—Cuando vuelva la luz, deberás sentarte en ella sólo una vez más —le indicó Polgara—. Dale ese tiempo a la herida para que acabe de curarse.
La loba suspiró y apoyó el hocico sobre sus patas.
Trajeron agua de un manantial cercano y Polgara preparó la cena. Después de comer, Belgarath se incorporó.
—Vayamos a echar un vistazo —le dijo a Garion—. Quiero saber qué peligros nos acechan.
Garion asintió y se puso de pie. Los dos salieron de la cueva con la comida de Seda. El pequeño drasniano se había ofrecido a hacer guardia, según creía Garion, con excesivo entusiasmo.
—¿Adónde vais? —les preguntó mientras se sentaba a comer sobre una roca.
—A echar un vistazo —respondió Belgarath.
—Buena idea. ¿Queréis que os acompañe?
—No. Quédate aquí y mantén los ojos muy abiertos. Si alguien sube al cerro, advierte a los demás.
Luego el anciano condujo a Garion a unos cien metros de la cima y los dos se transformaron en lobos. Garion había cambiado tantas veces de forma en los últimos dos meses, que la distinción entre ambas se había vuelto confusa, y en más de una ocasión se había sorprendido a sí mismo hablando el lenguaje de los lobos cuando tenía su forma humana. Mientras corría junto al enorme lobo gris, reflexionaba sobre aquella pérdida de identidad.
De repente, Belgarath se detuvo.
—Concéntrate en lo que estamos haciendo —le dijo—. Si estás distraído, tus oídos y tu olfato no nos servirán de nada.
—Sí venerable jefe de jauría —respondió Garion abochornado.
Los lobos rara vez necesitan una regañina, y cuando la reciben se sienten muy avergonzados.
Se detuvieron al llegar al precipicio que se abría al otro lado del cerro. Las ondulantes colinas permanecían en penumbras. Era evidente que el ejército de Urvon tenía órdenes de no encender fuego. Sin embargo, multitud de luces parpadeaban en la llanura como pequeñas estrellas naranjas.
—Zandramas tiene un ejército enorme —le dijo Garion a su abuelo con el pensamiento.
—Sí —asintió el anciano—. La batalla de mañana podría prolongarse bastante. Hasta los demonios de Nahaz necesitarán tiempo para matar a tanta gente.
—Cuanto más tiempo, mejor. Por mí pueden tomarse toda la semana. Para entonces ya estaremos a mitad de camino de Kell.
—Subamos el cerro para echar un vistazo —dijo Belgarath mirando alrededor.
—De acuerdo.
Pese a la advertencia de Beldin de que podría haber centinelas de los dos ejércitos en aquellas colinas, Garion y Belgarath no encontraron ninguno.
—Es probable que hayan regresado a informar a sus jefes —le dijo Belgarath con el pensamiento a su nieto— pero saldrán otra vez al amanecer. Ahora volvamos a la cueva a dormir un poco.
Al día siguiente se levantaron temprano, mucho antes del alba, y desayunaron en medio de un deprimente silencio. Aunque los dos ejércitos que se enfrentarían aquella mañana eran sus enemigos, ninguno de ellos disfrutaba con la perspectiva de un derramamiento de sangre. Después de desayunar, sacaron fuera las alforjas, las monturas y por último los caballos.
—Esta mañana estás muy callado, Garion —dijo Zakath mientras ensillaban los animales.
—Me preguntaba si habría alguna forma de impedir esa batalla.
—No creo —respondió Zakath—. Ya han ocupado sus posiciones y es demasiado tarde para volver atrás. Los darshivanos avanzarán y el ejército de Urvon les preparará una emboscada. He organizado suficientes batallas para saber que al llegar a cierto punto el enfrentamiento se vuelve inevitable.
—¿Como en Thull Mardu?
