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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

La decisión más difícil (42 page)

BOOK: La decisión más difícil
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—Porque estábamos varados en una zona de no despertar.

Julia, sin embargo, no muestra el menor atisbo de sonrisa.

—¿Fue para ti una broma lo de anoche, Campbell?

Me viene a la mente el viejo refrán: El hombre propone y Dios dispone. Y, como soy un cobarde, cojo al perro por el collar.

—Tengo que sacarlo a pasear antes de que nos llamen a la sala.

La voz de Julia me persigue hasta la puerta.

—No me has contestado.

—No quieres que te conteste —le digo. No me vuelvo, así no tengo que verle la cara.

Cuando el juez DeSalvo aplaza la sesión hasta el día siguiente a las tres a causa de su visita semanal al quiropráctico, acompaño a Anna al vestíbulo para ir a buscar a su padre, pero Brian se ha ido. Sara mira por todas partes, sorprendida.

—Tal vez le hayan llamado por algún incendio —dice—. Anna, yo te…

Pero me apresuro a poner la mano sobre el hombro de Anna.

—Te llevaré al parque de bomberos.

En el coche, va callada. Me meto en el aparcamiento de los bomberos y dejo el motor en marcha.

—Escucha —le digo—, es posible que no te hayas dado cuenta, pero hemos tenido un gran primer día.

—Si tú lo dices.

Se baja del coche sin decir nada más y
Juez
ocupa de un salto el asiento delantero que acaba de quedar libre. Anna camina en dirección al edificio, pero luego gira a la izquierda. Empiezo a dar marcha atrás y entonces, en contra de mi primer pensamiento, apago el motor. Dejo a
Juez
en el coche y la sigo hasta la parte de atrás del edificio.

Se ha quedado quieta como una estatua, con la cara hacia el cielo. ¿Qué debo hacer? Nunca he sido padre, apenas sé cuidar de mí mismo.

Pero sucede que Anna habla primero.

—¿Alguna vez has hecho algo que sabías que no era lo correcto, aunque parecía que lo fuera?

Pienso en Julia.

—Sí.

—A veces me odio a mí misma —dice Anna en un susurro.

—A veces —le digo— yo también me odio a mí mismo.

Eso la ha sorprendido. Me mira y luego mira de nuevo al cielo.

—Están ahí arriba. Las estrellas. Aunque no se vean.

Me meto las manos en los bolsillos.

—Yo antes pedía un deseo a una estrella todas las noches.

—¿Qué pedías?

—Cromos difíciles para mi colección de béisbol. Un golden retriever. Profesoras jóvenes y guapas.

—Papá me dijo que un grupo de astrónomos había descubierto un lugar donde nacían nuevas estrellas. Sólo que habíamos tardado dos mil quinientos años en verlas. —Se vuelve hacia mí—. ¿Te llevas bien con tus padres?

Lo primero que se me ocurre es mentir, pero sacudo la cabeza en señal de negación.

—Antes pensaba que cuando creciera sería como ellos, pero no ha sido así. Y la cosa es que en algún lugar del camino dejé de querer ser como ellos.

El sol invade su piel de leche, iluminando la línea de la garganta.

—Ya entiendo —dice Anna—. Tú también eres invisible.

M
ARTES

Un pequeño fuego se apaga de un pisotón;

el mismo que, si se tolera, no se sofoca con ríos enteros.

W
ILLIAM SHAKESPEARE

Enrique VI

C
AMPBELL

Brian Fitzgerald es mi as en la manga. Cuando el juez se dé cuenta de que al menos uno de los padres de Anna está de acuerdo con su decisión de dejar de ser donante de su hermana, conceder su emancipación no será ya un salto tan enorme. Si Brian hace lo que necesito que haga —es decir, decirle al juez DeSalvo que sabe que Anna también tiene sus derechos y que está dispuesto a apoyarla—, entonces, diga lo que diga Julia en su informe, será discutible. Y lo que es mejor, el testimonio de Anna será una mera formalidad.

A la mañana siguiente Brian se presenta con Anna muy temprano, con el uniforme de capitán puesto. Adopto una sonrisa y me levanto hacia ellos, acompañado por
Juez
.

—Buenos días —saludo—. ¿Preparado todo el mundo?

Brian mira a Anna. Y luego a mí. Tiene una pregunta aflorándole a los labios, pero parece hacer todos los esfuerzos posibles por no decirla en voz alta.

—Eh —le digo a Anna, con una idea—. ¿Querrías hacerme un favor? A
Juez
le vendrían bien un par de carreras subiendo y bajando la escalera; si no, va estar muy inquieto en la sala.

—Ayer me dijiste que yo no podía pasearlo.

—Bueno, hoy sí que puedes.

Anna mueve la cabeza en señal de negación.

—No pienso ir a ningún sitio. En cuanto me dé la vuelta te vas a poner a hablar cíe mí.

Así que me vuelvo de nuevo hacia Brian:

—¿Va todo bien?

En ese momento entra Sara Fitzgerald en el edificio. Se dirige de forma apresurada hacia la sala y, al ver a Brian conmigo, se detiene. Pero se gira lentamente apartándose de su marido y continúa.

