—Tienes razón —afirmó Beldin.
—Si el Sardion está escondido en algún lugar de Melcena, todo este asunto podría llegar a su fin antes de que acabe la semana.
—Es demasiado pronto —dijo Polgara con firmeza.
—¿Demasiado pronto? —exclamó Ce'Nedra—. Polgara, ya hace más de un año que se llevaron a mi hijo. ¿Cómo puedes decir que es demasiado pronto?
—No tiene nada que ver con eso —repuso la hechicera—. Tú has esperado un año para recuperar a tu hijo, yo tuve que aguardar a Garion durante más de mil. El destino y los dioses no se guían por nuestro concepto del tiempo. Cyradis dijo en Ashaba que aún faltaban nueve meses para el encuentro final y aún no han transcurrido.
—Podría haberse equivocado —objetó Ce'Nedra.
—Quizá... pero sólo por un segundo más o uno menos.
A la mañana siguiente, el puerto amaneció envuelto en niebla, una de aquellas densas neblinas otoñales que parece presagiar lluvias inminentes. Mientras cargaban los caballos, Garion alzó la vista y notó que era imposible distinguir los extremos de los mástiles del barco. Seda hablaba en la cubierta con el capitán.
—La niebla se disipará en cuanto nos adentremos en el mar, Alteza —decía el capitán cuando Garion se acercó—. En el trayecto entre la costa y Melcena, suele soplar una brisa constante.
—Bien —dijo Seda—, no me gustaría que chocáramos con algo. ¿Cuánto tiempo tardaremos en llegar a Melcena?
—Casi todo el día, Alteza —respondió el capitán—. Estamos a una distancia considerable, pero el viento sopla a nuestro favor. Sin embargo, el viaje de regreso dura varios días.
—Acabaremos de cargar muy pronto —dijo Seda.
—Zarparemos en cuanto estéis preparados, Alteza.
Seda asintió con un gesto y se unió a Garion junto a la barandilla.
—¿Te encuentras mejor? —le preguntó.
—¿Por qué lo preguntas?
—Esta mañana te levantaste de muy mal humor.
—Lo siento. Tengo demasiadas cosas en la cabeza.
—Habla de ellas —sugirió Seda—. Las preocupaciones se vuelven menos graves cuando uno las comparte con alguien.
—Nos acercamos al final —dijo Garion—. Incluso si el encuentro no se lleva a cabo en las islas, faltan pocos meses.
—Me alegro. Ya estoy cansado de vivir sólo con lo que llevo en la alforja.
—Pero aún no sabemos qué sucederá.
—Por supuesto que sí. Te encontrarás con Zandramas, la partirás por la mitad, con tu enorme cuchillo y llevarás a tu esposa y a tu hijo a Riva, que es donde debieron estar todo el tiempo.
—No podemos saberlo con seguridad, Seda.
—Tampoco sabíamos si ibas a ganar el duelo con Torak, pero lo hiciste. Alguien que ha luchado con un dios no debería temer a una simple hechicera.
—¿Cómo sabes que es sólo una simple hechicera?
—No es uno de los discípulos, ¿verdad? ¿O debería decir discípulas?
—No tengo idea —respondió Garion con una ligera sonrisa, pero enseguida se puso serio otra vez—. Creo que Zandramas está más allá de esas cuestiones. Es la Niña de las Tinieblas, y eso la convierte en alguien mucho más peligroso que un simple discípulo. —Garion dio un puñetazo sobre la barandilla—. Ojalá supiera qué debo hacer. Cuando perseguía a Torak lo sabía, pero ahora no estoy seguro.
—Estoy convencido de que recibirás instrucciones cuando llegue el momento.
—Pero, si lo supiera ahora, podría prepararme.
—Tengo la sensación de que es imposible prepararse para algo así, Garion. —El hombrecillo contempló la basura que flotaba en el agua, al otro lado de la borda—. ¿Anoche seguiste el rastro hasta el puerto? —preguntó.
—Sí —asintió Garion—. Seguí los dos rastros. Tanto Zandramas como el Sardion partieron de aquí. Podemos estar bastante seguros de que Zandramas se dirige a Melcena, pero sólo los dioses saben dónde está el Sardion.
—Tal vez no lo sepan ni siquiera ellos.
Una gran gota de agua descendió desde el cordaje perdido en la niebla y cayó sobre el hombro de Seda.
—¿Por qué siempre me toca a mí?
—¿Qué?
—Cada vez que algo baja del cielo, cae sobre mí.
—Quizás alguien intente decirte algo —sonrió Garion.
Toth y Durnik subieron el último caballo por el portalón y luego lo condujeron hacia la bodega.
—Ya estamos listos, capitán —gritó Seda—. Podemos zarpar cuando quieras.
—Sí, Alteza —respondió el capitán y luego alzó la voz para dar las órdenes pertinentes.
—Quiero preguntarte algo —le dijo Garion a Seda—: hasta ahora, siempre habías actuado como si te avergonzaras de tu título; sin embargo desde que llegamos a Mallorea parece que pretendieras presumir de él.
—Lo has definido de una forma fascinante.
