Read La hija de la casa Baenre Online
Authors: Elaine Cunningham
—¿Qué sucede? —preguntó Fyodor en voz baja.
—Esto es un libro de conjuros, un duplicado del que yo llevo. Es la obra del archimago Gomph Baenre. Mi padre.
La voz de la drow sonó fría y serena, pero a Fyodor no le pasó por alto la leve nota de desesperación.
—A lo mejor se lo robaron.
—Gomph es probablemente el hechicero más poderoso de una gran ciudad drow. La magia de un naga es una nadería en comparación. No, esta criatura sólo podía conseguir el libro de conjuros con el conocimiento y aquiescencia de Gomph.
—Es tu padre; quiere que regreses —razonó él.
—¡Quiere verme muerta! ¿Qué crees que eran el naga oscuro y los dos quaggoths: una embajada diplomática?
A Fyodor no se le ocurrió ninguna palabra de consuelo para tal traición, de modo que permaneció en silencio mientras la competente joven recogía los tesoros del naga. Liriel introdujo la daga en su cinturón de armas para reemplazar la espada que había perdido en la caverna, e introdujo cuchillos en los numerosos bolsillos y correas hábilmente ocultos por toda su persona. No pareció que le importara que Fyodor viera cómo y dónde iba armada.
El joven vio en aquella acción no tan sólo turbación mental, sino una cierta confianza, y lo dejó pasmado que esta muchacha, que acababa de aceptar una aplastante traición con estoica calma, pusiera su confianza en él. Fyodor había llegado a apreciar la intensa y entusiasta forma de plantearse la vida de la elfa oscura, pero sólo ahora vislumbraba el auténtico calibre de su animoso espíritu. Lo que había sido su vida entre los drows no podía ni imaginarlo; pero sospechaba que aquello en lo que podía convertirse podría dar forma a los relatos que los hijos de sus hijos pudieran contar algún día.
Liriel lo guardó todo, dejando el libro de conjuros para el final. Lo tomó, vaciló, luego se lo entregó a Fyodor.
—Esto es demasiado valioso para dejarlo, pero no soy capaz de llevarlo.
No había ni un deje de debilidad en su voz; era tranquila y realista. El rashemita le dio su aprobación y la admiró por ello. Tomó el libro y lo depositó en el fondo de su bolsa de viaje; luego, le tendió la mano a la drow.
Liriel vaciló, pero enseguida sus finos dedos se cerraron sobre los de él y permitió que la ayudara a levantarse. Tampoco retiró enseguida la mano. El uno al lado del otro, los dos camaradas se perdieron en la creciente oscuridad.
Transcurrió una hora, y luego otra antes de que Fyodor rompiera el silencio que pesaba como una losa entre ellos.
—¿Adonde te dirigías antes de que Nisstyre saliera en tu busca?
«A Ruathym», pensó Liriel, pero no estaba lista aún para divulgar su destino final, de modo que mencionó Aguas Profundas, y él asintió pensativo.
—Es un largo viaje. Debemos viajar de día si hemos de mantenernos por delante de los que te persiguen. Necesitaremos provisiones y caballos. Hay un poblado cerca, Puente del Troll, donde puedo adquirir ambas cosas.
—Pero ¿qué hay de tu propia búsqueda? —La joven drow lo contempló fijamente llena de confusión—. ¡Creía que querías enfrentarte a los ladrones de Nisstyre!
—Y eso haré. Primero me ocuparé de que llegues sana y salva a tu destino, mientras aún pueda hacerlo. ¿Hay gentes en Aguas Profundas en las que puedas confiar?
—Eso creo, pero y tu...
Fyodor apoyó un dedo sobre los labios de la joven para acallarla.
—No te preocupes por mí; arreglaré mis asuntos. A donde tú vayas, Nisstyre te seguirá. ¿No es eso?
—Sí, pero...
—¡Es suficiente! —Alzó las manos al cielo en fingida exasperación—. ¿No acordamos trabajar juntos?
Liriel se limitó a asentir. Sonaba tan fácil cuando él lo decía que su mente empezó a dar vueltas a las posibilidades de tal acuerdo. Si dos personas podían realmente combinar sus habilidades y energías, ¡cuánto más no podrían conseguir que siendo uno solo! Tal vez existía un modo...
No obstante, mientras se dirigían a toda prisa hacia el poblado, los recuerdos de su vida en Menzoberranzan no dejaban de regresar a su mente. A pesar de su frívola despreocupación por la vida clerical, la Senda de Lloth había sido grabada profundamente en su mente y corazón; había visto los sacrificios que la diosa requería, el brutalmente impuesto aislamiento que se exigía de aquellas que servían a la Señora del Caos. El poder del matriarcado drow tenía un precio y sólo las sacerdotisas de Lloth comprendían en toda su extensión la crueldad de la diosa.
Liriel no pudo evitar preguntarse qué pago se le exigiría por pensar en unir su camino con el de un varón humano. Peor, por pensar que su sueño podría crecer para dejar lugar a otro. Y lo que era aún más herético, por atreverse a soñar siquiera.
