Read La hija de la casa Baenre Online
Authors: Elaine Cunningham
Liriel contempló las dormidas figuras. El sentido práctico exigía que los matara; iban tras ella y sin duda seguirían haciéndolo. Pero, sin saber por qué, aquella acción iba contra sus impulsos naturales. Cuando despertaran, si volvían a ir tras ella, los mataría sin el menor escrúpulo.
Alzó los ojos con rapidez hacia el cielo oriental. El brillante color azul zafiro de la noche se desvanecía; el amanecer no tardaría en llegar. Liriel estaba impaciente por ver aquella maravilla, pero era lo bastante sensata como para hacerlo desde un refugio.
De modo que volvió a introducirse en la cueva y se encaminó veloz por los sinuosos pasadizos que serpenteaban bajo las rocosas laderas de las colinas. Por fin llegó a un lugar apropiado: una cueva con una única abertura situada en lo alto de una pendiente. Miraba al este, lo que le proporcionaba una buena vista del amanecer que se acercaba y, al mismo tiempo, resultaba fácil de defender.
Se envolvió en su capa y se acomodó para esperar el alba. Sin embargo, el sueño se apoderó de ella con la misma inexorabilidad con que los dardos habían derribado a los cazadores drows. Agotada por sus dos días de huida continua, agobiada por el dolor y la sensación de pérdida, se sumió en el sueño sin sueños de los drows.
Fyodor apenas se había introducido en la cueva cuando sobrevino el ataque. Eran dos criaturas altas de aspecto humano con pelajes blancos y cabezas de osos feroces, y se abalanzaron sobre él con profundos rugidos capaces de hacer estremecer las piedras. Los dos empuñaban espadas de confección tosca que blandían con entusiasmo pero sin delicadeza. El rashemita no se sintió tranquilizado por ello. Sus ojos evaluaron con rapidez la combinación de longitud de brazo y espada y calculó que el alcance de las criaturas excedía el suyo propio en más de treinta centímetros. La mayoría de los espadachines mantenían que la habilidad, no el tamaño, era la clave para la victoria, y Fyodor lo aceptaba hasta cierto punto, pero el alcance importaba; tanto le daba lo que otros dijeran en contra.
Pero no había otra cosa que pudiera hacerse, de modo que desenvainó su propia espada y avanzó para enfrentarse al primer mandoble.
Liriel fue arrancada violentamente de su sopor por unos sonidos familiares: el rugido de quaggoths furiosos y el entrechocar de espadas. Por un momento pensó que volvía a estar en la Antípoda Oscura, pero enseguida se despertó por completo y preguntándose qué, en nombre de todos los dioses oscuros, hacía un oso subterráneo tan lejos de su territorio natal.
Siempre curiosa, la drow se envolvió con fuerza en su
piwafwi
y corrió con paso ligero hacia el combate. Los quaggoths eran cazadores que pasaban toda su vida Abajo. Si uno de ellos salía a la superficie, lo hacía siguiendo órdenes de un ser más poderoso, y puesto que sólo los drows se molestaban en capturar y adiestrar quaggoths, Liriel comprendió perfectamente a quién podría estar cazando el oso subterráneo. Lo que la desconcertaba era quién o qué había interceptado a la bestia.
Siguió los sonidos del enfrentamiento hasta la boca misma de una cueva. Allí estaba Fyodor de Rashemen, combatiendo contra no uno, sino una pareja de luchadores quaggoths.
Un júbilo, repentino e inesperado, inundó a Liriel. Echó hacia atrás la capa y tomó una de sus boleadoras y, haciéndolas girar sobre su cabeza, apareció ante los contendientes.
Los ojos de Fyodor se abrieron de par en par al verla, y el instante de vacilación le costó un doloroso golpe asestado por el dorso de la espada de un quaggoth. Liriel hizo una mueca. Si la criatura hubiera sido más diestra en el manejo del arma, si hubiera girado el ángulo de la espada sólo un poco, habría cortado limpiamente al humano en dos. Aquélla era una pelea que era mejor concluir con rapidez.
De modo que hizo girar las boleadoras una vez más y las dejó volar. El arma se enroscó alrededor de la espada del quaggoth y el impulso de las piedras rotantes arrancó el arma de la garra de la criatura. Con una expresión de alivio por verse liberado del incómodo objeto, el monstruo mostró los colmillos y avanzó hacia el humano, con una aparente competencia en el uso de las armas de la que la naturaleza lo había dotado.
La drow esbozó una sonrisa feroz y sacó un puñado de cuchillos arrojadizos de su cinturón.
—Los murciélagos subterráneos no eran más que un ejercicio de prácticas —gritó a Fyodor al tiempo que arrojaba el primer cuchillo contra el quaggoth que atacaba—. ¡Veamos qué puedes hacer en una auténtica pelea!
L
iriel lanzó sus cuchillos, uno a uno, contra la espalda del quaggoth. Cada uno dio en el blanco, pero el grueso pelaje de la criatura y las profundas capas de músculos impedían que ninguna de las pequeñas hojas alcanzara órganos vitales. El luchador con aspecto de oso rugió de dolor, pero prosiguió su avance hacia Fyodor.