—Ya sabes lo que quiero decir.
—En el Oeste, mi título es una desventaja —explicó Seda mientras se rascaba una oreja—. Atrae demasiada atención e interfiere en mis planes. En Mallorea las cosas son distintas. Aquí nadie te toma en serio a menos que tengas un título, y, como yo lo tengo, lo uso. Me abre algunas puertas y me permite tratar con gente que nunca perdería su tiempo con Ámbar de Kotor o Radek de Borktor. Aun así, nada ha cambiado.
—¿De modo que toda esa solemnidad y arrogancia forman parte de una representación?
—Por supuesto, Garion. No creerás que me he convertido en un imbécil, ¿verdad?
Una extraña idea asaltó a Garion.
—Entonces el príncipe Kheldar es un personaje tan ficticio como Ámbar y Radek, ¿no es cierto?
—Desde luego.
—¿Pero quién es el verdadero Seda?
—No sabría responderte, Garion —suspiró Seda—. A veces creo que lo perdí hace muchos años. —Contempló la nube de niebla que los envolvía—. Será mejor que bajemos —sugirió—. Las mañanas brumosas siempre inspiran este tipo de conversaciones tristes.
A unos ocho kilómetros del malecón, el cielo se tornó rojizo y la niebla comenzó a disiparse. El mar de la costa este de Mallorea se movía en largas y lentas olas, un signo inequívoco de que una enorme extensión de agua los separaba de la costa más cercana. El barco avanzaba empujado por el viento favorable, surcando con su proa las inmensas olas. Por fin, al atardecer, avistaron en el horizonte la costa de la más grande de las islas melcenes.
El puerto de la ciudad de Melcena estaba atestado de barcos procedentes de todas las regiones de Mallorea. Embarcaciones grandes y pequeñas se mecían sobre las aguas agitadas, rozándose unas con otras. El capitán del barco se abrió paso con cuidado hacia los muelles de piedra que sobresalían de la costa. Acabaron de descargar al anochecer y luego Seda los guió por las anchas calles hasta la casa que poseía en la isla. Melcena parecía una ciudad tranquila, incluso aburrida. Las calles estaban escrupulosamente limpias, las casas eran imponentes y la gente llevaba ropas de colores apagados. Allí no había el bullicio típico de otras ciudades. Los habitantes de Melcena caminaban con decoro por las calles y los vendedores ambulantes no anunciaban sus mercancías con las voces estridentes que suelen aturdir a los transeúntes en ciudades menos discretas. Aunque Melcena estaba situada en el trópico, las brisas procedentes del océano moderaban la temperatura lo suficiente para que el clima resultara agradable.
La casa de Seda parecía un palacio. Distribuida en varias plantas y construida en mármol, tenía un jardín grande y convencional en el frente y estaba flanqueada por árboles de aspecto imponente. Un camino pavimentado conducía al portal rodeado de columnas, donde aguardaban varios lacayos uniformados.
—Es opulenta —observó Sadi mientras desmontaba.
—Es una casucha bonita —admitió Seda con naturalidad. Luego rió—. La verdad, Sadi, es que la tengo para presumir. Personalmente, prefiero pequeñas oficinas miserables en calles poco transitadas, pero en Melcena todo el mundo se toma las cosas con mucha seriedad y, para hacer negocios aquí, hay que adaptarse a las costumbres locales. Ahora entremos.
Ascendieron la ancha escalinata de la entrada y atravesaron una puerta majestuosa. El vestíbulo era muy grande y tenía las paredes revestidas de mármol. Seda los guió hacia una espléndida escalera.
—En la planta baja sólo hay oficinas —explicó—. La zona dedicada a vivienda está arriba.
—¿Qué tipo de negocios haces aquí? —preguntó Durnik—. Aún no he visto nada parecido a un almacén.
—En Melcena no hay muchos almacenes —dijo Seda mientras abría la puerta y los invitaba a entrar en una gran sala con alfombras azules—. Las decisiones se toman aquí, por supuesto, pero las mercancías suelen almacenarse en el continente. No tendría sentido traer las cosas aquí para volver a transportarlas allí más adelante.
—Es lógico —aprobó Durnik.
Los muebles de la sala eran de estilo barroco. Sofás y cómodos sillones se apiñaban en pequeños grupos aquí y allí, mientras las velas de cera ardían en los candelabros adosados a las paredes revestidas de madera.
—Es tarde para salir a buscar a Zandramas —observó Seda—. Creo que deberíamos comer algo y concedernos una buena noche de descanso. Mañana, Garion y yo podremos salir temprano.
—Parece un plan muy razonable —asintió Belgarath mientras se arrellanaba en un mullido sofá.
—¿Queréis beber algo mientras esperáis la cena? —preguntó Seda.
—Creí que no ibas a ofrecerlo nunca —gruñó Beldin mientras se dejaba caer en una silla y se rascaba la barba.
Seda hizo sonar una campana y un sirviente respondió de inmediato a su llamada.
—Beberemos un poco de vino —dijo Seda.
—Sí, Alteza.
—Trae distintas variedades.
