—Tienes mucha razón —no podía por menos de dársela.
—Me atrevería a decir que, en el lugar de dónde vienes, la lealtad es considerada una cualidad muy noble. Aquí, en Styria, el hombre debe doblegarse al viento que sopla. —Era difícil pensar que alguien con una sonrisa tan dulce guardase algún oscuro designio en la cabeza. Pero para entonces todo le parecía oscuro. Todo escondía dentro un cuchillo—. Como les sucedió a nuestros comunes amigos la general Murcatto y el gran duque Rogont, por ejemplo —los dos ojos de Carlot convergieron en el único que él tenía—. Me pregunto qué estarán haciendo en este momento.
—¡Follar! —dijo él casi ladrando, con una furia tan a punto de desbordarse que ella se echó a un lado, como si estuviera esperando que volviese a agarrarla para usar su cabeza de ariete contra la pared. Quizá se le ocurrió hacerlo. O quizá se le hubiera pasado por la imaginación darse él mismo de cabezazos. Fuera lo que fuese, a los pocos instantes ella volvía a tener el rostro tan bien compuesto como antes, con una sonrisa aún mayor en los labios, porque lo que más le gustaba de un hombre era la rabia asesina que pudiera expresar.
—La Serpiente de Talins y el Gusano de Ospria, enroscados el uno en el otro. No está mal para ser una pareja de traidores. El mayor mentiroso de Styria y la mayor asesina —pasó suavemente la yema de su dedo índice por la cicatriz que surcaba el pecho de él—. ¿Qué sucederá después de que ella se haya vengado? ¿Qué sucederá después de que él la haya levantado bien en alto, como un niño que quisiera enseñarle un juguete a toda Talins? ¿Habrá algún sitio para ti cuando terminen los Años de Sangre? ¿Cuando la guerra haya terminado?
—En ningún lugar habrá un sitio para mí a menos que esté en guerra. He podido comprobarlo en muchas ocasiones.
—Entonces temo por ti.
—Soy afortunado de tenerte para que vigiles mi espalda —dijo él con un bufido.
—Pero me gustaría hacer algo más. Porque ya sabes cómo la Carnicera de Caprile solventa sus problemas, y también que el duque Rogont tiene muy pocos miramientos con la gente honrada…
—Tengo muchos miramientos con la gente honrada, pero eso de luchar desnudo de cintura para arriba… —Rogont puso cara de asco, como si acabase de probar leche cortada—. Es una frase hecha. No conseguirás que lo haga.
—¿Luchar?
—Mujer, ¿cómo te atreves? ¡Soy Stolicus renacido! Ya sabes a lo que me refiero. A tu cómplice norteño de un… —Rogont movió blandamente una mano cerca de su cara— ojo, o sin un ojo.
—¿Tan pronto celoso? —musitó ella, cansada de seguir insistiendo.
—Un poco. Pero lo que me preocupan son los celos de él. Es un hombre muy inclinado a la violencia.
—Por eso lo contraté.
—Quizá sea hora de despedirlo. Los perros rabiosos suelen morder a su amo con mayor frecuencia que a sus enemigos.
—Y a los amantes de su amo antes que a nadie.
Rogont carraspeó un tanto nervioso antes de proseguir.
—Es evidente que eso no lo queremos. Parece agarrarse a ti con mucha fuerza. Cuando una lapa se agarra con mucha fuerza al casco de una nave, es necesario, en ocasiones, despegarla con una fuerza que resulta súbita, inesperada y decisiva.
—¡No! —su voz era más aguda que sus pensamientos—. No. Me ha salvado la vida. En más de una ocasión, y poniendo en peligro la suya. Ayer mismo, por ejemplo. ¿Y hoy quieres matarlo? No. Se lo debo —vaciló al recordar el olor que había desprendido la hoja al rojo de Langrier al quemarle la cara.
Debería haberte tocado a ti
—. ¡No! No le tocaré.
