Read La hija de la casa Baenre Online
Authors: Elaine Cunningham
El hechicero drow se levantó penosamente. Aunque percibía y se sentía ofendido por el extraño poder de aquel humano, su primer pensamiento —y su primer conjuro— debía dirigirse a las amenazas más inmediatas. Una extraña y desagradable criatura con aspecto de dragón descendía en picado, con las mandíbulas abiertas y las garras extendidas, en dirección a su banda de ladrones.
Nisstyre alzó una mano hacia el cielo. Una enorme bola de fuego salió disparada en dirección al monstruo volador, y las dos fuerzas letales chocaron en una explosión que hizo caer la nieve de los árboles y derribó de rodillas al gólem de hielo. La criatura draconiana cayó en barrena al suelo y se estrelló en medio de un estallido de oleosas llamas; luego, con un último y casi agradecido grito, el ser se desprendió de su antinatural vida.
Entre tanto, los tres luchadores drows saltaron sobre el gólem, desportillando y golpeando su helada carne, pero el monstruo los arrojó lejos de sí con la misma facilidad con que un perro se sacude el agua. Se alzó y sus ojos color hielo se posaron en Nisstyre. El gólem empezó a avanzar.
Antes de que el hechicero pudiera usar un conjuro de defensa, el humano saltó los últimos metros de su descenso y atravesó el claro a toda velocidad. Sin prestar atención a los drows que lo rodeaban, se precipitó directamente contra el gólem de hielo. Esquivó un golpe lateral del puño del tamaño de un garrote del ser y, sujetando la empuñadura de su espada con ambas manos, la echó hacia atrás para asestar un tremendo mazazo.
La gruesa hoja negra apareció zumbando y golpeó la cadera de la criatura con un violento retumbo. Por un momento dio la impresión de que el ataque había tenido tan poco efecto como el de los drows, pero enseguida unas ondulantes líneas recorrieron el cuerpo del gólem y descendieron por su pierna. La gigantesca extremidad se desmoronó en forma de fragmentos de hielo y la criatura se vino abajo.
El humano saltó sobre el caído adversario, y la negra espada se alzó y volvió a descender una y otra vez hasta dejar al gólem reducido a un montón de hielo centelleante. Conseguido esto, el humano poseído por la fiebre de la batalla se arrojó sobre el gnoll más próximo y, con un poderoso golpe, seccionó la cabeza de la poderosa criatura.
—Pero la espada carece de filo —masculló Nisstyre, y sus cobrizas cejas se fruncieron consternadas mientras escudriñaba a su inesperado aliado.
El hombre se había lanzado ya sobre un par de gnolls que empuñaban espadas. Uno de los hombres-perro consiguió atravesar la guardia del humano y le abrió una brecha en el muslo. El luchador no titubeó, ni siquiera parpadeó. El sudor corría por el rostro enrojecido del hombre y colgaba en forma de diminutos carámbanos de su mandíbula —aumentando en gran medida su temible aspecto— pero, aun así, cada mandoble era tan potente como el anterior; no se cansaba, no hacía concesiones al dolor. El humano resultaría un formidable adversario y la prudencia dictó a Nisstyre que se ocupara de él de inmediato. Pero, puesto que el hombre descargaba su apetito batallador únicamente sobre los gnolls, el hechicero drow decidió esperar el momento oportuno. No tenía sentido malgastar las vidas de sus propios guerreros, cuando aquel recién llegado parecía estar tan decidido a morir luchando.
Pronto, sólo quedaron dos de los hombres-perro, a los que los cinco drows supervivientes podrían superar con facilidad. La pelea no tardaría en finalizar, y también la utilidad del humano. Nisstyre empezó a echar un rápido vistazo a su repertorio de hechizos para eliminar humanos.
Entonces, como si percibiera que sus defensores no tardarían en ser vencidos, la misma cabaña tomó parte en la batalla.
Corriendo a toda velocidad por el calvero, la choza mágica empezó a perseguir a los drows. Los elfos oscuros eran veloces y ágiles, y podrían haber escapado fácilmente al interior del bosque; pero Nisstyre les advirtió que regresaran. Sus manos extendidas chisporroteaban llenas de magia letal mientras gritaba a sus hombres que se mantuvieran firmes y lucharan, bajo pena de muerte.
Como una gallina enloquecida, la cabaña fue tras los elfos oscuros por todo el claro, pateando y arañando, hasta que finalmente atrapó a uno bajo una enorme pata. Sus uñas arañaron a su presa una y otra vez, dejando largos surcos sanguinolentos cada vez.
El humano cargó y, antes de que Nisstyre pudiera reaccionar, el enajenado guerrero empezó a descargar mandobles contra las patas de ave de la construcción como si fuera un leñador derribando un árbol. Tras dos golpes, la cabaña empezó a tambalearse. Al tercero, una de las patas cedió, y la casa se bamboleó y cayó al suelo. Rodó varias veces y acabó deteniéndose sobre el techo de paja, para yacer patas arriba como si se tratara de un ave muerta con una sola pata. A continuación, ante el horror del hechicero drow, la cabaña se desvaneció ante sus ojos.