—Lo de Thull Mardu fue un disparate —admitió Zakath—. Debería haber esquivado el ejército de Ce'Nedra en lugar de abrirme paso entre sus filas. Los grolims me convencieron de que podían mantener la nube de niebla en su sitio durante todo el día. No debería haberles creído, como tampoco debería haber subestimado a los arqueros asturios. ¿Cómo diablos pueden arrojar flechas con tanta rapidez?
—Hay un truco para conseguirlo. Lelldorin me enseñó a hacerlo.
—¿Lelldorin?
—Un amigo asturio.
—Se dice que los arendianos son unos estúpidos rematados.
—No son demasiado brillantes —admitió Garion—. Tal vez por eso sean tan buenos soldados. Carecen de la imaginación necesaria para tener miedo. —El joven sonrió en la oscuridad—. Mandorallen no puede concebir la posibilidad de perder una batalla. Sería capaz de enfrentarse a tu ejército... él solo.
—¿El barón de Vo Mandor? Conozco su reputación —dijo Zakath con una risita irónica—. ¿Sabes? Es probable que venciera.
—No se lo digas. Ya tiene suficientes problemas —suspiró Garion—. Sin embargo, me gustaría que estuviera aquí, junto con Barak, Hettar e incluso Relg.
—¿Relg?
—Es un místico ulgo. Puede atravesar la roca con su cuerpo. —Zakath lo miró asombrado—. No sé cómo lo hace, pero una vez lo vi empotrar a un grolim en una roca. Luego lo dejó allí, asomando sólo las manos.
Zakath se estremeció.
Poco después, montaron sus caballos y avanzaron despacio por la cañada, seguidos por el traqueteante carruaje de Ce'Nedra. El cielo se iba aclarando poco a poco y Garion notó que se acercaban al punto desde el cual podría observarse la inminente batalla.
—Belgarath —dijo Zakath en voz baja—, ¿me permites una sugerencia?
—Siempre escucho las sugerencias.
—Este es el único sitio desde el cual podremos ver lo que ocurre abajo. ¿No sería conveniente detenernos y asegurarnos de que los dos ejércitos se han enfrentado antes de seguir adelante? Si los darshivanos logran evitar la emboscada de Urvon, nos perseguirán a pocos kilómetros de distancia y tendremos que correr mucho para que no nos alcancen.
—Es probable que tengas razón —admitió Belgarath después de reflexionar un momento—, la información nunca está de más. De acuerdo —dijo tirando de las riendas—. Nos detendremos aquí y seguiremos a pie. Podremos vigilarlos desde el borde del abismo sin que nos vean —añadió mientras desmontaba.
—Las mujeres esperaremos aquí —dijo Polgara—. Ya hemos sido testigos de otras batallas y no creo que necesitemos contemplar ninguna más. —Se volvió hacia Eriond—. Tú te quedas con nosotras.
—Sí, Polgara.
Los demás caminaron agachados y se ocultaron detrás de unas rocas, al borde del precipicio. La sombría capa de nubes que cubría Darshiva bañaba la desolada y marchita llanura con una melancólica luz crepuscular. Garion avistó unas minúsculas figuras en la llanura que parecían avanzar a rastras.
—Creo que he descubierto un fallo en mi excelente plan —señaló Zakath con ironía—. Están demasiado lejos para observar los detalles.
—Yo me ocuparé de eso —gruñó Beldin—. Los halcones tienen una agudeza visual diez veces superior a la del hombre. Puedo sobrevolarlos a trescientos metros de altura y observar todos sus movimientos.
—¿Estás seguro de que ya se te han secado las plumas?
—Para eso dormí cerca del fuego.
—De acuerdo. Mantente en contacto.
—Por supuesto.
El siniestro hombrecillo se agachó y los contornos de su figura se desdibujaron. El halcón subió a una roca con un ágil salto y sus feroces ojos contemplaron la llanura. Luego desplegó las alas y descendió en picado.
—Vosotros tomáis estas cosas con mucha naturalidad —observó Zakath.
