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Authors: Elaine Cunningham
La guerra ha terminado, y los drows regresan a Menzoberranzan para enfrentarse a lo inconcebible: sus ejércitos están derrotados y su magia se ha desvanecido bajo la cruel luz del sol. Se someterán a la autoridad de las matronas y la tiranía de Lloth, ya que no tienen otra elección. ¿O hay otro camino?
Liriel Baenre es una princesa drow de espíritu despierto que busca la aventura con el mismo apasionamiento con que la mayoría de los de su raza persiguen el poder. Cuando descubre un modo de llevar su magia a la superficie, decide ponerse en camino para llevar a cabo una peligrosa búsqueda. Perseguida por enemigos de su propio país. Liriel tampoco encuentra una calurosa bienvenida en el mundo de la luz.
Elaine Cunningham
La hija de la casa Baenre
Liriel la elfa oscura I
ePUB v1.0
Garland03.02.11
Para Judi, hermana, amiga y una mujer independiente
E
xiste un mundo donde los elfos danzan bajo las estrellas, donde las pisadas de los humanos trazan inquietos derroteros en círculos cada vez más amplios. En esa tierra pueden correrse aventuras, y hay magia suficiente para atraer a exploradores y a soñadores con mil secretos. Allí hay maravillas más que sobradas para colmar la existencia de un dragón, y la mayor parte de los habitantes de ese mundo se contentan con los retos que proporciona la vida.
Sin embargo, unos cuantos recuerdan los relatos nocturnos que los aterrorizaron y deleitaron de niños, y buscan las historias susurradas y las sombrías advertencias para hacer caso omiso de ellas. Intrépidos o necios, esos espíritus tenaces se aventuran en lugares prohibidos situados bajo las tierras que los vieron nacer. Los que sobreviven hablan de otra tierra más maravillosa aún, un mundo oscuro y diferente hecho de la misma urdimbre de la que están hechos los sueños... y las pesadillas. Este mundo es la Antípoda Oscura.
En cuevas tachonadas de piedras preciosas y recorridas por túneles sinuosos, cauces turbulentos y horadadas por cavernas inmensas, las criaturas de la Antípoda Oscura establecen sus hogares. Son mundos hermosos y traicioneros, y tal vez el más importante de ellos sea Menzoberranzan, la fabulosa ciudad de los drows.
La vida en la ciudad de los elfos oscuros ha estado siempre dominada por el culto a Lloth —la diosa drow del caos— y por una pugna constante por el poder y la posición social. No obstante, en las sombras de los templos y de las grandes casas regentes, lejos de la Academia que enseña técnicas de combate y fanatismo, gentes complejas y de toda condición se entregan a la diaria tarea de vivir.
Aquí los drows, tanto nobles como plebeyos, viven, trabajan, intrigan, juegan y —de vez en cuando— aman. Ecos de su común herencia elfa pueden observarse en el arte que prodigan en hogares y jardines, el perfecto acabado de sus corazas y adornos, su afinidad por la magia y el arte, y el feroz orgullo que demuestran por su destreza en el combate. Aun así, ningún elfo de la superficie puede deambular entre sus oscuros primos sin sentir horror, y sufrir una muerte rápida y terrible; pues a los drows, a pesar de lo raros y maravillosos que son, siglos de odio y aislamiento los han convertido en una macabra parodia de sus antepasados elfos. Logros sorprendentes y atrocidades espeluznantes. Esto es Menzoberranzan.
Hubo una época, unas tres décadas antes de que los dioses recorrieran los reinos, en que el caos y desorden de la ciudad de los elfos oscuros alcanzó un breve y costoso equilibrio. Los drows pudientes aprovecharon tales intervalos de tranquilidad para dar rienda suelta a su gusto por el lujo y el placer, y muchos de sus momentos de ocio los pasaron en Narbondellyn, un elegante distrito de la ciudad que presumía de amplias avenidas, casas magníficas y tiendas caras, todo ello realizado a partir de la piedra y la magia. Una luz tenue bañaba el panorama, en su mayor parte procedente del resplandor multicolor de los fuegos fatuos, pues todos los drows sabían conjurar esa luz mágica, y en Narbondellyn su uso era pródigo. Los fuegos fatuos realzaban las esculturas de las mansiones, iluminaban los letreros de las tiendas, concedían a las mercancías un fulgor tentador y brillaban como un bordado en los vestidos y capas de los adinerados transeúntes.