Siseando enfurecido, el drow se agachó y recogió un fragmento del gólem de hielo. Escupió las palabras de un conjuro sobre él y lo arrojó contra el guerrero humano, que al instante quedó encerrado de cuello para abajo en una inmovilizadora capa de hielo.
Nisstyre se aproximó despacio a su no deseado aliado.
—Quienquiera que seas, lo que quiera que seas, me has costado una fortuna en libros de conjuros y tesoros —rugió—. ¿Sabes cuánto tiempo he estado siguiendo los pasos de este tres veces maldito Mago Rojo?
Aunque hablaba en perfecto común, la muy utilizada lengua comercial de aquellos territorios, en el rostro del hombre aprisionado no apareció ni un destello de comprensión. La débil sonrisa del humano no se alteró un ápice y sus ojos azules prometieron muerte. El drow comprendió que el ataque mágico había añadido su nombre a la lista de enemigos de aquel extraño guerrero.
—¿Cómo es que luchas de este modo? —inquirió—. ¿Qué magia posees?
El otro no dijo nada, pero Nisstyre no esperaba ni necesitaba realmente una respuesta. Ya la conseguiría.
Arrojó una pizca de polvo amarillo al humano y, de inmediato, un tenue resplandor azulado surgió de un punto situado justo debajo de la clavícula. Los otros drows se habían apiñado a su alrededor para observar y con parte de su mente Nisstyre se dio cuenta de que su hechizo localizador de magia provocaba que todos ellos brillaran en una docena de lugares a medida que las armas mágicas ocultas hasta el momento eran puestas al descubierto. Observó también las miradas de evaluación y desconfianza que intercambiaban ante el veloz y sutil cambio en el equilibrio de poderes entre ellos. Más tarde, él mismo se ocuparía del asunto.
Señaló con el dedo la reluciente daga introducida en el cinturón del más fuerte de sus luchadores.
—Usa eso y atraviesa el hielo. Quiero ese amuleto intacto, pero rompe la cadena si es necesario.
El alto drow sacó su hechizada arma y empezó a desportillar el hielo que cubría el pecho del humano. En una ocasión la hoja resbaló y le produjo una herida; la sonrisa del prisionero siguió imperturbable. Por fin, el drow consiguió sacar el colgante con la daga y rompió la cadena de un violento tirón. A continuación entregó el objeto a Nisstyre, que negó con la cabeza.
—No. Cogedlo y regresad a la Antípoda Oscura. Lo estudiaremos más tarde. Os seguiré en un día o dos; por el momento quiero ver si consigo averiguar adonde, por los Nueve Infiernos, ha ido esa cabaña.
—¿Y el humano?
—Dejadlo —rugió el hechicero—. Que padezca el frío y la intemperie. Morirá demasiado pronto para mi gusto.
El drow lanzó otro hechizo más y un reluciente óvalo hizo su aparición en el calvero; a continuación dio unas cuantas instrucciones más a su capitán y luego desapareció solo en el bosque. Uno a uno, los ladrones drows se introdujeron en el portal, de camino a sus lejanas, y aún más peligrosas, tierras.
Cuando desapareció el último drow y ya no quedó nadie a quien combatir, la furia batalladora que se había apoderado de Fyodor desapareció y el joven se desplomó en su helada prisión, totalmente agotado. Jamás sentía el dolor, el frío o el cansancio de los músculos mientras duraba la batalla. Eso siempre venía después. Había visto a otros enloquecidos morir de agotamiento o por el efecto acumulado de incontables heridas no advertidas. Y aquéllos eran hombres que, a diferencia de él, podían controlar sus furias batalladoras y provocarlas a voluntad. Fyodor se consideraba muy afortunado por haber conseguido vivir diecinueve inviernos.
Sasha
, observó con pesar, no había sido tan afortunada. El fiero poni yacía enredado con el cuerpo de un gnoll contra el que había luchado con dientes y cascos, pero las numerosas y finas cuchilladas que marcaban su peludo cuerpo no provenían de la espada de un hombre-perro. Acero drow era lo que había asesinado a
Sasha
mientras se enfrentaba al gnoll, y por ningún otro motivo aparente que no fuera el placer que los elfos oscuros experimentaban al matar gratuitamente. Una helada y persistente cólera se apoderó del corazón del joven, aunque no era un residuo de la furia del enloquecido, sino la furia natural de un hombre que aborrecía la crueldad y que había sufrido la irracional muerte de una amiga.
Durante un buen rato, Fyodor no fue consciente de otra cosa que no fuera su cólera y su dolor. Luego se dio cuenta de que su prisión de hielo era más delgada. El terrible calor de su furia combativa había derretido gran parte del hielo y podía moverse un poco. La energía batalladora lo había abandonado, pero todavía le quedaba su fuerza natural, agudizada por sus siete años de aprendizaje con el armero del pueblo. Así pues, hinchó los músculos e hizo presión contra la helada prisión.