—Es que ya estamos acostumbrados —respondió Seda rascándose la cabeza— La primera vez que lo vi, se me pusieron todos los pelos de punta, y eso que no me asombro con facilidad.
—El ejército de Urvon se oculta detrás de los cerros, a ambos lados del barranco —dijo Belgarath repitiendo el mensaje del halcón— y los elefantes se dirigen hacia el barranco.
Zakath se asomó al precipicio y miró hacia abajo.
—¡Cuidado! —dijo Garion cogiéndolo de un brazo.
—Tienes razón, el suelo está muy lejos —asintió Zakath—. Ahora entiendo por qué los darshivanos se dirigen a ese barranco. Al pie de este cerro se separan dos caminos y uno de ellos se dirige al norte. Es probable que conduzca a la ruta de las caravanas. —Reflexionó un instante—. Es una buena táctica. Si Nahaz no hubiera forzado tanto a sus tropas, los darshivanos habrían llegado primero a la ruta de las caravanas y podrían haber preparado su propia emboscada —añadió mientras se alejaba del borde del abismo—. Por eso odio operar en terrenos accidentados. En Cthol Murgos recibí varias sorpresas desagradables.
—Los elefantes comienzan a formar una columna —informó Belgarath—. Y el resto de los darshivanos los siguen en línea.
—¿No han enviado exploradores? —preguntó Zakath.
—Sí, pero casi todos se han limitado a registrar el barranco y los sabuesos se han ocupado de los pocos que subieron a los cerros.
Aguardaron mientras Beldin volaba en círculos sobre los dos ejércitos.
—Ya están perdidos —informó Belgarath con tristeza—. Los elefantes comienzan a entrar al barranco.
—Esos animales me dan pena —dijo Durnik—, pues ellos no han elegido venir aquí. Espero que no los ataquen con fuego.
—Es lo más probable, Durnik —afirmó Zakath—. Los elefantes sólo le temen al fuego y así saldrán en estampida del barranco.
—Arroyando a los darshivanos —añadió Seda con un deje de disgusto—. No hay duda de que hoy Nahaz obtendrá su dosis de sangre.
—¿Tenemos que contemplar esto? —preguntó Durnik.
—Debemos esperar a que comience la batalla —respondió Belgarath.
—Creo que esperaré junto a Pol —dijo el herrero y descendió por la ladera del cerro seguido por Toth.
—Es un hombre muy sensible, ¿verdad?
—Casi siempre —respondió Garion—. Sin embargo, cuando es necesario, siempre hace lo que debe hacer.
—¿Recuerdas la vez que persiguió a un murgo hasta un pantano de arenas movedizas y luego se quedó mirando cómo se hundía? —dijo Seda estremeciéndose.
—Ya no falta mucho —señaló Belgarath con voz tensa—. El último elefante acaba de entrar al barranco.
Aguardaron. Por alguna razón, Garion sentía frío. Entonces, a pesar de que estaban a más de cinco kilómetros del barranco, oyeron un ruido ensordecedor: los hombres de Urvon arrojaban enormes rocas a los elefantes. Apenas alcanzaban a oír los lejanos gemidos de dolor de las bestias. Muy pronto los brutales karands comenzaron a arrojar arbustos encendidos a los indefensos animales y el barranco se llenó de humo y llamas.
—Creo que ya he visto bastante —dijo Sadi mientras se incorporaba y se alejaba del abismo.
Los elefantes supervivientes, que a la distancia parecían hormigas, giraron e intentaron escapar del barranco. En su huida, las enormes bestias arrollaron a los soldados darshivanos y multitud de gritos humanos se unieron a sus berridos de dolor.
Beldin regresó y se posó sobre la roca desde donde había alzado vuelo.
—¿Qué es eso? —exclamó Seda—. Allí, en la boca del barranco.
