Read La hija de la casa Baenre Online
Authors: Elaine Cunningham
Fyodor alzó del suelo a un par de juglares boquiabiertos para apartarlos de su camino y se abalanzó al frente justo en el momento en que Liriel se desprendía de sus guantes y empezaba a gesticular con las manos para lanzar un hechizo. Algunos de sus atacantes también reconocieron los primeros ademanes de un conjuro y retrocedieron, y por un instante quedó un sendero despejado entre Fyodor y la drow. Sus ojos se encontraron con los suyos, observaron la presencia de la espada desenvainada y parpadearon indecisos. Entonces acuchilló el aire con una delicada mano negra, disipando la magia que había reunido, para a continuación cerrar los ojos y llevarse ambas manos a las sienes, como para aislarse de la enfurecida multitud.
Una esfera de impenetrable oscuridad la envolvió al instante, un globo de seis metros que cubrió gran parte del patio. La muchedumbre retrocedió ante la extraña visión, algunos chillando, la mayoría haciendo gestos para protegerse de la maldad drow.
—¡La pesadilla de un hombre es la oportunidad de otro! ¡Yo digo que vayamos por ella! —gritó una voz conocida.
Un hombre de oscura barba se abrió paso hasta el extremo interior de la multitud, apuntó una flecha a la esfera y la disparó contra el lugar donde había estado Liriel. Fyodor reconoció al cazador de recompensas y corrió hacia él.
Desde el otro extremo del globo de oscuridad se oyó el gemido de dolor de un hombre, y un grito de mujer.
—¡Lo ha matado! ¡La drow ha matado a mi Tyron!
Fyodor sujetó al cazador de recompensas por el brazo antes de que pudiera colocar una segunda flecha.
—¡Maldito estúpido! —tronó—. Tu flecha ha atravesado la oscuridad y ha ido a parar a la gente del otro lado.
El hombre bajó el arco, y contemplando la espada desenvainada del joven se acarició la barba pensativo.
—Tú otra vez, ¿eh? Dame una idea mejor, muchacho, y me ocuparé de que consigas una de las orejas de la moza.
La rabia, pura y totalmente suya, fluyó por todo el cuerpo del joven luchador, que echó hacia atrás la espada y golpeó al otro justo por encima del cinturón con la hoja plana de su arma. El cazador se dobló mientras el aire escapaba de él en un siseante jadeo, y Fyodor se colocó entre la negra esfera y la muchedumbre, sosteniendo la espada en actitud amenazadora ante él.
—¡Liriel! —chilló, sin apartar ni una vez los ojos de los sombríos aldeanos—. ¿Estás herida? ¿Estás ahí?
—Y ¿dónde si no? —exclamó ella, y su voz parecía provenir de algún punto situado por encima del suelo, cerca del extremo superior de la esfera de oscuridad—. Entra aquí, ¿quieres?
Tras dirigir una última mirada de advertencia a los reunidos, Fyodor penetró de espaldas en la esfera de magia drow.
Los colores de la puesta de sol se derramaban en las revueltas aguas del Dessarin cuando Fyodor regresó al campamento con sus caballos. Liriel se mostró fascinada por las extrañas bestias, tan diferentes de las monturas de la Antípoda Oscura, pero aquella noche otros asuntos ocupaban sus pensamientos. Fyodor se había mostrado extrañamente silencioso desde que abandonaron el portal de huida que los había conducido hasta el claro, y la drow daba por supuesto que estaba enojado con ella por ir al pueblo. Reconocía que ella se habría sentido furiosa, de haber sido al revés, pero nunca antes había admitido haberse equivocado, y descubrió que no resultaba fácil. Aguardó hasta que hubieron comido y hecho turnos para echar alguna cabezadita. Entonces lo intentó.
—Hoy nos he puesto en peligro a los dos.
—Nos has salvado a ambos —corrigió Fyodor—. Con tu magia, podrías haber huido del pueblo en cuanto te descubrieron. Te detuviste al verme.
Liriel abrió la boca para contestar, se dio cuenta de que no tenía nada que decir y la cerró. Sus acciones, ahora que las meditaba, parecían bastante extrañas.
—Bueno, ¿qué otra cosa podría haber hecho? Por lo que yo sabía, podrías haberte dejado llevar por un arranque de furia en medio de toda aquella gente.
—Habría agradecido un ataque de furia —repuso él con amargura—, pero no conseguí hacer que apareciera.
—Pero ¿lo intentaste? —inquirió ella, sin poder creer que él hubiera hecho tal cosa; el instinto de conservación era la primera ley de la sociedad drow, y lo que él había intentado hacer habría significado casi con toda certeza su muerte.
Fyodor se limitó a encogerse de hombros. Permanecieron sentados en silencio un buen rato, escuchando el creciente coro de ranas que cantaba en la orilla mientras observaban cómo la luna creciente se alzaba por encima de las colinas.
Un poco después, el muchacho sacó una bolsita de terciopelo de su faja y la entregó a la joven.
—Esto es una tontería que encontré en el mercado.