Transcurrieron unos instantes y nada sucedió, de modo que intentó balancearse a un lado y a otro. Finalmente, el hielo que envolvía sus pies cedió y él se desplomó como un árbol tallado, haciéndose añicos su prisión al golpear contra el suelo. Estaba mojado de pies a cabeza y con heridas producidas por los pedazos de hielo en una docena de sitios, pero por fin estaba libre.
Exhausto pero decidido, Fyodor se puso en pie y recogió sus armas del suelo. Puede que no fuera capaz de responder al hechicero drow mientras lo controlaba su furia batalladora, pero había comprendido cada una de sus palabras. El amuleto que necesitaba iba de camino hacia la Antípoda Oscura.
Avanzó tambaleante hacia la luz cada vez más tenue que marcaba la posición del mágico portal y, sin una vacilación, atravesó el umbral.
S
ólo un día», se dijo Liriel, ceñuda, mientras ataba sus provisiones en el interior de la larga embarcación en forma de tonel. La vida que conocía finalizaría justo al cabo de un día; pero hasta que terminara ese día, nadie —ni su padre, ni la matrona Triel, ni la misma Lloth— impediría que la muchacha disfrutara al máximo del tiempo que le quedaba.
La joven drow inspeccionó por última vez su bote. Era una nave curiosa, construida en fino y ligero metal y acolchada por dentro y por fuera con sacos llenos de aire. Los costados se curvaban hacia arriba, la parte frontal finalizaba en una punta redondeada y unos cabos controlaban la posición de dos cortas espadillas. A continuación Liriel comprobó su carga: los
pyrimos
, una provisión de mejillones de agua dulce cogidos en los bajíos del lago Donigarten y almejas traídas al Bazar desde algún mar lejano. Había también unos pocos objetos mágicos de escaso valor y un vestido de fiesta que había sido lo último en moda hacía dos temporadas.
Cuando todo estuvo preparado, Liriel tomó la soga guía y arrastró el bote a una pequeña y negra abertura en el rocoso suelo. El agua penetraba en el agujero desde una grieta en la pared y se oía el lejano torrente de agua desde algún punto en las profundidades. Dirigió la redondeada proa hacia la abertura y luego se arrojó boca abajo en el interior del bote.
La embarcación se inclinó y luego salió disparada túnel abajo, cayendo con rapidez y adquiriendo velocidad por momentos. Liriel sujetó las cuerdas guía y utilizó las espadillas para avanzar entre encontronazos por el sinuoso corredor. Un chorro de agua se elevaba por encima del bote con cada topetazo y las telarañas del bajo techo se enredaban en sus alborotados cabellos. El rugido del agua no tardó en tornarse ensordecedor en tanto que el caudal aumentaba en volumen y velocidad.
Luego, de improviso, el túnel desapareció. El agua fluía desde una docena de pasadizos similares e iba a converger en un río de aguas blancas de asombrosa velocidad y furia.
Liriel profirió una salvaje carcajada jubilosa que las ráfagas de aire y el ímpetu de las aguas se llevaron con ellas. A pocos de sus amigos les gustaba aquel deporte —proporcionaba pocas oportunidades para la intriga y sólo había simples supervivientes, no vencedores— pero Liriel adoraba cada uno de aquellos momentos que la dejaban empapada y llena de moratones. Viajar por las corrientes de agua requería reflejos rápidos y nervios de acero, y, para lo que ella tenía en mente, le harían falta ambas cosas.
Más allá, una gran estalagmita negra surgía de las aguas, una gruesa formación de roca negra que se elevaba para tocar el extremo descendente de una estalactita igualmente impresionante. Como si se tratara de una imagen reflejada, las dos lanzas de piedra marcaban el límite izquierdo del torrente de agua. Pocos de los que se habían aventurado más allá de aquella marca habían sobrevivido.
Liriel inició la cuenta atrás y en el último momento tiró con fuerza de la cuerda situada a la izquierda. La embarcación viró con fuerza y la avalancha de agua la hizo girar en redondo. Dos, tres veces giró el bote en forma de tonel antes de enderezarse. Liriel salió empapada hasta los huesos y jadeando de frío, pero enseguida colocó el remo derecho en posición y se preparó para la sacudida que se acercaba.
La embarcación chocó de costado contra la estalagmita y quedó inmovilizada allí por la fuerza de la corriente. La joven tiró de la cuerda del remo derecho con todas sus fuerzas y el bote se apartó despacio de la roca.
Ahora venía la parte más delicada. A veces necesitaba dos o tres intentonas antes de localizar el túnel secreto. Pero la suerte le acompañaba hoy y su bote fue arrastrado a la oculta contracorriente que se precipitaba hacia el segundo tobogán de piedra. La drow profirió un grito de júbilo y se sujetó con todas sus fuerzas.
Aquel túnel descendía en una pendiente casi vertical. Liriel cerró los ojos y se sujetó contra los costados de la embarcación con manos y pies, pues nada de lo que hiciera ahora alteraría su trayectoria. Luego, de repente, el túnel ya no estaba y la nave de la joven descendía en caída libre a través de una cascada de agua y bruma.