No, lo que Fyodor sugería no era tan fácil.
L
a drow y el rashemita caminaron toda la noche, y con las primeras luces divisaron los remotos campos que anunciaban la existencia de un pueblo agrícola. Se detuvieron en la ladera de una colina desde donde se contemplaba un lugar verde y oloroso que Fyodor llamó prado. Más allá, al otro lado de varios ondulantes altozanos más pequeños, Liriel vio un centelleo blanco y azul que sólo podía ser el río Dessarin. Los agudos ojos de la drow escudriñaron el paisaje y se fijaron en un lugar que se ajustaría a sus propósitos: un pequeño claro resguardado en una colina cubierta de árboles que daba al río.
—Debes permanecer aquí —advirtió Fyodor—. La gente de Puente del Troll han padecido mucho a manos de bandidos drows y no aceptarían de buen grado tu presencia.
Liriel aceptó sus palabras sin discutir.
—Me parece bien. Estoy demasiado cansada para dar otro paso.
La joven recalcó su afirmación con un gran bostezo y, a instancias de Fyodor, se introdujo con grandes dificultades entre las enredaderas que casi asfixiaban un tejo de ramas bajas. La protectora sombra la resguardaría del sol y su
piwafwi
le proporcionarían invisibilidad. Allí podría descansar con relativa seguridad.
Cuando el guerrero quedó convencido de que todo estaba bien, descendió con pasos rápidos la ladera en dirección a Puente del Troll. La luna nueva había pasado, y esperó que el miedo de los aldeanos a los elfos oscuros saqueadores se hubiera ido con ella. Sin embargo no pudo evitar sentirse inquieto por ir allí con unos cazadores drow pisándole los talones. Los asediados habitantes del lugar ya tenían bastantes problemas; Fyodor no deseaba llevarles también los suyos.
Oyó los sonidos del pueblo antes de que los muros de la empalizada aparecieran ante sus ojos: el chirrido de ruedas de carreta, el entremezclado zumbido de un montón de voces, alguna que otra nota procedente de las flautas e instrumentos de cuerda de músicos ambulantes. Fyodor apresuró el paso. Los comerciantes habían llegado por fin y con ellos la feria de primavera.
En un principio, Liriel sólo tenía la mejor de las intenciones. Es cierto que había elegido un lugar de huida en una lejana ladera y que había preparado un portal que podía transportar a una o dos personas allí, pero aquello era una precaución razonable, nada más. La joven tenía intención de permanecer en su escondrijo para recuperar horas de sueño. Cuando su natural curiosidad se impuso, se repitió la advertencia de Fyodor sobre el temor que los humanos sentían de los drows, y apartó de sí su deseo de contemplar una plaza de mercado humana con sus propios ojos. Y se atuvo a su resolución durante una buena media hora.
La joven se quitó su
piwafwi
y le dio la vuelta. La maravillosa capa reluciente poseía un forro de un indefinido tono oscuro que era un atuendo perfecto para mezclarse en una multitud. Se puso la prenda del revés y se subió la profunda capucha para proteger su rostro del sol; a continuación rebuscó en su bolsa de viaje hasta localizar un par de guantes con los que cubrir la oscura piel y atenuar la característica forma elfa de sus manos. Finalmente, la joven hechicera lanzó un sortilegio menor para dar a su rostro el aspecto de una humana. Sacó un diminuto espejo de bronce bruñido de su bolsa y contempló su nueva apariencia. Hizo una mueca, y a continuación prorrumpió en una carcajada.
Al oír aquel sonido, una bandada de pequeños pájaros marrones que anidaban entre las enredaderas emprendieron un sobresaltado vuelo. Liriel observó cómo se iban, luego abandonó su escondite y se encaminó colina abajo en dirección al lugar que Fyodor había llamado Puente del Troll.
Puente del Troll no era ni mucho menos la fortaleza lúgubre y asediada de la última visita de Fyodor. La caravana de mercaderes había traído no sólo mercancías y una oportunidad para comerciar, sino también noticias de las tierras situadas más allá y un espíritu más alegre que —aunque no llegaba al entusiasmo de un festival rashemita— agradó al joven guerrero agotado.
Fyodor observó que aquella caravana traía los acostumbrados parásitos: guardas armados para el viaje que buscaban un lugar donde beber y un poco de compañía; artesanos que ejercían oficios tan diversos como el de hojalatero o adivino; bardos ambulantes de todas clases, desde chismosos a malabaristas y músicos. Los aldeanos paseaban en masa ataviados con sus mejores prendas y exhibían sus cosechas de invierno y artesanía del modo más favorable.
