Read La maravillosa historia de Peter Schlemihl Online
Authors: Adelbert von Chamisso
Tags: #Cuento, Fantástico, Aventuras
Caí de rodillas en muda oración vertiendo lágrimas de alegría… porque de pronto veía claro mi futuro dentro de mi alma. Arrojado de la compañía de los hombres por una temprana culpa, me dedicaría como compensación a la Naturaleza, que yo amaba tanto. Se me daba la Tierra como un jardín; el estudio, como la riqueza y la fuerza de mi vida; y como finalidad, la ciencia. No fue una simple resolución lo que tomé. Desde entonces he intentado realizar con callada, severa, e ininterrumpida aplicación lo que entonces vi con mis ojos interiores en claro y perfecto proyecto, y el que yo estuviera contento ha dependido siempre de la coincidencia de lo realizado con el proyecto.
Me apresuré para tomar posesión con una rápida ojeada, sin titubeos, del campo donde iba a cosechar en el futuro. Estaba en lo alto del Tíbet, y el Sol que había visto salir hacía pocas horas caminaba ya por el occidente del cielo; atravesé Asia de oriente a occidente adelantándole en su carrera y entré en África. Lo miré todo con curiosidad, atravesándola repetidamente en todas direcciones. Cuando miraba con la boca abierta en Egipto las pirámides y los templos, vi en el desierto, no lejos de Tebas, la de las cien puertas, las cuevas donde vivieron los ermitaños cristianos. Me di cuenta de pronto de que allí estaba mi casa. Elegí para mi futura residencia una de las más escondidas y a la vez grande, cómoda y cerrada a los chacales; y continué mi camino.
Subí a Europa por las columnas de Hércules
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y, después de haber visto las provincias del sur y del norte, me fui por Asia del Norte y los glaciares polares, pasando Groenlandia, hasta América; atravesé las dos partes de este continente, y el invierno, que reinaba en el sur, me empujó rápidamente desde el cabo de Hornos hacia el norte.
Me esperé hasta que se hizo de día en Asia oriental y, después de descansar un poco, continué mi viaje. En América seguí la cadena de montañas que posee las más famosas y altas cumbres de nuestro globo. Anduve despacio y cuidadosamente de pico en pico, tan pronto sobre volcanes llameantes como sobre cortadas cimas, respirando a veces con dificultad. Subí al monte Elías
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y salté por el estrecho de Bering a Asia. Seguí su costa occidental en todas sus múltiples curvas e investigué con especial cuidado a cuál de aquellas islas podría ir. De la península de Malaca me llevaron mis botas a Sumatra, Java, Bali y Lamboc
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; intenté, muchas veces con peligro y siempre sin éxito, encontrar un camino al noroeste entre las pequeñas islas y rocas de que está lleno este mar, para ir a Borneo y otras islas del archipiélago. Tuve que dejarlo. Me senté finalmente en el pico más alto de Lamboc y, volviendo la cara al sur y al este, me eché a llorar como si estuviera tras las rejas mejor cerradas de una prisión, porque había encontrado tan pronto el límite de mis posibilidades. Las maravillas de plantas y animales de Nueva Holanda y los mares del Sur con sus islas de coral, tan importantes y esenciales para el conocimiento de la Tierra, y su vestidura provocada por el Sol me estaban prohibidas, y así, ya desde el principio, todo lo que recogiera y elaborara estaría condenado a ser solo un fragmento. ¡Oh,
Adelbert
, de qué sirven los trabajos de los hombres!
¡Cuántas veces en el más duro invierno de las islas de la mitad meridional he intentado hacer esos doscientos pasos que me separaban de la tierra de van Diemen y Nueva Holanda, yendo desde el cabo de Hornos, pasando por los hielos del Polo, situados detrás hacia el oeste, sin preocuparme de cómo podría volver, aunque se cerrase sobre mí aquella maldita tierra como la tapa de mi ataúd! Con loco atrevimiento he pisado con desesperación hielos movedizos y he luchado con el frío y el mar, y no he logrado nunca llegar a Nueva Holanda… Siempre tenía que volver a Lamboc y, sentándome en el pico más alto, llorar otra vez volviendo la cara al sur y al este, como si estuviera dentro de las rejas bien cerradas de una prisión.
Me alejé al fin de aquel lugar, y con el corazón entristecido volví a penetrar en el interior de Asia; la recorrí rápidamente siguiendo la puesta del Sol hacia el oeste, y llegué a Tebas por la noche, a la casa que tenía preparada y en la que había estado la tarde del día anterior. En cuanto descansé un poco y se hizo de día en Europa, me preocupé lo primero de preparar lo que necesitaba. Por lo pronto, frenos para los pies, pues había experimentado lo incómodo que resultaba no poder acortar el paso para investigar objetos próximos sin quitarme las botas. Un par de chanclos sobrepuestos hacían perfectamente ese efecto, tal como yo me figuraba, así que más tarde llevaba conmigo siempre dos pares, porque muchas veces, cuando me los quitaba, no me daba tiempo de recogerlos si me asustaban en mis trabajos botánicos leones, hombres, o hienas. Mi reloj, muy bueno, era un extraordinario cronómetro para la corta duración de mis paseos. Necesitaba además un sextante
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, algunos instrumentos de física y libros.
Para procurarme todo eso di unos paseos a Londres y París, que en aquel momento estaban cubiertos de una niebla muy a propósito para mí. Cuando se acabó lo que quedaba de mi dinero mágico, utilizaba como pago marfil africano, que encontraba fácilmente, eligiendo, como es natural, los colmillos más pequeños que no sobrepasaban mis fuerzas. Pronto estuve provisto y pertrechado de todo y empecé en seguida mi nueva vida de investigador privado.