Sin embargo, la hembra quaggoth bramó su rabia y cargó contra la pequeña drow que había atacado a su compañero. Liriel se mantuvo firme, muy decidida, con un cuchillo en cada mano. Un veloz movimiento de muñeca y las dos armas volaron por los aires, para acabar hundiéndose en los encarnados ojos de la quaggoth, que profirió un alarido y se llevó las zarpas a la cara.
La joven sacó su espada corta, comprendiendo que debía acabar con la criatura antes de que ésta se sumiera en su frenesí, pues ciego o no, un quaggoth enloquecido por el deseo de matar resultaba letal debido a su fuerza y furia. Corrió hacia la herida criatura, espada en mano, y la acuchilló una vez, dos, en el vientre, hasta que la quaggoth se desplomó, con las peludas manos sujetando con desesperación la enorme herida. Mediante un último golpe, Liriel le rebanó la garganta.
A su espalda oyó un siseo enojado y, al volverse, se encontró frente a un rostro repugnante, como el de un demonio azulado, con una piel cubierta de escamas y orejas como largos cuernos puntiagudos. Los encarnados ojos brillaban malévolos, y su cuerpo con aspecto de serpiente se balanceaba mientras pronunciaba una frase arcana en un siseante susurro. Liriel no había visto jamás un naga oscuro, pero reconoció lo que era: una criatura mágica de la Antípoda Oscura que era tan peligrosa como un quaggoth enfurecido.
Los finos labios del naga se fruncieron y un fino chorro de ardiente fluido negro salió disparado en dirección a la joven drow. Se trataba de un proyectil venenoso.
Liriel alzó veloz su espada y asestó un golpe al chorro con el revés de la hoja. Una lluvia de minúsculas gotas —una mezcla de ácido y metal fundido— voló de vuelta al naga. La criatura profirió un alarido y retrocedió, y la joven arrojó a un lado el arma, que se iba reduciendo de tamaño por momentos, antes de que el corrosivo veneno alcanzara su mano. El insidioso veneno podía consumir la carne con la misma facilidad con que devoraba el metal.
El naga se recuperó deprisa y empezó a sisear las palabras de otro conjuro. Con gran asombro por su parte, Liriel reconoció el hechizo. Era uno que su padre había creado, y lo recordaba bien, a pesar de que era poco más que un bebé cuando oyó por primera vez aquellas palabras. Aquel hechizo, y el terror y la confusión que lo siguió, eran su primer recuerdo.
En respuesta a la magia del ser, un montón de rocas se fundió, alargó y adoptó la forma de una serpiente gigantesca con un horripilante rostro elfo. El naga de piedra reptó en dirección a su presa drow entre el chirrido de rocas arañando rocas.
Para conseguir un poco de tiempo, Liriel lanzó una araña arrojadiza contra el repugnante gólem. El arma hechizada se hincó en la garganta de la criatura, y sin duda habría matado a un ser vivo; pero el gólem carecía de sangre que derramar. La criatura le mostró los colmillos y prosiguió su avance.
Pero Liriel contraatacó; repitió aquel hechizo tan odiado y convocó a su propio gólem. La roca se desprendió de la pared de la cueva como una neblina, para adoptar el aspecto de una doncella elfa de piedra color gris claro. La drow de piedra corrió a defender a su señora y los gólems chocaron con un resonante crujido.
El naga de piedra rodeó rápidamente con sus anillos a la guerrera con aspecto de elfa e intentó apretar, pero el delgado cuerpo pétreo carecía de elasticidad; entonces echó la cabeza hacia atrás y luego atacó con las mandíbulas bien abiertas. Al cabo de un instante escupía fragmentos de sus propios colmillos de roca. El gólem drow rodeó con las delgadas manos la garganta de su adversario e intentó estrangularlo, sin tener más éxito que su oponente. Juntas, las mágicas criaturas rodaron y se debatieron, iguales en fuerza y estúpida obediencia.
Entre tanto, el naga oscuro organizó su propio ataque y se lanzó al frente, sosteniendo en alto la barbada punta de su cola venenosa. Liriel saltó a un lado, rodó por el suelo, y se levantó empuñando la espada que el quaggoth había soltado. Alzándola bien alto con ambas manos, arremetió al frente y asestó una cuchillada a la letal cola de su adversario. La pesada hoja atravesó escamas y hueso, luego fue a estrellarse contra el suelo de piedra con un chasquido ahogado. El naga aulló y se retorció de dolor, mientras, a poca distancia, su cola seccionada se agitaba en una sobrenatural réplica de la angustia de la criatura.
Con su contrincante fuera de combate durante un rato, Liriel tuvo tiempo de pensar en Fyodor. Este resistía el ataque del quaggoth macho, pero sus mangas estaban hechas jirones y los brazos sangraban profusamente. La joven sacó otras boleadoras de su cinturón, las hizo girar por un instante y las envió volando hacia el quaggoth. La larga correa se enrolló una y otra vez alrededor del cuello de la criatura, ganando impulso con cada giro, y los pesos de cada extremo golpearon la cabeza del ser con golpes sordos. Pero no obstante, el oso subterráneo no se desplomó, sino que se limitó a proferir un gorgoteo y a tirar de la correa. Las tiras de cuero se partieron con facilidad, y Liriel supo que el frenesí letal se había apoderado del monstruo.