Brian Fitzgerald sigue a su mujer con la mirada, incluso cuando las puertas ya se han cerrado tras ella.

—Estamos bien —dice, respuesta que no va dirigida a mí.

—Señor Fitzgerald, ¿ha estado usted a veces en desacuerdo con su esposa acerca de que Anna participase en algunos de los tratamientos médicos destinados a mejorar la salud de Kate?

—Sí. Los médicos dijeron que sólo era sangre de cordón umbilical lo que necesitábamos para Kate. Tomaron una parte del ombligo que normalmente se tira después de nacer… algo que el bebé jamás echaría de menos y que con toda seguridad no iba a hacerle ningún daño. —Cruza la mirada con Anna, sonriéndole—. Y además funcionó durante breve tiempo. La enfermedad de Kate remitió. Pero en 1996 volvió a recaer. Los médicos querían que Anna donara linfocitos. Eso no iba a curar a Kate, pero le alargaría la vida.

Trato de insistir sobre ese punto.

—¿Usted y su esposa no estaban de acuerdo sobre ese tratamiento?

—Yo no estaba muy seguro de que fuera una buena opción. Esta vez Anna sabría lo que estaba sucediendo y no le iba a gustar.

—¿Qué le dijo su esposa a usted para hacerle cambiar de idea?

—Que si a Anna no le extraíamos sangre entonces, pronto necesitaríamos un donante de médula.

—¿Qué le pareció ese argumento?

Brian sacude la cabeza, visiblemente incómodo.

—Uno no puede saber lo que es eso —dice con calma— hasta que no ve un hijo muriéndose. Te ves diciendo y haciendo cosas que no habrías querido decir ni hacer. Y piensas que tienes algo que decidir, hasta que lo miras un poco más de cerca y ves que lo has hecho todo mal. —Dirige la vista hacia Anna, que está tan quieta a mi lado que me parece que se ha olvidado de respirar—. Yo no quería hacerle todo eso a Anna. Pero no podía perder a Kate.

—¿Tuvieron que recurrir a la médula ósea de Anna, finalmente?

—Sí.

—Señor Fitzgerald, como técnico sanitario de emergencias, ¿intervendría alguna vez a un paciente que no presentara problemas físicos?

—Por supuesto que no.

—Entonces, como padre de Anna, ¿por qué creyó que esa intervención invasiva, que implicaba un riesgo para la propia Anna y ningún beneficio físico personal para ella, debía hacerse en interés suyo?

—Porque no podía dejar morir a Kate —dice Brian.

—¿Ha habido otras ocasiones, señor Fitzgerald, en que usted y su mujer hayan estado en desacuerdo acerca de la utilización del cuerpo de Anna para el tratamiento de su otra hija?

—Hace unos años hubo que hospitalizar a Kate y… perdió tanta sangre que nadie creyó que sobreviviera. Yo mismo pensé que quizá había llegado el momento de dejarla estar. Sara no lo creyó así.

—¿Qué sucedió?

—Los médicos le administraron arsénico. Y surtió efecto. La enfermedad de Kate remitió durante un año.

—¿Está diciéndonos que había un tratamiento que salvaba la vida de Kate y que no exigía la utilización del cuerpo de Anna?

Brian niega con la cabeza.

—Lo que estoy diciendo… Lo que digo es que yo estaba completamente seguro de que Kate iba a morir. Pero Sara no se rindió y siguió luchando. —Mira en dirección a su mujer—. Y ahora los riñones de Kate están dejando de funcionar. Yo no quiero verla sufrir. Pero al mismo tiempo no quiero cometer dos veces el mismo error. No quiero decirme a mí mismo que todo ha acabado cuando no ha acabado.

Brian se ha convertido en una avalancha emocional, abocado hacia la casa de cristal que he estado construyendo con meticulosidad. Ahora necesito tirar del hilo.

—Señor Fitzgerald, ¿sabía usted que su hija iba a presentar una demanda judicial contra usted y su esposa?

—No.

—Cuando lo hizo, ¿habló de ello con Anna?

—Sí.

—Como consecuencia de esa conversación, ¿qué hizo usted, señor Fitzgerald?

—Me fui de casa con Anna.

—¿Por qué?

—En esos momentos pensé que Anna tenía el derecho de meditar sobre esa decisión por sí sola, lo que no habría podido hacer viviendo en nuestra casa.

—Después de haberse ido de casa con Anna, después de haber hablado con ella largo y tendido sobre las razones por las cuales planteó el pleito… ¿está usted de acuerdo con la petición de su esposa sobre que Anna siga siendo donante en beneficio de Kate?

La respuesta que hemos ensayado es «no»; es el punto clave de mi defensa. Brian se inclina al frente para responder:

—Sí, lo estoy —dice.

—Señor Fitzgerald, en su opinión… —empiezo, y entonces me doy cuenta de lo que acaba de decir—. ¿Perdón?

—Sigo queriendo que Anna done un riñón —admite Brian.