En los territorios de la superficie muy por encima de Menzoberranzan, el invierno empezaba a declinar y el sol del mediodía se esforzaba por calentar el severo paisaje. La Antípoda Oscura no conocía estaciones y carecía de un ciclo de luz y oscuridad, pero los drows seguían ocupándose de sus asuntos según los antiguos ritmos olvidados de aquellos antepasados suyos que habían vivido bajo la luz solar. El calor mágico de Narbondel —el pilar de piedra natural que hacía las veces de reloj de la ciudad— ascendía hacia su punto medio mientras el invisible sol llegaba a su cénit. Los drows podían leer el mágico reloj incluso en una total oscuridad, pues sus agudos ojos percibían los más sutiles espectros de calor con una precisión y detalle que incluso un halcón envidiaría.
A esa hora las calles hervían de animación y los drows eran con diferencia la gente que más abundaba en Narbondellyn. Elfos oscuros vestidos con opulencia deambulaban por la amplia vía, curioseaban en las tiendas, o se detenían ante mesones y tabernas elegantes para saborear copas de burbujeante vino verde especiado; entre tanto, la guardia de la ciudad hacía frecuentes rondas montada en enormes lagartos enjaezados, y los mercaderes drows azotaban a sus animales de tiro —en su mayoría lagartos o babosas gigantes— mientras carreteaban sus productos al mercado. De vez en cuando, la oleada de actividad se rompía para dejar paso a un drow noble, por lo general del sexo femenino, que viajaba con todo lujo sobre una litera transportada por esclavos o un mágico disco flotante.
Unos pocos seres de otras razas también recorrían Narbondellyn. Eran esclavos que atendían las necesidades de los elfos oscuros. Criados goblins avanzaban tambaleantes tras sus señoras drows, con las compras apiladas en los brazos; y en una tienda, atado con cadenas y a instancias de tres drows bien armados, un herrero enano reparaba a regañadientes espléndidas armas y joyas para sus captores. Un par de minotauros actuaban de guardas domésticos en una mansión majestuosa, flanqueando la entrada y colocados cara a cara de modo que los largos cuernos curvos formaran una mortífera arcada. Una docena más o menos de kobolds —parientes de pequeño tamaño y con colas de rata de los goblins— acechaban en estrechos nichos de piedra, y sus ojos bulbosos escudriñaban las calles sin pausa. De vez en cuando, una de las criaturas salía al exterior para recoger un pedazo de cordel desechado o para limpiar tras el paso de una montura lagarto; pues era tarea de los kobolds mantener las calles de Narbondellyn limpias de basura y su dedicación a tal deber quedaba asegurada por un capataz ogro armado con un látigo y dagas.
Uno de estos kobolds, con la espalda surcada de marcas recientes del látigo del ogro, estaba muy atareado dando brillo a un banco que había cerca del final de la calle, y tan deseoso estaba el esclavo por evitar futuros castigos que no observó la silenciosa aparición de un disco flotante. Sobre el mágico transporte viajaba una mujer drow ataviada con espléndidas vestiduras y joyas, y tras ella marchaban en extraño silencio sesenta soldados drows, todos vestidos con refulgentes cotas de mallas y luciendo la insignia de una de las casas regentes de la ciudad. El látigo de cabeza de serpiente que la mujer llevaba en el cinturón proclamaba su condición de gran sacerdotisa de Lloth, y la altiva inclinación de su barbilla exigía reconocimiento y respeto instantáneos. La mayoría de las gentes de Narbondellyn le tributaron ambas cosas al momento, al tiempo que dejaban paso a su séquito, y los que estaban cerca señalaron su paso con una educada inclinación de cabeza o hincando la rodilla, según marcase su condición social.
