Read La hija de la casa Baenre Online
Authors: Elaine Cunningham
La más alta se separó del grupo y se quedó quieta, sonriente, con las manos tendidas en señal de bienvenida en dirección al escondite de Liriel.
—Únete a nosotras, hermanita —le dijo en el idioma drow.
Sólo pronunció esas palabras y luego la elfa oscura dio media vuelta para reanudar su extática danza. Liriel, preparada para retirarse a toda prisa, se detuvo para considerar la invitación. Si la desconocida se hubiera acercado a ella con intención de conversar, la joven se habría mostrado más cautelosa; pero aquellas drows querían simplemente danzar. Tras un instante de reflexión, Liriel decidió unirse al festejo que se celebraba bajo la luz de la luna.
Se despojó rápidamente de su cota de malla y de sus armas. Bailar armado no sólo era un insulto en la sociedad drow, sino también un peligro. Un solitario cuchillo empuñado en medio de un grupo de drows que saltaban y giraban podía causar considerables estragos, y las armas se dejaban por ley y por costumbre más allá del círculo de una pista de baile. El baile era lo más parecido a una tregua honorable a lo que podían llegar los elfos oscuros y, por lo tanto, Liriel no temía a aquellas drows desconocidas tanto como podría haberlo hecho en circunstancias diferentes. Y aunque dejó atrás sus armas, se llevó su magia con ella. Así estaría más que segura.
Vestida sólo con sus polainas y su túnica, Liriel saltó al interior del círculo de canciones y luz de las llamas. Las otras drows se hicieron a un lado para dejarle sitio y ella se adaptó enseguida a los movimientos y pautas de la danza.
La luna se alzó despacio en el cielo, proyectando largas sombras de árboles al interior del claro iluminado por la hoguera. Por fin, la música finalizó y las elfas oscuras dieron por terminada la danza con un movimiento rotatorio. La mujer alta que había llamado a Liriel se adelantó e hincó una rodilla en el suelo, un gesto que en Menzoberranzan significaba rendición. Puesto que Liriel estaba sola y aquella mujer de aspecto poderoso estaba rodeada por una veintena de otras mujeres, la joven Baenre lo interpretó como una oferta de paz, y aceptó el gesto con el suyo propio: las dos manos extendidas, con las palmas hacia arriba, para mostrar que no llevaba armas.
—Soy Isolda Veladorn —se presentó la mujer, levantándose con una sonrisa—. Estas son mis amigas y compañeras sacerdotisas. Nuestra fogata es tuya, durante tanto tiempo como quieras compartirla. ¿De dónde, si puedo preguntarlo, vienes?
Era un comportamiento extraño para una sacerdotisa, pero Liriel prefirió no hacerlo notar.
—Yo soy Liriel de la casa Baenre, casa primera de Menzoberranzan —dijo.
Tal anuncio era recibido por lo general con una mezcla de temor y respeto, pero una extraña emoción —¿compasión, quizá?— cruzó el rostro oscuro de Isolda.
—Vienes de muy lejos —comentó—. ¿Quieres sentarte un rato con nosotras y compartir nuestra comida?
Liriel echó una ojeada en dirección a la fogata. Una de las elfas oscuras había cogido un arpa —un instrumento raro en la Antípoda Oscura— y la tocaba con suavidad. Las otras mujeres estaban repantigadas a su alrededor, riendo tranquilamente mientras se pasaban pedazos de carne asada. Aquellas drows mostraban una actitud tranquila y despreocupada que la joven encontró curiosa pero extrañamente atractiva.
—Me quedaré —aceptó, y luego añadió—: Desde luego, pagaré por la comida.
—Eso no es necesario —repuso Isolda, sacudiendo la cabeza—. En honor a nuestra diosa, compartimos lo que tenemos con los viajeros.
—Esa costumbre es nueva para mí —comentó Liriel, mientras seguía a la alta drow hasta el fuego—. Pero, claro está, acabo de empezar a asistir a la Academia.
Una de las otras mujeres, una versión más menuda y delgada de Isolda, alzó repentinamente la cabeza de su comida.
—¿No será Arach-Tinilith?
—¿La conoces? —inquirió la joven, asintiendo al tiempo que tomaba una brocheta de carne asada y champiñones.
Las drows intercambiaron miradas.
—Hemos oído relatos sobre Menzoberranzan —dijo una de ellas con cautela.
Liriel tuvo la impresión de que les habría gustado hacer más preguntas, pero Isolda lanzó una tranquila mirada alrededor del círculo para acallarlas.
—Gracias por unirte a nosotras en el ritual —indicó la mujer—. Tener a una extraña entre nosotros es una ofrenda especial a la diosa.
El miedo atenazó la garganta de la joven, que casi se atragantó con su primer bocado. La incredulidad vino a continuación, dando paso rápidamente al agravio; arrojó a un lado su comida y se incorporó de un salto.
—¡Puede que no sea de las vuestras, pero no osaréis ofrecer a una Baenre a Lloth! —rugió—. ¡El cuchillo ritual que alzaseis para matarme se volvería contra vosotras!