—¿No tienes cerveza? —preguntó Beldin—, el vino me produce acidez.
—También trae cerveza para mi zarrapastroso amigo —ordenó Seda— y avisa en la cocina que seremos once para cenar.
—De inmediato, Alteza —contestó el criado con una reverencia y luego abandonó la sala en silencio.
—Supongo que tendrás baño —dijo Polgara mientras se quitaba la capa liviana que había usado durante el viaje.
—Pero si te bañaste anoche en Jarot, Pol—le recordó Belgarath.
—Sí, padre —respondió ella con aire ausente—. Lo sé.
—Cada habitación tiene su propio baño —dijo Seda—. No son tan grandes como los del palacio de Zakath, pero te permitirán mojarte un poco.
Ella sonrió y se sentó en uno de los sofás.
—Por favor, sentaos —rogó Seda a los demás.
—¿Crees que alguno de tus hombres sabrá lo que ocurre en el mundo exterior? —le preguntó Belgarath al hombrecillo.
—Por supuesto.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Espiar ha sido mi gran afición desde la infancia, Belgarath, y es difícil abandonar los viejos hábitos. Todos mis hombres están entrenados para reunir información.
—¿Y qué haces con esa información? —preguntó Velvet.
—La clasifico —respondió Seda encogiéndose de hombros—. Manejar información me produce tanto placer como manejar dinero.
—¿La compartes con Javelin?
—De vez en cuando le comunico algunas nimiedades..., lo suficiente para recordarle que sigo vivo.
—Estoy segura de que él no lo ha olvidado, Seda.
—¿Por qué no envías a buscar a alguien que pueda ponernos al día? —sugirió Belgarath—. Hemos estado aislados bastante tiempo y me gustaría saber qué hacen ciertas personas.
—De acuerdo —asintió Seda mientras hacía sonar la campanilla otra vez. Acudió otro criado uniformado—. ¿Puedes decirle a Vetter que venga a verme un momento? —preguntó. El sirviente hizo una reverencia y se retiró—. Es mi agente aquí —explicó Seda mientras se sentaba—. Se lo robamos a la policía secreta de Brador. Tiene buena cabeza para los negocios y ha sido entrenado en el servicio de inteligencia.
Vetter resultó ser un hombre de cara larga con un tic en el párpado izquierdo.
—¿Su Alteza deseaba verme? —preguntó con respeto mientras entraba en la habitación.
—Sí, entra, Vetter —dijo Seda—. He estado de viaje por zonas remotas y me preguntaba si podrías informarme sobre los sucesos de los últimos tiempos.
—¿Aquí en Melcena, Alteza?
—No sólo en Melcena. Quisiera un informe un poco más general.
—De acuerdo. —Vetter hizo una pausa, mientras ordenaba sus ideas—. Ha habido una epidemia en Mal Zeth —comenzó—. El emperador cerró la ciudad para evitar que la enfermedad se extendiera, de modo que durante un tiempo no tuvimos ninguna noticia de la capital. Sin embargo, la epidemia ya está controlada y las puertas se han abierto otra vez. Los agentes del emperador se mueven con libertad a lo largo de Mallorea.
»También hubo disturbios en el centro de Karanda, aparentemente fomentados por un ex grolim llamado Mengha. Los karands dijeron que habían participado demonios, pero ellos siempre ven demonios detrás de cualquier hecho inusual. No obstante, es muy factible que hayan sucedido algunos fenómenos sobrenaturales en la región. Nadie ha visto a Mengha desde hace algún tiempo y poco a poco se ha restablecido la paz. El emperador otorgó al asunto la importancia suficiente como para hacer regresar al ejército de Cthol Murgos con el fin de sofocar la rebelión.
—¿Ya ha cambiado esa orden? —preguntó Seda—. Si la situación de Karanda ha vuelto a la normalidad, no necesitará enviar a todas esas tropas allí, ¿verdad?
Vetter hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Las tropas siguen estacionadas en Mal Gemila —informó—. Según nos han comunicado desde Mal Zeth, el emperador ha perdido el entusiasmo por la conquista de Cthol Murgos. Por lo visto, inició la campaña movido por razones personales que ahora han dejado de parecerle apremiantes. En estos momentos, su mayor preocupación es el inminente enfrentamiento entre el discípulo Urvon y la hechicera Zandramas, que, según dicen, sucederá muy pronto. Es evidente que Urvon sufre algún tipo de enfermedad mental, pero sus subordinados están apostando grandes tropas en la zona, en previsión de un acontecimiento importante. Zandramas también reúne fuerzas. Tenemos la impresión de que de un momento a otro Zakath tendrá que llevar tropas desde Mal Zeth para restaurar el orden. Nos han informado que se están almacenando provisiones en Maga Renn. Es evidente que Kal Zakath pretende usar la ciudad como zona de emplazamiento.
—¿Hemos podido sacar algún beneficio de la situación? —preguntó Seda con interés.
—Hasta cierto punto, Alteza. Hoy mismo hemos vendido una parte de nuestras reservas de alubias al Departamento de Aprovisionamiento Militar.