Mientras la noble sacerdotisa se deslizaba calle abajo, deleitándose con la embriagadora mezcla de deferencia y envidia que le correspondía, su mirada se posó sobre el ensimismado kobold. En un instante su expresión pasó de la regia altivez a la cólera letal. El pequeño esclavo no le cerraba el paso, pero su inadvertencia mostraba una falta de respeto, y tal cosa no podía tolerarse.
La sacerdotisa se acercó más. Cuando la sombra de calor del disco flotante cayó sobre el esforzado kobold, el pequeño goblinoide profirió un gruñido enojado y alzó la mirada. Vio cómo la muerte se aproximaba y se quedó paralizado, como un ratón enfrentado a las garras de una rapaz.
Alzándose por encima del sentenciado ser, la mujer extrajo una delgada varita negra de su cinturón y empezó a salmodiar. Arañas diminutas rezumaron de la varita y corretearon en dirección a su presa, creciendo veloces mientras avanzaban hasta que cada una alcanzó el tamaño de una mano humana. Treparon por el cuerpo del kobold, que no tardó en quedar envuelto por una gruesa red parecida a una telaraña, y una vez hecho esto, se dispusieron a alimentarse. La telaraña cubría la boca del desdichado y apagaba sus alaridos de muerte, aunque la agonía del esclavo fue breve, pues las arañas gigantes chuparon los fluidos de su víctima en unos instantes, y en menos tiempo del que se tarda en contarlo, el kobold quedó reducido a un montón de harapos, huesos y piel correosa. A una seña de la sacerdotisa, los soldados reanudaron la marcha calle adelante, y sus silenciosas botas elfas acabaron de aplastar aún más a la desecada criatura.
Uno de los soldados pisó sin querer una araña que se había rezagado —oculta entre los jirones de tela— para sorber la última gota, y el atiborrado insecto reventó con una nauseabunda detonación, que salpicó a su asesino de pus y kobold líquido. Por desgracia para aquel soldado, a la sacerdotisa se le ocurrió mirar a su espalda justo en el instante en que la araña, una criatura sagrada para Lloth, perdía simultáneamente su comida y su vida. El rostro de la drow se crispó con expresión ultrajada.
—¡Sacrilegio! —bramó con una voz resonante de poder y magia; alargó un dedo en dirección al soldado culpable de tal afrenta y exigió—: ¡Administrad la ley de Lloth, ahora!
Sin perder el paso, los drows situados a ambos lados del soldado condenado desenvainaron dagas de largos filos, y atacaron con experta eficacia. Una hoja centelleó desde la derecha y destripó al desdichado drow; el ataque desde la izquierda lo degolló. En cuestión de segundos la lúgubre tarea finalizó, y los soldados siguieron su camino, dejando el cuerpo de su camarada sobre un creciente charco de sangre.
Únicamente un breve silencio marcó el fallecimiento del soldado drow. Una vez que quedó claro que el espectáculo había finalizado, los habitantes de Narbondellyn volvieron su atención a sus asuntos. Ni uno de los espectadores puso ninguna objeción a las ejecuciones, y la mayoría ni siquiera mostró la menor reacción ante ellas, a excepción de los esclavos kobold, que salieron corriendo con bayetas y cubetas para limpiar los despojos. Menzoberranzan era el baluarte del culto a Lloth, y allí las sacerdotisas reinaban por encima de todos.
De todos modos, el cortejo de la orgullosa mujer se mantuvo a respetuosa distancia de la negra mansión situada casi al final de la calle. En absoluto similar a las casas que conocían los habitantes de la superficie, aquella residencia estaba tallada en el corazón de una estalactita, una formación natural que colgaba del techo de la caverna a modo de enorme colmillo de color ébano. Nadie osaba tocar la piedra, pues sobre ella había esculpido un complicado entramado de símbolos que cambiaban constantemente y al azar. Cualquier parte del dibujo podía ser una runa mágica, lista para liberar su poder sobre los descuidados o los imprudentes.