Curiosa, Liriel aflojó el cordón y dio la vuelta a la bolsa. Una fina cadena de oro cayó en su mano, y con ella una enorme gema que imitaba el brillante color dorado de sus ojos. Era una pieza exquisita, pues aunque la cadena era vieja, era de delicada manufactura elfa, y la piedra parecía haber sido tallada y pulida por un artesano enano. Y justo en el centro de la joya había una pequeña y perfecta araña negra. Liriel contuvo la respiración. Las gemas amarillas eran muy raras en Menzoberranzan; ¡era un adorno que cualquier sacerdotisa o matrona envidiaría!
—¿Cómo se consigue esta ilusión? —preguntó, haciendo girar la piedra a un lado y a otro.
—No es ninguna ilusión —respondió él—. La piedra es ámbar. Abunda en mi país... es bonita pero no muy cara.
—Pero ¿la araña?
—Es real, atrapada en la piedra debido a un accidente de la naturaleza. El ámbar fue en una ocasión savia, la sangre de los árboles. Al menos —añadió en voz baja— ésa es la respuesta que dan aquellos que piensan.
La muchacha reconoció el familiar tono ascendente en su voz y añadió las palabras que sabía iban a surgir:
—¿Y aquellos que sueñan?
—Se cuenta una historia en mi país sobre cierto guerrero —empezó Fyodor, tras permanecer en silencio unos instantes—. Después de que la furia lo abandonó, vagó, herido y confundido, penetrando más y más en el bosque de lo que debiera hacer cualquier hombre. Al cabo de un tiempo llegó a un lugar hechizado y fue a descansar bajo un enorme árbol. A lo lejos distinguió a una doncella de sombras y luz de luna, más hermosa de lo que jamás había contemplado ni despierto ni en sueños. Ahora bien, se dice en mi país que un hombre muere cuando su vida sobrepasa sus sueños, y así pues el guerrero dejó esta vida con la imagen de la doncella ante él, y el árbol ciego derramó lágrimas doradas. Si se trataba de pena o de envidia, ¿quién puede decirlo?
Por primera vez en su corta vida, Liriel no supo qué decir. Los acontecimientos del día, el regalo cuidadosamente meditado y el delicado tributo en el relato de Fyodor la habían conmovido y sumido en una profunda confusión. Por un momento deseó con todas sus fuerzas estar de vuelta en Menzoberranzan. Su ciudad natal, con todo su caos y sus conflictos, resultaba más fácil de comprender. Conocía las reglas del lugar y sabía seguirlas, pero no tenía ni idea de qué hacer con las emociones contrapuestas que le inspiraba aquel extraño mundo.
Pero Liriel no era persona dada a la introspección, de modo que hizo a un lado los incómodos nuevos pensamientos y se refugió en algo que comprendía.
La elfa oscura se puso en pie ágilmente. Su coraza, armas y ropas cayeron a su alrededor, y no tardó en encontrarse cubierta sólo por la luz de la luna, ante su compañero.
Los ojos de Fyodor se oscurecieron. ¡Por fin, se dijo ella con alivio, una expresión que conocía! El deseo ardía con la misma llama oscura, tanto si el varón en cuestión era humano o drow. Sin embargo, el joven no hizo ningún movimiento hacia ella; no desvió la mirada, pero parecía claramente indeciso sobre si aceptar o no lo que ella ofrecía.
Un instante de pánico amenazó con apoderarse de Liriel. La pasión era un territorio familiar y tranquilizador, una de las pocas salidas emocionales permitidas entre los drows. Si no era eso, se preguntó, entonces ¿qué? Sencillamente no conocía otro modo.
Entonces Fyodor extendió su mano, y con un grito que era una mezcla de triunfo y alivio ella fue hacia él.
La luna se alzó a lo más alto, bañando su campamento con una suave luz, pero ellos no advirtieron el paso del tiempo. El humano no conocía ninguno de los complicados juegos de los drows, y Liriel descubrió que no echaba en falta ninguno. Aquello era algo completamente distinto, a la vez estimulante y profundamente perturbador, pues había una honestidad entre ellos, una intimidad tan despiadada como la luz del sol, que quemaba su espíritu casi tan dolorosamente como el amanecer hería sus ojos. Era casi más de lo que podía soportar, pero no obstante le era imposible darle la espalda.
Liriel luchó por reponerse, por recuperar algún vestigio de control. Rodaron juntos, y ella se alzó sobre él y reclamó el control de la íntima danza; pero incluso entonces los intensos ojos azules de él la sujetaron en un abrazo que resultaba incómodamente íntimo. La drow cerró los ojos para refugiarse en la oscuridad.
Fyodor lo vio y no le hizo falta la Visión para reconocer el acendrado instinto de conservación del gesto. Había aceptado la oferta que Liriel le había hecho de sí misma como el regalo que era, aunque no comprendía lo que la entrega significaba para la muchacha drow; ni tampoco estaba seguro de qué lugar ocuparía aquella noche en su propia vida. Sin embargo, en el misterioso modo que tenía su gente de hacerlo, sabía sin comprenderlo que su destino estaba en cierto modo ligado al de la joven elfa oscura. La insensatez de aquella idea no le preocupó; Fyodor estaba muy acostumbrado a tomar la vida tal como venía.
