—Bueno —dijo Esca mientras se restregaba las manos—, hablaré con mis colegas. Tal vez podamos hacerte una modesta oferta —añadió sudoroso.
—No podría aceptarla, Esca. Mis posesiones no tienen ningún valor y soy incapaz de hacerle algo así a un amigo. Dejemos que un extraño se haga cargo de las pérdidas.
—Pero, mi querido príncipe Kheldar —protestó Esca en un tono que rayaba en la angustia—, no esperamos tener enormes beneficios. De cualquier modo, compraríamos sólo con el fin de especular a largo plazo.
—Bueno —dijo Seda—, si sois conscientes del riesgo que corréis...
—Lo somos, lo somos —se apresuró a responder Esca.
—De acuerdo —suspiró Seda—. ¿Por qué no le haces tu oferta a Vetter? Confío en que no intentes aprovecharte de la situación.
—Por supuesto, Kheldar, por supuesto. —Esca hizo una rápida reverencia—. Ahora debo irme, pues tengo negocios urgentes que atender.
—Oh, desde luego —dijo Seda.
El vizconde se alejó a una velocidad impropia de él.
—¡Ha picado! —rió Seda—. Ahora dejaré que Vetter acabe de pescarlo.
—¿Nunca piensas en otra cosa? —preguntó Garion.
—Por supuesto, pero estábamos ocupados y no teníamos tiempo de escuchar su cháchara. Ahora sigamos con lo nuestro, ¿quieres?
Una idea súbita asaltó a Garion.
—¿Y si Zandramas evitó entrar en la ciudad?
—En tal caso cogeremos los caballos y registraremos el resto de la costa. Tiene que haber atracado en algún sitio.
A medida que se acercaban a la puerta norte, las calles parecían volverse más animadas. Había muchos carruajes y jinetes, y los ciudadanos, normalmente tranquilos, se movían a paso más rápido. Garion y Seda tuvieron que abrirse paso a empujones entre la multitud.
—¿Alguna señal? —preguntó Seda.
—Todavía no —respondió Garion mientras apretaba aún más el Orbe.
De repente, cuando cruzaban una calle lateral, el joven percibió la familiar señal del Orbe.
—Ha estado aquí —informó—. Salió de esa calle o entró en ella. —Garion comenzó a andar en aquella dirección, pero el Orbe lo empujó hacia atrás y pronto volvió junto a su amigo—. Salió por aquí —aseguró al llegar a la puerta con forma de arco.
—Bien —dijo Seda—. Volvamos a buscar a los demás. Luego intentaremos descubrir qué trajo a Zandramas hasta Melcena.
Garion parecía haber contagiado su impaciencia a Chretienne. El gran semental gris estaba inquieto al salir de la casa de Seda y movía las orejas con disgusto cuando su amo intentaba guiarlo con las riendas. Incluso sus cascos herrados producían un inquietante ritmo entrecortado al golpear los adoquines. Garion se inclinó para tranquilizarlo con una caricia y percibió un temblor de nerviosismo en sus músculos, debajo del brillante pelaje.
—Lo comprendo —dijo—, yo siento lo mismo, pero tendremos que esperar a salir de la ciudad antes de echar a correr. —Chretienne gruñó y luego relinchó con tono lastimero—. No falta tanto —le aseguró Garion.
Cabalgaban en hilera por las calles abarrotadas, con Seda a la cabeza. La brisa que se arremolinaba en las calles llevaba consigo un polvoriento olor a otoño.
—¿Qué son esos edificios? —le gritó Eriond a Seda señalando un complejo arquitectónico que se alzaba en medio de un parque verde y frondoso.
—Es la Universidad de Melcena —respondió Seda—, la más grande del mundo.
—¿Más grande que la de Tol Honeth? —preguntó Garion.
—Sí, mucho más. Los melcenes lo estudian todo. Los tolnedranos negarían la existencia de algunas de las asignaturas que se imparten aquí.
—¿Ah, sí? ¿Por ejemplo?
—Alquimia aplicada, astrología, necromancia, fundamentos de brujería y cosas por el estilo. Tienen una facultad entera dedicada al estudio de la lectura de los posos de té.
—Bromeas.
—Yo sí, pero ellos no.
Garion rió y siguió cabalgando.
Las calles de Melcena se volvieron más concurridas, pero, a pesar de las aglomeraciones, los melcenes no perdían el decoro. Por apremiantes que fueran los asuntos de un hombre de negocios melcene, siempre tenía tiempo para una charla con sus competidores. Los fragmentos de conversación que Garion logró escuchar al pasar se referían a temas tan diversos como el tiempo, la política o el arte floral. Sin embargo, la mayoría de las discusiones de la mañana parecían versar sobre el precio de las alubias.
Al llegar a la puerta norte, la enorme espada Puño de Hierro comenzó a tirar de Garion. Pese a la mirada desaprobadora de Seda, el joven rey se había negado a salir sin su espada. Zandramas tenía la costumbre de tenderles trampas y Garion no quería caer desprevenido en una de ellas. Mientras atravesaban la puerta, acercó su caballo al de Seda.