Algo terrible estaba sucediendo en un extremo de la llanura. El aire turbio se había llenado de un misterioso resplandor, con parpadeantes luces multicolores y súbitas llamaradas. De repente, el resplandor se convirtió en un ser digno de la peor pesadilla.
—¡Por Belar! —maldijo Seda—. ¡Es más grande que un granero!
Era una criatura horrorosa con una docena de brazos semejantes a serpientes que se retorcían y azotaban el aire como látigos. Tenía tres ojos llameantes y un enorme hocico lleno de grandes colmillos. El monstruo se alzaba sobre los elefantes y los apartaba desdeñosamente con sus enormes patas acabadas en garras. Luego, comenzó a ascender hacia el barranco con enormes zancadas, sin prestar atención a las rocas que caían sobre sus hombros como si fueran simples copos de nieve.
—¿Qué es eso? —preguntó Zakath con voz temblorosa.
—Es Mordja —respondió Belgarath—. Lo conocí en la tierra de los morinds... y es difícil olvidar una cara como ésa.
El demonio extendía sus numerosos brazos, cogía compañías enteras con sus garras y las arrojaba con fuerza descomunal sobre las rocas circundantes.
—Creo que el curso de la batalla ha dado un giro —fue la observación de Seda—. ¿Qué os parece si nos marchamos ahora mismo?
Mordja alzó su enorme hocico y gritó algo en una lengua horrible e incomprensible para los humanos.
—¡Quédate donde estás! —le ordenó Belgarath a Seda cogiéndolo de un brazo—. La función aún no ha terminado. Mordja acaba de pronunciar un desafío y no creo que Nahaz se atreva a rechazarlo.
De repente, un segundo resplandor se encendió en el aire, en el extremo opuesto del barranco, y apareció otra figura descomunal. Garion se alegraba de no poder ver su cara, pero notó que sus enormes hombros acababan también en numerosos brazos serpenteantes.
—¿Os atrevéis a enfrentaros a mí, Mordja? —rugió una voz ensordecedora que hizo vibrar las montañas cercanas.
—No os temo, Nahaz —respondió Mordja con otro rugido—. Nuestra enemistad se ha prolongado durante mil años. Dejemos que acabe aquí. Avisaré de vuestra muerte al rey de los infiernos y le llevaré vuestra cabeza como prueba.
—Mi cabeza es vuestra — dijo Nahaz con una risa .aterradora—. Venid a cogerla..., si podéis.
—¿Y entregaréis la piedra del poder al discípulo loco del dios mutilado? —dijo Mordja con una sonrisa despectiva.
—Me temo que vuestra estancia en la tierra de los morinds ha afectado vuestro cerebro. La piedra del poder será mía y yo gobernaré a estas hormigas que se arrastran por la faz del mundo. Las engordaré como si fueran ganado y las devoraré cuando sienta hambre.
—¿Cómo os ingeniaréis para devorarlas cuando no tengáis cabeza, Nahaz? Yo seré quien gobierne a estas criaturas y me alimente con ellas, pues la piedra del poder acabará en mis manos.
—Eso está por verse, Mordja. Venid, enfrentémonos por la piedra que ambos queremos.
De repente, Nahaz se giró y sus maléficos ojos se posaron en el cerro donde se ocultaban Garion y sus amigos. Un zumbido volcánico escapó de los labios deformes del demonio.
—¡El Niño de la Luz! —rugió—. Alabado sea el nombre del rey de los infiernos, que lo ha traído hasta mí. Lo destrozaré y me apoderaré de su piedra. Estáis condenado, Mordja. Esa piedra en mis manos será vuestra perdición.
Con increíble rapidez, Nahaz comenzó a subir sobre las rocas desmoronadas del cerro y extendió sus doce brazos hacia la pared perpendicular del precipicio. Sus enormes hombros subían y bajaban con la escalada.
—¡Está subiendo por las rocas! —exclamó Seda con voz ahogada—. ¡Marchémonos de aquí!