—Doctor Bergen —empieza Campbell—, ¿qué es un Comité Ético?
—Un grupo heterogéneo de médicos, enfermeros titulados, clérigos, expertos en ética y científicos, a los que se ha asignado el cometido de revisar ciertos casos individuales con el fin de proteger los derechos de los pacientes. En la bioética occidental existen seis principios que intentamos seguir. —Los va enumerando con los dedos—. Autonomía, entendiendo por tal la noción de que todo paciente mayor de dieciocho años tiene el derecho de rechazar el tratamiento; veracidad, que consiste fundamentalmente en disponer de la información necesaria para dar el consentimiento con total conocimiento de causa; fidelidad, es decir, que quienes dispensen la atención sanitaria cumplan con sus deberes; benevolencia, que significa hacer aquello que redunde siempre en el interés del paciente; no malevolencia, esto es, que cuando ya no pueda hacerse algo positivo, no se haga tampoco daño… corno sería, por ejemplo, el realizar una operación quirúrgica muy complicada a un paciente terminal de ciento dos años de edad, y, finalmente justicia, es decir, que no debe discriminarse a ningún paciente a la hora de recibir tratamiento.
—¿Cuál es la labor concreta de un Comité Ético?
—Por lo general se nos llama para que nos reunamos cuando surge alguna discrepancia en torno a la atención sanitaria de un paciente. Por ejemplo, en el caso de que un médico crea que es necesario para la salud del paciente recurrir a medidas extraordinarias, pero la familia no… o viceversa.
—Entonces por ustedes no pasan todos los casos que se dan en un hospital…
—No. Sólo cuando ha habido una queja o si el médico que atiende al paciente solicita una consulta. Entonces revisamos la situación y proponemos nuestras recomendaciones.
—¿No toman decisiones?
—No —dice el doctor Bergen.
—¿Y qué pasa si el paciente demandante es un menor? —pregunta Campbell.
—No se necesita consentimiento hasta la edad de trece años. Hasta ese momento confiamos en los padres para que tomen las decisiones, con la debida información.
—¿Y si no pueden?
El otro parpadea.
—¿Se refiere a si no están presentes físicamente?
—No. Me refiero a si siguen otro orden de prioridades que de algún modo haga que sus decisiones no sean tomadas según el interés de su hijo.
Mi madre se levanta.
—Protesto —dice—. Eso es una mera especulación.
—Se admite la protesta —responde el juez DeSalvo.
Sin perder el compás, Campbell se vuelve hacia el testigo.
—¿Los padres controlan las decisiones de sus hijos relativas a su atención médica hasta la edad de dieciocho años?
Bueno, yo podía responder a eso. Los padres lo controlan todo, a no ser que seas como Jesse y los alteres de tal forma que prefieran ignorarte a hacerse cargo de que existes.
—Legalmente —dice el doctor Bergen—. No obstante, cuando los menores alcanzan la adolescencia, aunque pueden dar un consentimiento formal, tienen que manifestar su acuerdo a cualquier tratamiento hospitalario… aunque sus padres ya lo hayan suscrito.
Esta norma, si quieren saber mi opinión, es como la de no cruzar la calle de forma imprudente. Todo el mundo sabe que no hay que hacerlo, pero eso no impide que lo hagas.
El doctor Bergen sigue hablando.
—En el raro supuesto de que un padre y un paciente adolescente estuvieran en desacuerdo, el Comité Ético tiene en consideración diversos factores: si el tratamiento es en beneficio del adolescente, la relación entre riesgos y resultados, la edad y madurez del adolescente, y las razones que él o ella aduce.
—¿Llegó a reunirse alguna vez el Comité Ético del Hospital Providence de hablar del tratamiento médico de Kate Fitzgerald? —pregunta Campbell.
—En dos ocasiones —dice el doctor Bergen—. La primera para estudiar si se le permitía someterse a una prueba de trasplante de células madre de sangre periférica, en 2002, después de fracasar el trasplante de médula ósea y otra serie de opciones. La segunda, más recientemente, para determinar si le sería beneficioso o no recibir un riñón de un donante.
—¿Cuál fue el resultado?
—Nosotros recomendamos que Kate Fitzgerald se sometiera a un trasplante de células madre de sangre periférica. En cuanto al trasplante de riñón, el grupo se mostró dividido al respecto.
—¿Podría explicar esta cuestión?
—Varios de nosotros pensamos que, en tales circunstancias, las condiciones sanitarias de la paciente se habían deteriorado hasta un punto en que someterla a nuevas actuaciones quirúrgicas invasivas iba a hacerle más mal que bien. Otros creían que sin un trasplante moriría, por lo que los beneficios eran superiores a los riesgos.
—Cuando el comité está dividido, ¿quién decide entonces lo que ha de hacerse?
—En el caso de Kate, y puesto que aún es menor de edad, sus padres.
—En alguna de las ocasiones en que se reunió el comité para hablar del tratamiento médico de Kate, ¿llegaron a discutir sobre los riesgos y beneficios para el donante?
—No era eso lo que estaba en juego…
—¿Qué puede decirnos del consentimiento de la donante, Anna Fitzgerald?