Inexplicablemente, vino a su mente el recuerdo del cachorro de tigre de las nieves con el que había trabado amistad años atrás, sabiendo sin lugar a dudas que jamás podría ser domesticado. Lo había aceptado con la tranquila resignación que era la herencia de los rashemitas, y no criticó al felino por seguir sus inclinaciones ni deseó que el animal se comportara de modo diferente a como era. Pero no reprimió sus sentimientos entonces, y no lo hizo ahora. Aquellos que pensaban sabían que abrazar a una drow era una completa locura. Aquellos que soñaban comprendían que la alegría de la vida se componía de pequeños instantes.
Fyodor alzó una mano para acariciar la mejilla de la elfa oscura. Una leve sonrisa apareció en los labios de ésta y él la dibujó con suavidad con un dedo. Los ojos dorados de ella se abrieron, se concentraron en él y luego se endurecieron. Le apartó las manos y lo miró directamente al rostro y, por un momento, Fyodor creyó ver un atisbo de humedad tras el frío ámbar. Entonces Liriel cerró la mano con fuerza y la lanzó a la sien de su amante.
Una explosión de dolor estalló en la cabeza del joven, abrasando sus sentidos y eclipsando la luz de la luna, y cuando la luz y el dolor se desvanecieron, no encontró más que oscuridad.
Liriel se puso en pie y se pasó el dorso de la mano sobre los ojos, mientras se maldecía amargamente por bajar la guardia, por traicionar su educación drow. El precio —tal y como había esperado— había sido alto.
La muchacha dirigió una mirada a las ropas desparramadas por el suelo, pero no había tiempo para vestirse, ni siquiera tiempo para coger un arma. De modo que se limitó a permanecer allí, con la misma frialdad orgullosa de cualquier gran sacerdotisa de Lloth, mientras el primero de los cazadores elfos oscuros penetraba en el claro iluminado por la luz de la luna. No los temía. Al fin y al cabo, tenía su magia, y harían falta más que unos pocos luchadores drows para vencer a una hechicera de su talento.
Los cazadores drows —seis en total— formaron un cauteloso círculo alrededor del campamento. Liriel reconoció a los cuatro que había derribado con su veneno narcótico, así como al varón del pelo corto y el tatuaje del dragón en la mejilla. Echó una ojeada a su brazo y esbozó una leve sonrisa burlona, que se ensanchó cuando sus camaradas se colocaron a ambos lados de él y le impidieron por la fuerza que desenvainara la espada contra ella. Pero su sonrisa se desvaneció cuando un drow de cabellos cobrizos y ojos negros se abrió paso por entre los cazadores y penetró en el círculo. Otro hechicero inclinaba la balanza definitivamente a favor de los luchadores.
—Nisstyre —siseó—. ¿Has venido a ofrecerme más ayuda?
—Aquello que necesites, querida señora —respondió él, y le hizo una reverencia—. Pero primero, hay que eliminar distracciones innecesarias.
Se volvió hacia el apenas controlado Gorlist y señaló al humano.
—Lo has encontrado por fin. A ver si consigues matarlo mientras duerme. —Su tono era deliberadamente áspero, claramente destinado a dirigir la cólera del luchador lejos de la mujer.
—No necesitas molestarte —indicó ella con indiferencia, maravillándose ante la firmeza con que sonaba su voz—. Ya está muerto.
La mirada de Nisstyre recorrió la figura pálida e inmóvil de su némesis humano, luego dirigió una ojeada especulativa a Liriel.
—El Beso de la Araña, ¿eh? ¡Un extraño final para una cita a la luz de la luna! Oí que tenías gustos audaces, querida, pero esto excede todo lo que se cuenta. De todos modos, casi envidio al pobre desgraciado —concluyó galante—. Hay cosas por las que muy bien valdría la pena morir.
A Liriel no le gustó el destello en los ojos del comerciante, así que alzó la barbilla y se recordó que era una hija de la casa Baenre.
—En ese caso, te deseo una larga y saludable vida —dijo en el tono altivo que las hembras Baenre habían perfeccionado a base de siglos de indiscutido mando—. Si vienes buscando venganza contra el humano, llegas demasiado tarde. Está muerto. Dame las gracias por evitarte la molestia y sigue tu camino.
—En realidad, busco cierto objeto sin importancia —repuso él en voz baja—. Un amuleto en forma de daga.
Ella le respondió con un gesto despectivo y extendió los brazos de par en par, como invitando a la inspección.
—Como puedes ver, no lo tengo conmigo —indicó burlona.
—Es una lástima. Siempre encuentro que buscar información resulta de lo más divertido —contestó el hechicero.
Extendió una mano e hizo como si se ajustara sus numerosos anillos. Uno de ellos, un grueso aro de oro engastado con una centelleante gema negra, resultaba espeluznantemente familiar, y los ojos de Liriel se desorbitaron al reconocer el anillo de su antiguo tutor. El otro se dio cuenta de su expresión y sonrió.