—Piensa en ello —Rogont se acercó lentamente a su lado—. Comprendo tu desgana, pero debes comprender que será lo más prudente.
—¿Lo más prudente? —se burlaba de él—. Te lo aviso. Déjale tranquilo.
—Monzcarro, compréndeme, por favor, es tu seguridad lo que me… ¡ufff! —ella saltó de la silla, le dio un pisotón en un pie, le agarró por un brazo mientras caía de rodillas, se lo llevó hacia detrás de la espalda, le retorció la muñeca a la altura de los omóplatos y le obligó a agacharse hasta tocar con el rostro el frío mármol.
—¿No me has oído decir «no»? Si necesito una fuerza súbita, inesperada y decisiva… —le retorció la mano un poco más para que chillara y se debatiese sin poder librarse— creo que podré encontrarla por mi cuenta.
—¡Sí! ¡Ah! ¡Sí! ¡Lo comprendo perfectamente!
—Bien. No vuelvas a tocar este asunto —le soltó la muñeca y él se quedó donde estaba durante un instante, respirando desacompasadamente. Se dio la vuelta, masajeándose despacio la muñeca y la miró enfadado mientras ella se montaba encima de su estómago.
—No deberías haber hecho eso.
—A lo mejor disfruté al hacerlo —echó una mirada por encima del hombro. La pajarita, que se ya le estaba alegrando, coceaba por detrás de una de las piernas de Monza—. No estaba segura de que no te atrevieses a hacerlo.
—Ahora que lo mencionas, debo confesarte que me gusta que una mujer fuerte me domine —ella se acarició las rodillas con las yemas de los dedos de él, pasó sus manos por el interior de sus caderas llenas de cicatrices y luego les hizo recorrer el sentido inverso—. ¿Podría convencerte, no sé, de que… te meases encima de mí?
—No tengo por qué hacer eso —Monza puso cara de preocupación.
—Pues entonces… ¿sólo un poquito? Y luego…
—Creo que podría llenar el orinal.
—Sería malgastar su contenido. Y el orinal no lo apreciaría.
—Una vez que está lleno, se puede hacer con él lo que se quiera, ¿no te parece?
—Ugh. No es lo mismo.
—Una supuesta gran duquesa meándose encima de uno que va a ser rey —Monza movía despacio la cabeza mientras se apartaba de él—. No lo dirás en serio.
—Ya basta —Escalofríos estaba cubierto de moratones, magulladuras y arañazos. Una fea cuchillada le atravesaba la espalda, justo donde más difícil resulta rascarse. En aquellos momentos en que la polla comenzaba a ponérsele blanda, aquel calor tan pegajoso hacía que le picase tanto que perdía la paciencia. Ya estaba cansado de darle tantas vueltas al asunto, cuando era evidente de lo que se trataba, tan evidente como si encima de la cama hubiese un cadáver que se pudría—. Si quieres ver muerta a Murcatto, dilo de una vez.
—Eres sorprendentemente obtuso —dijo ella, dejando la boca abierta.
—No, soy todo lo obtuso que, según tú, debe ser un asesino tuerto. ¿Por qué?
—¿A qué te refieres?
—¿Por qué quieres que muera? Soy algo idiota, pero no «muy idiota». No creo que a una mujer como tú le atraiga mi cara bonita. Ni mi sentido del humor. Quizá quieras vengarte por lo que te hizo en Sipani. A todo el mundo le gusta la venganza. Quizá tú sólo formes parte de ella.
—Una parte nada despreciable… —le pasó lentamente la yema de uno de sus dedos por una pierna—. En lo que a ti concierne, te diré que siempre preferí un hombre honrado a otro con una cara bonita. Pero me pregunto… si puedo confiar en ti.
—No. Lo que te preguntas es si yo podré hacerte el trabajito, ¿verdad? —cogió el dedo que aún movía por su pierna y se lo retorció, acercando hasta su rostro el suyo cubierto de dolor—. ¿Qué te traes entre manos?