El joven guerrero se ocupó de sus asuntos con toda la rapidez que pudo. No usó las monedas de platino que Liriel había cogido al naga, pues podrían atraer demasiada atención en un mercado de pueblo, y sus propias monedas de plata eran más apropiadas para las compras que tenía que hacer. Primero adquirió dos caballos: una yegua picaza y un caballo alazán, bestias veloces y resistentes las dos. Entregó al mozo del establo un puñado de monedas de cobre y le indicó que llevara los caballos fuera de los muros del pueblo y los sujetara con estacas en el extremo más oriental de los prados. El muchacho se sintió demasiado satisfecho con su inesperada fortuna para poner objeciones a tal petición; lo cierto era que el mismo Fyodor no estaba muy seguro de por qué la había hecho. Se sentía intranquilo, a pesar del espíritu de despreocupada alegría que dominaba el día; así que adquirió rápidamente unas cuantas cosas más: algunas prendas ya confeccionadas para reemplazar a sus muy remendadas ropas, una capa de mujer con una amplia capucha para proteger a la muchacha del sol, raciones secas de viaje, bramante para poner trampas, un pedazo de piel de venado curtida para reparar botas y vestidos, unos cuantos artículos diversos que resultarían necesarios en un largo viaje. Las necesidades del joven eran escasas y sus costumbres frugales, sin embargo no pudo resistirse a una última adquisición. Era un colgante, la última pieza que quedaba en la colección de un fabricante de joyas enano. Fyodor comprendió al instante por qué no habían vendido la joya, pero su mismo defecto la convertía en perfecta para Liriel, y marchó tras pagar alegremente el precio solicitado.
Aunque impaciente por regresar al escondite de la drow, Fyodor llevaba andando desde el amanecer sin detenerse para comer o descansar, y un camino igual de largo le aguardaba. Así pues, se encaminó a la taberna del pueblo para tomar una jarra y un bocado. Saida, la posadera, lo reconoció y gritó a una de las mozas que servían que le encontrara un asiento en el piso superior, y él se abrió paso por la atestada sala para ascender por la escalera. Habían llenado uno de los dormitorios con mesas, y Fyodor encontró un asiento vacío cerca de la ventana. A sus pies estaba la zona de la cocina, y más allá el mercado. Contempló la alegre escena distraídamente mientras devoraba su pan con queso.
De improviso se quedó helado, con la mano a mitad de camino de la boca. Apartó a un lado la comida y se inclinó más cerca de la ventana.
Allí, cerca del centro del terreno comunal, había una figura pequeña y delgada envuelta en una capa oscura. De silueta claramente femenina, la figura podría haber sido anciana o joven, morena o rubia, y sus prendas de abrigo no la distinguían de los demás, ya que muchos de los que tomaban parte en la feria iban vestidos de modo parecido, debido a que el viento soplaba desde el río aquel día, y el aire era vivificante y frío. Pero la figura atraía miradas de perplejidad, de todos modos. Su paso era demasiado ligero, sus movimientos demasiado gráciles y ondulantes.
En ese momento, la mujer se detuvo ante un puesto y alargó una mano enguantada para examinar las mercancías ofrecidas. Un mercenario de paso se acercó a su lado y le sujetó la muñeca extendida, luego se inclinó junto a ella y pronunció palabras que Fyodor no pudo oír, para a continuación indicar con un insinuante movimiento de cabeza en dirección a la taberna.
La cabeza de la mujer se alzó en un gesto imperioso que Fyodor conocía muy bien, y éste se puso en pie de un salto, con lo que empujó a una criada cargada de jarras de bebida. La muchacha respondió con un chillido de protesta que se convirtió en un sonoro grito cuando el joven pasó junto a ella y echó al suelo de una patada la ventana de cuarterones.
Debajo de él estaba el techo de la cocina de un solo piso; era muy empinado y finalizaba no muy lejos del suelo, de modo que se abrió paso a través de la ventana rota y se deslizó, con los pies por delante, por el tejado de toscas tejas.
Mientras descendía, Fyodor vio cómo el enamoradizo mercenario fruncía el entrecejo y arrastraba a la mujer hacia él. La oscura capucha cayó hacia atrás, y rizos de lustroso cabello blanco quedaron al descubierto, enmarcando un rostro que era más oscuro que la luna nueva.
En ese momento Fyodor alcanzó el suelo, derribando a dos fornidos comerciantes con él. Se liberó del enredo y se puso en pie de un salto, desenvainando la espada mientras lo hacía. Sin hacer caso de los comerciantes que chillaban y agitaban los puños en el aire, empezó a abrirse paso a base de frenéticos codazos por entre la muchedumbre hasta el lugar donde Liriel había quedado al descubierto.
Su avance era lento, pues empezaba a correr la voz por la multitud y con ella un pánico por completo desproporcionado a la menuda figura oscura que había aparecido entre ellos. Mucha gente dio media vuelta y huyó, pisoteando a los que eran más lentos y débiles en su huida de los muy temidos drows. Durante varios minutos, la aglomeración de aldeanos aterrados mantuvo inmovilizado a Fyodor.
Luego apareció otro cambio de actitud más desagradable. La zona que rodeaba a la muchacha no tardó en vaciarse, y las gentes del pueblo descubrieron que estaba sola. Toda una vida de odio y generaciones de injusticias recordadas fluyeron en dirección a la hembra drow, y como podencos aullando a un tigre de las nieves arrinconado, empezaron a acercarse. Los cuchillos centellearon bajo el sol de la tarde.