—El rastro nos conduce por este camino —dijo señalando una ancha ruta en dirección norte.
—Me alegro de que no tengamos que cruzar el campo —dijo Seda—. Ésta es una zona cenagosa y odio cabalgar sobre el barro.
Belgarath no había abierto la boca desde que habían salido de la casa de Seda y cabalgaba con una mueca de disgusto en la cara. Por fin se acercó a Garion y a Seda. Miró a su alrededor para asegurarse de que ninguno de los ciudadanos locales lo escuchaba y luego se dirigió a Garion.
—Vuelve a explicármelo paso a paso —dijo—. ¿Cuáles fueron las palabras exactas de tu amigo?
—Bien —respondió Garion—, comenzó por decir que todas las profecías son enigmáticas con el fin de que la información no caiga en manos equivocadas.
—Parece razonable, Belgarath —dijo Beldin, que cabalgaba detrás de ellos.
—Es probable —admitió el hechicero—, pero esa explicación no nos facilita las cosas.
—Nadie dijo que esto fuera a ser fácil.
—Lo sé, me contentaría con que no se desvivieran por complicarlo. Continúa, Garion.
—Luego dijo que Zandramas nos llevaba sólo tres días de ventaja.
—Eso significa que ya ha abandonado la isla —dijo Seda.
—¿Cómo has llegado a esa conclusión? —preguntó Belgarath.
—Melcena es una isla grande, pero no tanto. Puedes recorrerla a caballo en dos días. Puesto que nos lleva tres días de ventaja, es evidente que ya no está aquí. Tal vez se haya marchado a una de las islas del norte.
—¿Qué más te dijo? —preguntó Belgarath con un gruñido.
—Dijo que tenemos otra misión aquí, además de encontrar el rastro de Zandramas.
—Supongo que no fue más concreto.
—No, aunque me explicó la razón. Dijo que, si él me decía de qué se trataba, la otra profecía podría facilitar información a Zandramas. Entonces añadió que ella no sabe dónde está el Lugar que ya no Existe y que su ubicación no se encuentra en Los Oráculos de Ashaba.
—¿Te dio alguna pista sobre nuestra misión aquí?
—No, sólo sugirió que alguien nos diría algo muy importante.
—¿Quién?
—No quiso decírmelo. Dijo que alguien me diría algo como por descuido y que deberíamos estar atentos.
—¿Algo más?
—No, luego se fue.
El anciano comenzó a maldecir.
—Comparto todos tus sentimientos —le aseguró Garion.
—Ha hecho lo que podía, Belgarath —dijo Beldin—. Lo demás depende de nosotros.
—Supongo que tienes razón —respondió Belgarath con una mueca de disgusto.
—Claro que tengo razón. Siempre la tengo.
—Yo no diría tanto. Bueno, creo que debemos empezar por el principio. Primero averigüemos dónde ha ido Zandramas y luego podremos empezar a preocuparnos por todos los comentarios casuales que oigamos. —Belgarath se giró en su silla—. Mantened los oídos muy atentos —les dijo a los demás y luego apresuró el paso de su caballo.
De pronto se cruzaron con un jinete vestido de azul que se dirigía a la ciudad con una prisa inusual. Una vez que se alejó, Seda se echó a reír.
—¿Quién era? —le preguntó Durnik.
—Un miembro del consorcio —respondió Seda con alegría—. Parece que el vizconde Esca ha convocado una reunión urgente.
—¿No debería estar informado de lo que ocurre? —preguntó Belgarath.
—Creo que no; a no ser que te interese el mercado de las alubias.
—¿Quieres concentrarte en nuestra misión aquí y dejar de jugar?
—Era necesario, abuelo —dijo Garion en defensa de su amigo—. El vizconde nos detuvo en la calle cuando buscábamos el rastro de Zandramas y nos habría retenido todo el día si Seda no se lo hubiera quitado de encima con un ardid.
—¿Dijo algo relacionado con lo que buscamos?
—No. Sólo habló de alubias.
—¿Os cruzasteis con alguien más, Garion?
—Nos encontramos con uno de los policías secretos de Brador. Supongo que su mensajero ya irá camino a Mal Zeth.
—¿Te dijo algo especial?
—Pronunció algunas amenazas veladas. Según parece, el emperador Zakath está algo decepcionado de nosotros. El policía me reconoció, pero supongo que es natural que lo hiciera. Seda quería matarlo, pero yo lo impedí.
—¿Por qué? —preguntó Beldin con brusquedad.
—Para empezar, porque estábamos en medio de una calle llena de gente. ¿No crees que es preferible matar a la gente en privado?
—Cuando no te las dabas de listo, resultabas un chico mucho más simpático —dijo Beldin.
—Nada dura para siempre, tío —respondió Garion.
—Sé más respetuoso, Garion —dijo Polgara desde atrás.
—Sí, señora.
Un carruaje negro pasó junto a ellos a tal velocidad que los caballos blancos que tiraban de él tenían espuma en la boca.
—¿Otro comprador de alubias? —preguntó Belgarath.
Seda sonrió y asintió con un gesto.