Todas se quedaron boquiabiertas; luego, ante el total asombro de Liriel, las mujeres de cabellos plateados se echaron a reír.
—Nosotras no adoramos a la reina de las arañas —explicó Isolda, levantándose y posando una mano sobre el hombro de la joven—. Nuestra diosa es Eilistraee, la Doncella Oscura, patrona de las canciones y la esgrima. ¡La danza a la que te uniste era un ritual de alabanza a ella!
Ahora le había llegado el turno a la muchacha de quedarse boquiabierta. En Menzoberranzan, los rituales por lo general implicaban algún tipo de sacrificio. Se salmodiaban oraciones a Lloth y se le entonaba algún que otro himno, pero el baile estaba estrictamente reservado a los acontecimientos sociales. La idea de que la danza pudiera considerarse un acto de culto resultaba por completo asombrosa, e incluso más escandaloso era el hecho de que algunos drows veneraran a otra diosa. Lo que llevó a Liriel a hacerse la más básica y terriblemente perturbadora de las preguntas. ¿Existía otra diosa a la que venerar?
Antes de que Isolda pudiera proseguir, el sonido de otro instrumento flotó hasta ellas procedente de más allá de las lejanas colinas. Era un instrumento de viento, con un profundo e insistente toque que no se parecía a nada que Liriel hubiera oído jamás. La drow se quedó inmóvil, escuchando.
—¿Qué es eso? —inquirió.
—El cuerno de caza de Eilistraee —respondió la alta sacerdotisa, y su voz sonó queda, en tanto que su rostro aparecía embelesado y atento.
Todas las drows escucharon con atención mientras el cuerno volvía a sonar, esta vez con un sencillo fragmento melódico.
Las elfas oscuras se pusieron en acción de repente. Se desprendieron de sus túnicas de gasa y se vistieron con pantalones y botas, túnicas y capas de grandes capuchas; a continuación se sujetaron armas: espadas tan bellamente forjadas y afiladas como cualquiera que Liriel hubiera visto en Menzoberranzan, arcos varias veces mayores en tamaño que las diminutas ballestas que los drows de la Antípoda Oscura usaban para sus dardos envenenados y flechas con puntas de plata tan largas como el brazo de Liriel. Una de las mujeres extinguió la fogata; otra hizo un bulto con los vestidos de baile que se habían quitado. Un brillo de impaciencia brillaba en todos los ojos mientras las drows se preparaban para la batalla.
Su excitación era contagiosa y la joven observaba con una mezcla de curiosidad y envidia. Aquellas extrañas drows se preparaban para alguna gran aventura, allí, a cielo abierto.
—¿Qué sucede? ¿Adonde vais?
—El cuerno de caza. Es la señal de que alguien de por aquí necesita nuestra ayuda —respondió Isolda, y se detuvo en el acto de sujetarse una aljaba de flechas para mirar a la joven drow—. Habrá una batalla. Si quieres unirte a nosotras, agradeceremos una espada más.
Liriel se sintió tentada por un instante. Se sentía intrigada por aquellas drows, tan distintas de las que conocía, y sentía la llamada de la caza. Sin embargo, ¿ir de caza con aquellas mujeres de cabellos plateados, a instancias de esa advenediza Eilistraee, no sería un insulto a Lloth? Y si la Reina Araña se volvía en su contra, fuera Baenre o no, no habría lugar para ella en Menzoberranzan.
Isolda leyó la respuesta de la joven en su vacilación y le dedicó una sonrisa comprensiva.
—Tal vez eso sea lo mejor. Todavía no comprendes lo que hacemos o a qué enemigo nos disponemos a combatir. Pero recuerda, un puesto legítimo te aguarda en las Tierras de Arriba. Puedes unirte a nosotras en cualquier momento que lo desees, para vivir bajo el sol y danzar a la luz de la luna.
Y a continuación las drows desaparecieron, fundiéndose en el bosque con el mismo sigilo que cualquier patrulla de la Antípoda Oscura.
Liriel permaneció sola durante un buen rato, aspirando grandes bocanadas del vivificante aire nocturno, al tiempo que dejaba que el viento acariciara su acalorada piel. Tal vez regresaría a aquel lugar, pero sólo para aprender y observar. Por muy fascinantes que pudieran ser aquellas extrañas sacerdotisas, Liriel no estaba dispuesta a renunciar a su diosa para unirse a ellas, ni tampoco podía instalarse en aquella remota caverna arbórea. Si alguna vez salía a la superficie para pasar un período de tiempo allí, lo haría para viajar muy lejos en alas de una grandiosa aventura.
Aquella idea le vino a la mente de un modo inopinado y le resultó tan atractiva como imposible, por lo que la desechó a toda prisa. Recogió sus cosas y se preparó para regresar a Menzoberranzan.
El viaje de vuelta a la Torre de los Hechizos Xorlarrin resultaría más complicado que el que la había llevado allí. Aquel conjuro, aunque sumamente poderoso, sólo funcionaba en un sentido, y para regresar le haría falta efectuar toda una serie de conjuros de portales. Los viajes mágicos era poco fiables en la Antípoda Oscura, pues zonas de fuerte radiación mágica —como la gruta donde tenía su guarida Zz'Pzora— podían distorsionar los hechizos y arrojar al viajero fuera de su ruta.