—¡Ah! ¡Hay un hombre en la Unión! ¡Y yo trabajo para él! ¡Es el que, en primera instancia, me envió a Styria para que espiase a Orso!
—¿El Lisiado? —era el nombre que había dicho Vitari. El individuo que estaba detrás del rey de la Unión.
—¡Sí! ¡Ah! ¡Ah! —chilló cuando le retorció el dedo con más fuerza. Luego lo soltó y ella se lo llevó al regazo y comenzó a chupárselo—. No deberías haberlo hecho.
—Quizá disfruté al hacerlo. Adelante.
—Cuando Murcatto me obligó a traicionar a Orso… también me obligó a traicionar al Lisiado. A Orso lo considero un enemigo con el que puedo vivir, pero…
—¿Pero no puedes vivir teniendo miedo del Lisiado?
—No —tragó saliva—. Es imposible.
—¿Es peor enemigo que el duque Orso?
—Mucho peor. Quiere a Murcatto. Ella supone una amenaza para el plan que urdió con sumo cuidado: que Talins ingrese en la Unión. La quiere muerta —en aquellos momentos en que se había quitado la máscara de la cordialidad, parecía cansada, pues tenía los hombros caídos y la mirada baja puesta en las sábanas. Hambrienta, enferma y muy, pero que muy, asustada. A Escalofríos le gustó su aspecto. Quizá fuese la primera cosa sincera que había visto desde que aterrizó en Styria—. Si encontrase alguna manera de matarla, mi vida estaría a salvo —dijo con un susurro.
—Y yo me iría contigo.
—¿Lo harías? —volvió a mirarle, y sus ojos estaban muy serios.
—Hoy mismo podría haberlo hecho —podía haberle partido la cabeza con su hacha. Podría haberle puesto la bota encima de la cara para que no pudiese salir del agua. Y luego ella habría tenido que respetarle. Pero la salvó. Porque estaba esperando. Quizá aún estuviese esperando, pero aquella esperanza le convertía en un necio. Y Escalofríos era una buena persona que ya estaba cansada de parecer idiota.
¿A cuántos hombres había matado en todas aquellas batallas, escaramuzas, luchas desesperadas acaecidas en el Norte? ¿Cuántos más en el medio año escaso que llevaba en Styria? ¿Cuántos en el Cardotti, rodeado por el humo y la locura? ¿Cuántos en la batalla acontecida apenas unas horas antes? ¿Cuántos entre las estatuas del palacio ducal de Salier? Por lo menos, una veintena. Más. Y entre ellos también había mujeres. Caminaba ensangrentado, tanto como el mismísimo Sanguinario. No le parecía que, por añadir una víctima más a la cuenta, fuese a perder el sitio entre la gente honrada. Torció la boca.
—Puedo hacerlo —la cicatriz de su rostro demostraba que él no era nada para Monza. ¿Por qué seguir preocupándose por ella?—. No me costará mucho trabajo.
—Pues hazlo —ella reptó hacia él a cuatro patas, la boca entreabierta, sus pálidos pechos caídos por el peso, mirando fijamente su único ojo—. Por mí —restregó sus pezones contra el pecho de él mientras se le ponía encima—. Por ti —su collar de gemas tan rojas como la sangre tintineó de manera muy agradable al rozar el pecho de Escalofríos—. Por nosotros.
—Tendré que encontrar el momento apropiado —deslizó una mano por debajo de su espalda y la bajó hasta su trasero—. La precaución es lo primero, ¿no te parece?
—Por supuesto. Nada sale bien si se hace de manera… precipitada.
Tenía la cabeza impregnada con su perfume, el dulce aroma de las flores mezclado con el olor dulzón del acto sexual.
—Me debe dinero —dijo con un gruñido, como si aquello supusiese un problema.