—No veo cultivos en estas tierras —dijo Durnik mirando alrededor.
—La tierra de Melcena es demasiado valiosa para malgastarla en cultivos —rió Seda—. La comida se importa del continente y lo único que encontrarás aquí son residencias de gente muy rica, como nobles o comerciantes retirados. El campo es un enorme parque. Incluso se cuida la vegetación de las montañas para embellecer su aspecto.
—No parece una idea muy práctica —dijo Durnik con desaprobación.
—La gente gasta mucho dinero en estas tierras, así que supongo que tiene derecho a hacer con ellas lo que quiera.
—De todos modos, me parece un derroche innecesario.
—Por supuesto, pero derrochar es la afición favorita de los ricos.
Las verdes colinas del norte de la ciudad eran suaves ondulaciones de terreno jalonadas con bosquecillos artísticamente situados. Muchos árboles habían sido podados para realzar sus bellas formas. Garion no aprobaba aquella manipulación de la naturaleza y, por lo visto, no era el único. Ce'Nedra cabalgaba con expresión de censura y a menudo emitía pequeños gruñidos de disgusto, casi siempre ante el espectáculo de algún roble podado.
Seguían el rastro de Zandramas a paso tranquilo, por un camino cubierto de brillante grava blanca que conducía hacia el norte. El camino giraba suavemente entre las laderas de las colinas y en las zonas llanas tenía bruscas curvas cuya única finalidad parecía ser la de romper la monotonía de los trechos rectos. Las casas, situadas a una distancia considerable del camino, estaban construidas en mármol y rodeadas de parques o jardines. Era un soleado día de otoño y la brisa llevaba consigo la fragancia del mar, un olor familiar que despertó en Garion una enorme nostalgia por Riva.
Cuando pasaban junto a una finca, vieron un grupo de gente vestida con atuendos chillones que corría a todo galope detrás de una jauría de ruidosos perros. Saltaban vallas y zanjas con naturalidad y desenvoltura.
—¿Qué hacen? —le preguntó Eriond a Seda.
—Cazan zorros.
—No es lógico, Seda —observó Durnik—. Si no tienen granjas, tampoco criarán gallinas. ¿Entonces por qué les preocupan los zorros?
—Te parecerá aun menos lógico cuando sepas que en estas tierras no hay zorros y que tienen que importarlos del continente.
—¡Eso es ridículo!
—Por supuesto, los ricos siempre son ridículos. Practican deportes exóticos y a menudo crueles.
—Me pregunto si se divertirían cazando algroths... o tal vez un par de eldraks —rió Beldin.
—Olvídalo —dijo Belgarath.
—No sería tan difícil traer unos cuantos, Belgarath —opinó el jorobado con una sonrisa—. O quizás algunos trolls —murmuró con aire pensativo—. Los trolls son muy divertidos, y me encantaría ver la cara de uno de esos pajarracos disfrazados cuando saltara una valla y se encontrara frente a frente con uno de ellos.
—Olvídalo —repitió Belgarath.
El camino se bifurcó y el Orbe señaló hacia la izquierda.
—Otra vez se dirige al océano —señaló Seda—. Me pregunto por qué le gustará tanto el agua. Ha estado saltando de isla en isla desde que comenzamos a seguirla.
—Tal vez sepa que el Orbe no puede seguirla a través del agua —dijo Garion.
—No creo que eso le preocupe en estos momentos —objetó Polgara—. También a ella le queda poco tiempo y no puede darse el lujo de emprender viajes innecesarios.
El camino que seguían los condujo hasta un despeñadero y por fin el Orbe guió a Garion hacia el sendero de una casa imponente, situada en el borde mismo de un precipicio que se alzaba sobre el océano. Mientras cabalgaban en dirección a la casa, Garion desenvainó su espada.
—¿Esperas problemas? —le preguntó Seda.
—Me gusta estar preparado —respondió Garion—. Esa casa es muy grande y podría haber mucha gente escondida dentro.
Sin embargo, los hombres que descendieron desde lo alto del despeñadero estaban vestidos con uniformes de color púrpura y no iban armados.
—¿Qué se os ofrece? —preguntó uno de ellos.
Era alto, delgado y tenía una espléndida melena de cabello blanco como la nieve. Caminaba con la arrogancia típica de los criados antiguos, acostumbrados a dar órdenes a mozos y doncellas.
—Mis amigos y yo hemos salido a dar un paseo matinal —dijo Seda poniéndose al frente del grupo—, y nos hemos quedado prendados de la belleza de esta casa y del paisaje que la rodea. ¿Está su dueño, por casualidad?
—Su Excelencia el archiduque está ausente —respondió el alto criado.
—¡Qué pena! —exclamó Seda mientras miraba alrededor—, esta casa me fascina. —Luego rió—. Tal vez sea mejor que su dueño no esté aquí, pues podría caer en la tentación de hacerle una oferta por ella.
—Dudo que Su Excelencia estuviera interesado en venderla —repuso el sirviente.
—No creo conocer a Su Excelencia —dijo Seda con astucia—. ¿Podrías decirme su nombre?