Liriel abrió su libro de conjuros en busca del primero de ellos. Aquél, le dijo Kharza, situaba un portal en algún punto de la serie de amplias cavernas que estaban cerca de la garganta del Dragón Muerto, a unos seis o siete días de viaje de Menzoberranzan y muy cerca de un laberinto de cuevas que se hallaba cerca de la superficie. Era un sitio de fácil acceso mediante aquel tipo de viaje, pues disponía de mucho espacio libre y nada de radiación mágica. Desde allí podría encontrar el emplazamiento de la segunda puerta, que la conduciría al perímetro de la ciudad. El último conjuro era más difícil y el portal poseía un secreto para atrapar al hechicero que viajara a la Torre de los Hechizos Xorlarrin sin la bendición de Kharza-kzad.
La joven pronunció rápidamente las palabras del conjuro y la oscuridad la envolvió como un acogedor abrazo. Liriel paseó la mirada por la Antípoda Oscura, por la agradable familiaridad de los túneles y las cavernas. Para bien o para mal, estaba en casa.
Se oyó un sobrenatural chillido agudo, que retumbó en los muros de una caverna de buen tamaño situada en algún punto por delante de ella. Otras voces se unieron a ésta en un coro de excitados y temblorosos gritos ululantes y chillidos. A su espalda, Liriel oyó una llamada de respuesta. Giró en redondo, con la mano en la empuñadura de su espada corta, al tiempo que dos estrechas rendijas de brillante luz se abalanzaban sobre ella; el característico color violeta —el color de refulgentes amatistas— sólo podía significar una cosa: un dragazhar.
Liriel se arrojó cuan larga era al suelo y rodó a un lado. Una enorme figura pasó volando sobre ella, tan cerca que sintió la ráfaga de aire que provocaba. Sus ojos, ajustados aún a las brillantes luces del cielo de medianoche, regresaron apresuradamente al espectro infrarrojo. El dragazhar, o cazador de la noche, pasó junto a ella agitando las aterciopeladas alas negras parecidas a las de un gigantesco murciélago. La criatura tenía la larga cabeza afilada de una rata, una cola con aspecto de látigo terminada en una afilada púa triangular y largas orejas curvadas que recordaban los cuernos de un dragón. Con una envergadura de unos dos metros, el cazador de la noche era uno de los murciélagos más peligrosos de la Antípoda Oscura. La joven se agazapó, sacó varios cuchillos arrojadizos de sus escondites y aguardó a que la criatura volviera a pasar.
El esperado ataque no llegó, pero los sonidos de una batalla —repetidos golpes sordos y los gritos de los revoloteantes murciélagos— surgieron de la cueva que tenía delante. Diez dragazhar, se dijo a juzgar por el resonar de los gritos, toda una partida de caza. Casi nunca atacaban nada excepto animales pequeños, pero fuera lo que fuese lo que estaban atacando esta vez se defendía bien.
Y si había algo con lo que Liriel disfrutaba era con una buena pelea; de modo que con las armas a mano, la drow avanzó lentamente por el túnel.
Una débil luz la recibió cuando dobló una curva cerrada, la pálida luminosidad violeta proyectada por ciertos hongos luminiscentes. La luz fue aumentando con cada paso que daba, hasta que el túnel resultó casi tan brillante como el cielo nocturno que había dejado atrás. También aumentaron en intensidad los sonidos de la batalla, y los potentes chasquidos de un arma que no veía provocaban chillidos de rabia y dolor en los gigantescos pájaros.
Seguro que valía la pena contemplar aquello, se dijo alegremente la joven mientras resbalaba por una pendiente curva.
La caverna apareció ante ella. Gruesas lanzas negras de roca surgían del suelo y del techo de la cueva, para unirse en ciertos puntos como los colmillos de una bestia. Varios dragazhar giraban y se lanzaban en picado, corriendo entre las estalactitas con asombrosa agilidad. Ni una sola de las criaturas había salido indemne del combate; la mayoría estaban señaladas con largas y ensangrentadas cuchilladas, una había perdido la cola y otra aleteaba impotente en el suelo de la cueva, con el ala rota colgando inerte. Sin embargo, el adversario de los dragazhar no estaba a la vista.
La muchacha se agachó tras una formación rocosa y se alejó un poco para echar una ojeada. Lo que vio fue más sorprendente que nada de lo que aquella noche le había mostrado.
Lo que estaba acabando con los cazadores de la noche era simplemente eso y nada más: un varón humano.
L
iriel había vislumbrado algún que otro humano en el mercado. Algunos de los mercaderes humanos más tenebrosos y desesperados se aventuraban en la Antípoda Oscura pero, como la mayoría de los elfos oscuros, ella despreciaba a aquellos comerciantes a los que consideraba chusma y no tenía tratos con ellos. Nunca antes había estado tan cerca de un humano. Curiosa, se arrastró más cerca.