechera de la casaca del rey con el dorso de una mano y dijo, rezongando—: La culpa es de mi madre pelirroja—. Luego cerró la puerta.

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