La muchacha arrojó un segunda boleadora, ésta a los tobillos del quaggoth. La bestia vaciló momentáneamente, luego continuó, con una mezcla de saltos y arrastrar de pies, acercándose a Fyodor. Liriel echó a correr y saltó sobre la espalda de la criatura; y pateó con todas sus fuerzas hasta que, por fin, ésta dio un traspié y cayó al suelo.
La drow se levantó precipitadamente y agarró al humano del brazo.
—¡Vamos! —gritó, tirando de él mientras echaba a correr; el joven guardó la espada y la siguió en su precipitada huida de la cueva.
Pero Liriel se detuvo en el exterior, a unos cien pasos de la abertura.
—Espera. Voy a derrumbar todo esto.
Fyodor observó mientras la muchacha realizaba a toda velocidad los gestos de un conjuro; luego estiró ambas manos al frente, y un rayo arcano salió disparado de sus dedos, para centellear en el interior de la negra boca de la cueva una y otra vez. Se alzó una nube de polvo; la roca maciza se agrietó y hendió, y por fin toda la cueva se desplomó en una avalancha de tierra y piedras.
La drow bajó las manos, y todo su cuerpo pareció languidecer. El hombre la rodeó con un brazo y la depositó con cuidado sobre el suelo; había visto a las Brujas de Rashemen realizar tales hazañas en combate, y se daba cuenta de que la magia poderosa se cobraba un alto precio en su conjurador. Que una muchacha tan joven pudiera controlar una magia así resultaba sorprendente.
—
Wychlaran
—murmuró con gran respeto, agachándose junto a ella.
—¿Qué? —La joven fijó en él la mirada con un gran esfuerzo, los dorados ojos distantes y vidriosos.
—Es un término de honor, que se da a las Brujas que gobiernan nuestro país. ¿Sucede lo mismo con tu gente? ¿Gobiernan tu país gentes así?
—No por el momento —murmuró ella, con un pestañeo, desviando luego la mirada—. Olvida los «términos de honor». Mi nombre es Liriel.
Fyodor repitió el nombre, disfrutando evidentemente con su lírico sonido.
—Te queda muy bien.
—Estupendo —repuso ella en tono guasón—. Esperaba que fuera así.
Le dirigió una veloz mirada y captó el destello divertido de los ojos del joven, que no parecía en absoluto ofendido por su sarcasmo ni incómodo en su presencia. Se dio cuenta de lo joven que era; poco más que un muchacho, en realidad. Un muchacho con los músculos de un enano y las cicatrices de un guerrero; aquellos humanos eran un cúmulo de contradicciones. Los ojos azules de éste eran claros e ingenuos; su forma de hablar, franca. En Menzoberranzan, tal comportamiento se consideraría simple; pero a Liriel no se la engañaba dos veces, y observó la tensa rapidez de los músculos del joven, el modo en que su mano permanecía cerca de la empuñadura del afilado cuchillo de caza guardado en su faja.
Justo en ese momento, un retumbo de piedra surgió de la caverna desmoronada. El horror y la incredulidad paralizaron a Liriel allí mismo, pero un segundo retumbo la reavivó y se irguió de un salto.
—El quaggoth —dijo en tono apremiante.
Fyodor se irguió a su vez, pero la contempló con perplejidad.
—¡La criatura-oso! —chilló ella—. ¡Viene hacia aquí!
—Pero no puede ser —dijo él, y sus ojos se mostraron cautelosos, como si estuviera esperando que la muchacha intentara alguna estratagema siniestra.
Liriel bufó con frustración y se lanzó sobre el obstinado humano. Ambos cayeron juntos y rodaron lejos de la cueva en un revoltijo de brazos y piernas. Luego, la joven lo apartó de un empujón y se enroscó en un ovillo, cubriéndose la cabeza con los brazos en el mismo instante en que la boca tapiada por rocas de la cueva estallaba hacia el exterior. Un chorro de polvo y piedras describió un arco en dirección a ellos cuando el quaggoth se abrió paso fuera de la destrozada caverna.
El oso subterráneo estaba sucio y magullado. Manchas de un rojo oscuro ensuciaban su pelaje y un dentado espolón de hueso centelleaba a través de la desgarrada piel de un brazo. Sin embargo, la criatura no parecía darse cuenta del estado en que se encontraba; se limitó a apartar un peñasco de una patada y abandonó la cueva tambaleante, moviendo la nariz mientras olfateaba el aire en busca de su presa. Los ojos del quaggoth brillaban rojos incluso bajo la fuerte luz de la luna, y su áspero y mugriento pelaje aparecía erizado, lo que provocaba que la criatura, de más de dos metros, pareciera aún mayor y más feroz de lo que era. En la mano sana sujetaba al apaleado naga por la mutilada cola, agitando a la criatura de tres metros a un lado y a otro como si se tratara de un látigo.