Con los ojos clavados en ese testigo que acaba de fulminarme vivo, busco con desesperación un asidero. Si Brian no apoya la decisión de Anna de dejar de ser donante, entonces al juez le va a costar mucho más emitir un veredicto a favor de la emancipación.

Al mismo tiempo, tengo los cinco sentidos puestos en el debilísimo sonido que se ha escapado de la garganta de Anna, la queda ruptura de un alma que se produce cuando te das cuenta de que lo que parecía un arco iris no era en realidad más que un juego de luces.

—Señor Fitzgerald, ¿está usted a favor de que Anna se someta a una intervención quirúrgica de importancia y a la pérdida de un órgano en beneficio de Kate?

Es un fenómeno curioso ver a un hombre fuerte derrumbarse hecho añicos.

—¿Puede usted decirme cuál es la respuesta correcta? —pregunta Brian con voz ronca—. Porque yo no sé dónde buscarla. Sé lo que está bien, lo que es justo, pero nada de lo que conozco puede aplicarse en este caso. Puedo sentarme a pensarlo y podría decirle cómo podrían y cómo deberían ser las cosas. Incluso podría decirle que tiene que haber una solución mejor. Pero han pasado ya trece años, señor Alexander, y yo aún no la he encontrado.

Se hunde poco a poco, inclinado hacia adelante, demasiado grande para ese espacio tan reducido, hasta dejar reposar la frente sobre la fría barra de madera que delimita el estrado de los testigos.

El juez DeSalvo impone un descanso de diez minutos antes de que Sara Fitzgerald comience su turno de interrogatorio, para que el testigo pueda disponer de unos momentos para sí. Anna y yo vamos al piso de abajo, a las máquinas expendedoras, donde por un dólar puedes tomar un té muy flojo y una sopa aún más floja. Ella se sienta con los talones encajados entre los travesaños de la silla, y cuando le traigo su vaso de chocolate caliente lo deja sobre la mesa sin tomárselo.

—Nunca había visto llorar a mi padre —dice—. A mi madre el problema de Kate podía absorberla todo el tiempo. Mi padre en cambio… Bueno, si se desmoronaba, se aseguraba de hacerlo donde no pudiéramos verle.

—Anna…

—¿Crees que he sido yo? —me pregunta, volviéndose hacia mí—. ¿Crees que no debería haberle pedido que viniera hoy?

—El juez le habría llamado a testificar aunque tú no lo hubieras hecho. —Sacudo la cabeza—. Anna, vas a tener que hacerlo tú sola.

Me mira con recelo.

—¿Hacer el qué?

—Testificar.

Anna parpadea.

—¿Estás de broma?

—Mi idea era que el juez resolvería el caso claramente a tu favor si veía que tu padre estaba decidido a apoyar tus decisiones. Pero, por desgracia, no es eso lo que ha sucedido. Y ahora no tengo la menor idea de lo que dirá Julia… Pero, aun suponiendo que se pasara a tu bando, faltaría convencer al juez DeSalvo de que eres lo bastante madura para tomar esas decisiones por ti misma, con independencia de tus padres.

—¿Quieres decir que tendré que subir ahí arriba?, ¿como testigo?

Yo siempre había sabido que tarde o temprano Anna tendría que subir al estrado. En un caso en que se trata de la emancipación de un menor es razonable que el juez quiera escuchar al propio menor. Anna puede aparecer asustada ante la idea de testificar, pero creo que inconscientemente es lo que quiere. ¿Por qué si no meterse en el berenjenal de instigar un pleito, si no es para estar seguro de que por fin vas a poder decir lo que piensas?

—Ayer me dijiste que no tendría que testificar —dice Anna, alterada.

—Estaba equivocado.

—Te contraté para que tú le dijeras a todo el mundo lo que quiero.

—Las cosas no funcionan así —le digo—. Tú comenzaste este pleito. Querías ser una persona diferente a lo que tu familia ha hecho de ti durante los pasados trece años. Y eso significa que tendrás que descorrer la cortina y enseñarnos quién es esa persona.

—La mitad de los adultos de este planeta no tienen la menor idea de quiénes son y en cambio tienen que tomar decisiones por sí solos todos los días —arguye Anna.

—No tienen trece años. Escucha —le digo, abordando lo que imagino que es el quid de la cuestión—, sé que en el pasado levantarte y decir lo que pensabas no te ha llevado a ninguna parte. Pero te prometo que esta vez, cuando tú hables, todo el mundo te va a escuchar.

Si mis palabras han tenido algún efecto, es en todo caso el contrario al que había pretendido. Anna se cruza de brazos.

—No tiene ningún sentido que suba ahí arriba —dice.

—Anna, ser testigo no es tampoco tan grave…

—Sí lo es, Campbell. Es muy grave. Y no voy a hacerlo.

—Si no testificas, perderemos —le explico.

—Entonces busca otro modo de ganar. Tú eres el abogado.

No pienso morder el anzuelo. Repiqueteo con los dedos sobre la mesa intentando tener paciencia.

—¿Podrías decirme si hay algún motivo imperioso para ponerte en contra de este modo?

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