Recorrí acá y allá la Tierra, midiendo tan pronto una altura como la temperatura de una fuente, o la de la luz; observando los animales e investigando las plantas. Iba del Ecuador al Polo, de un Mundo a otro, comparando experiencia con experiencia. Mi alimento corriente eran huevos de avestruz africano o de aves marinas del norte, y frutos, sobre todo los de las palmeras tropicales y de los bananos. Cuando me faltaba la felicidad, tenía como sucedáneo la nicotina, y para trato y relaciones humanas, el cariño de un perro fiel que guardaba mi cueva de Tebas, y que, cuando volvía a verlo, cargado de nuevos tesoros, se me echaba encima alegremente y me hacia sentir de una manera humana que no estaba solo en la Tierra. Pero aún me haría volver entre los hombres otra aventura.
Estaba yo una vez en la costa de los países del norte con mis botas frenadas, recogiendo algas y líquenes, cuando, al dar la vuelta a una roca, me encontré frente a un oso. Quise saltar a una isla que había al otro lado, después de arrojar los chanclos, pero en medio había una enorme roca desnuda, surgiendo de las olas, que me cortaba el paso. Afirmé un pie en la roca, pero el otro se me hundió en el mar, porque, sin darme cuenta, se me había quedado prendido el chanclo.
Pasé muchísimo frío y salvé con trabajo mi vida de aquel peligro. En cuanto estuve en tierra, corrí todo lo que pude hasta el desierto de Libia para secarme al Sol. Pero me dio el Sol mucho rato y cogí una insolación en la cabeza. Muy enfermo, volví tambaleándome al norte. Intenté aliviarme moviéndome rápidamente y corrí con inseguros pasos del oeste al este y del este al oeste. Tan pronto me encontraba con el día como con la noche, tan pronto en el verano como en el frío invierno.
No sé cuánto tiempo di así vueltas por la Tierra. Una ardiente fiebre me hervía en las venas, sentí angustiado que perdía el conocimiento. Todavía quiso mi mala fortuna que, en mi desconsiderada marcha, pisara a alguien. Debí de hacerle daño, porque recibí un fuerte golpe y caí al suelo.
Cuando recobré el conocimiento, me encontré echado cómodamente en una buena cama, que estaba con otras muchas en una hermosa y amplia sala. Alguien estaba sentado a mi cabecera. Por la sala iban personas de una cama a otra. Llegaron a la mía y hablaron de mí. Me llamaban
Número doce
y en la pared, a mis pies, había —con toda seguridad, no era posible engañarse, lo leí muy claramente— una placa de mármol negro que tenía escrito en letras doradas exactamente mi nombre:
PETER SCHLEMIHL
En la placa, debajo de mi nombre, había otros dos renglones, pero estaba demasiado débil para poder leerlos, y volví a cerrar los ojos. Oí algo leído clara y perceptiblemente que trataba de
Peter Schlemihl,
pero no entendí el sentido. Vi junto a mi cama una bella mujer vestida de negro y a un hombre amable. Sus rostros no me eran desconocidos, pero no sabía quiénes eran. Pasó algún tiempo y empecé a sentirme fuerte. Me llamaba
Número Doce
, y
Número Doce
, a causa de su larga barba, era tenido por judío, aunque no por eso fui tratado con menos cuidado. Parecía que nadie se había dado cuenta de que no tenía sombra. Me aseguraron que mis botas se encontraban junto a las demás cosas que tenía conmigo, cuando me llevaron allí, y estaban en lugar seguro para ser puestas a mi disposición cuando me pusiera bueno. El sitio donde estaba se llamaba SCHLEMIHLIUM. Lo que se leía diariamente de
Peter Schlemihl
era una exhortación a rogar por él mismo como fundador y bienhechor de aquella fundación. El hombre amable que yo había visto junto a mi cama era
Bendel
, y la bella mujer,
Mina
.
Me restablecí, sin ser reconocido, en el
Schlemihlio
y me enteré de más cosas. Estaba en la ciudad natal de
Bendel
, donde él había fundado este hospital (en el que me salvaron de mi desgracia) con el dinero nada santo que yo dejé. Él lo dirigía.
Mina
era viuda; un desgraciado proceso criminal le había costado al señor
Rascal
la vida y a ella la mayor parte de sus bienes. Sus padres no existían ya. Vivía allí como una viuda temerosa de Dios haciendo obras de misericordia. Una vez estuvo hablando junto a la cama del
Número Doce
con el señor
Bendel
.
—¿Por qué, noble señora, se expone continuamente a este aire tan insano que hay aquí? ¿Es tan dura su suerte que desea morir?
—No, señor
Bendel
. Después de haber dejado todos mis sueños y haber despertado dentro de mí, me siento bien desde que ya no deseo nada, y no temo la muerte. Desde entonces pienso alegre en el pasado y en el futuro. ¿No le pasa a usted lo mismo ahora que sirve a su señor y amigo tan devotamente, sintiendo una interna y callada alegría?
—Gracias a Dios, sí, noble señora. ¡Qué extraño es lo que nos ha sucedido! Sin pensarlo hemos saboreado mucho bien y mucho dolor amargo de una copa llena. Y ahora está vacía. Y quisiera uno pensar que era sólo probar, y esperar, ya con mayor entendimiento, el verdadero principio. Sin embargo, el verdadero principio es otro y nadie desearía volver al primer juego de manos. Pero en el fondo está uno alegre de haberlo vivido tal como fue. También confío en que a nuestro viejo amigo le irá mejor que antes.