—¡Ah, el dinero! Yo me dedicaba al comercio, no sé si lo sabes. Comprar. Vender —sentía el calor de su respiración en el cuello, en la boca, en la cara—. Y por lo que sé, debido a mi larga experiencia, en cuanto la gente comienza a hablar del precio es porque la transacción está a punto de cerrarse —se le acercó aún más para rozar con sus labios las cicatrices que tenía en la parte inferior de la mejilla—. Haz esto por mí y te prometo que tendrás tanto dinero que nunca te lo podrás gastar —la fría punta de su lengua, dulce y refrescante, lamió suavemente la carne enrojecida que se encontraba alrededor de su ojo de metal—. Tengo buenas relaciones… con la Banca de… Valint y Balk…
La plata relucía bajo la luz del sol con ese brillo tan especial que consigue que a uno se le haga la boca agua y que, de alguna manera, sólo posee el dinero. Toda una caja fuerte llena de dinero, a la vista de todos, atrayendo las miradas de todos los hombres del campamento aún más que si una condesa desnuda se desperezase lascivamente encima de una mesa. Montones de monedas recién acuñadas que brillaban y titilaban. Monedas de uso corriente en Styria, manoseadas por algunos de los individuos más mugrientos que vivían en ella. Una ironía que resultaba divertida. Como no podía ser de otra manera, las monedas tenían en uno de sus lados las consabidas escamas, símbolo tradicional del comercio desde el tiempo del Nuevo Imperio. Y en el otro, el adusto perfil del gran duque Orso de Talins. A Cosca le pareció una ironía aún más hilarante que estuviese pagando a los miembros de las Mil Espadas con las monedas que llevaban impreso el rostro del hombre al que acababan de traicionar.
A lo largo de una fila dominada por las marcas de la viruela, los escupitajos, las miradas bizcas, el rascarse, las toses y la mugre, los soldados y la plana mayor de la primera compañía del primer regimiento de las Mil Espadas pasaban por la mesa improvisada para recibir su inmerecido premio. Eran supervisados de cerca por el notario jefe de la brigada y una docena de sus veteranos de mayor confianza, lo cual era tan necesario como apropiado, porque, en el transcurso de aquella mañana, Cosca había observado tan gran número de trampas que hubieran podido quitarle el hipo a cualquiera.
Los soldados se acercaban a la mesa en varias ocasiones, vestidos de manera diferente, para dar nombres falsos o de otros camaradas muertos. O exageraban por costumbre, embelleciendo su historial, añadiéndose años de servicio, o disminuyéndolo cuando se adjudicaban una subida de empleo y sueldo. Lloraban por las madres enfermas, los hijos o los conocidos. Lanzaban una devastadora rociada de lamentos acerca de la comida, la bebida, el equipo, la cagalera que tenían, los superiores, lo mal que olían algunos, el tiempo, los objetos que les habían robado, las heridas recibidas, las heridas infligidas, los desprecios que delataban la falta de honor y cualquier otra cosa que se les ocurriera. Si en el combate hubiesen demostrado la misma audacia y persistencia de que hacían gala al recoger de su comandante aquella paga un tanto deshonesta, habrían sido la mejor fuerza de combate de todos los tiempos.
Pero el sargento mayor Amistoso lo observaba todo. Como había trabajado durante varios años en las cocinas de Seguridad, donde docenas de los más infames timadores rivalizaban diariamente entre sí para conseguir el suficiente pan con el que sobrevivir, se sabía todos los trucos, las maneras de timar y las estratagemas mejores que se aplicaban en aquella parte del infierno. Nada escapaba a su mirada de basilisco. El presidiario no permitía que ni uno solo de los relucientes retratos del duque Orso fuese entregado de manera improcedente.
Cosca movió la cabeza con gran desánimo cuando el último soldado abandonó la fila con paso cansino, porque acababa de comprobar que la inaguantable cojera por la que había estado pidiendo una compensación se le había curado de manera milagrosa.