El doctor Bergen me mira con expresión comprensiva, lo que resulta peor que si pensara que soy una persona horrible por haber entablado este pleito. Sacude la cabeza.
—Ni que decir tiene que no hay un solo hospital en todo el país que fuera a sacarle un riñón a una niña si ésta no quiere donarlo.
—De modo que, en teoría, si Anna se hubiera opuesto a esa decisión, lo más probable es que el caso hubiera recalado en su escritorio.
—Bueno…
—¿Se presentó el caso de Anna sobre su mesa, doctor?
—No.
Campbell avanza hacia él.
—¿Podría decirnos por qué?
—Porque no es una paciente.
—¿De verdad? —Se saca un fajo de papeles del maletín y se los entrega al juez y luego al doctor Bergen—. Estos son los documentos del historial clínico de Anna Fitzgerald en el Hospital de Providence durante los últimos trece años. ¿Qué significan todos estos documentos, si no es una paciente?
El doctor Bergen les echa un vistazo.
—Se ha sometido a varios tratamientos invasivos —admite.
«Adelante, Campbell», pienso. No soy de las que creen en caballeros andantes que acuden al rescate de damiselas en peligro, pero debe parecerse mucho a esto.
—¿No le sorprende un poco que en trece años, teniendo en cuenta lo voluminoso de este historial y el hecho de que precede a todo lo demás, el Comité Ético médico no se reuniera ni una sola vez para tratar sobre lo que se le estaba haciendo a Anna?
—Teníamos la impresión de que era su deseo ser donante.
—¿Está diciéndome que si Anna hubiera dicho previamente que no quería entregar sus linfocitos, sus granulocitos, sangre de su cordón umbilical o ni siquiera el kit contra picaduras de abeja de su mochila, el Comité Ético habría actuado de diferente forma?
—Ya sé adónde quiere ir a parar con todo esto, señor Alexander —dice el psiquiatra con frialdad—. El problema es que este tipo de situación médica nunca había existido antes. No hay precedentes. Intentamos dar con la solución más adecuada lo mejor que podemos.
—¿No es su cometido, en su calidad de comisión ética, el de estudiar las situaciones que nunca habían existido antes?
—Bueno, sí.
—Doctor Bergen, en su opinión como experto, ¿es éticamente correcto que a Anna Fitzgerald se le haya pedido que donara partes de su propio cuerpo de forma repetida durante trece años?
—¡Protesto! —prorrumpe mi madre.
El juez se acaricia la barbilla.
—Quiero escuchar la respuesta.
El doctor Bergen me mira de nuevo.
—Con toda franqueza, incluso antes de saber que Anna no quería hacerlo, yo voté en contra de que donara un riñón a su hermana. No creía que Kate pudiera sobrevivir al trasplante, y, por lo tanto, a Anna iba a sometérsela a una operación muy seria sin ninguna justificación. Dicho esto, no obstante, pienso que el riesgo de la intervención era pequeño, en comparación con el beneficio que podía recibir la familia, considerada en su conjunto, por lo eme apoyo las decisiones tomadas por los Fitzgerald respecto a Anna.
Campbell finge meditar.
—Doctor Bergen, ¿qué coche tiene usted?
—Un Porsche.
—Apuesto a que le gusta su coche.
—Sí —responde con cautela.
—¿Qué me diría si yo le dijese que tiene que entregar su Porsche antes de salir de esta sala, porque ese acto salvará la vida del juez DeSalvo?
—Eso es ridículo. Usted…
Campbell se inclina hacia él.
—¿Y si no tuviera elección? ¿Y si, a día de hoy, resulta que los psiquiatras tienen que hacer sin más lo que los abogados decidan qué es lo mejor para los intereses de los demás?
Vuelve los ojos hacia arriba.
—A pesar del dramatismo con que lo presenta usted, señor Alexander, hay unos derechos básicos para los donantes, una serie de protecciones en el ámbito de la medicina, destinadas a que la consideración del bien mayor no pisotee a los precursores que contribuyeron a crearla. Estados Unidos tienen una larga y triste historia de abusos generados por el concepto de consentimiento bajo responsabilidad propia, que es lo que llevó a la creación de leyes relacionadas con la investigación en seres humanos. Estas leyes sirven para que no se utilice a las personas como ratas de laboratorio para la experimentación.
—Díganos entonces —replica Campbell— cómo demonios ha podido suceder que Anna Fitzgerald se les haya colado entre las grietas de todas esas leyes.
Cuando tenía tan sólo siete meses de edad, hubo una fiesta de vecinos en el barrio. Tan horrible como la están imaginando: gelatina de molde, montañas de queso a cuadraditos y baile en la calle con música resonando desde el equipo estéreo de alguna sala de estar. Naturalmente yo no conservo ningún recuerdo personal de todo eso; yo estaba abandonada a mi suerte en uno de esos andadores que hacen para bebés, hasta que éstos les dan la vuelta y se abren la cabeza.
En cualquier caso, yo estaba en mi andador, metiéndome entre las mesas y viendo a los demás niños, y así hasta que no sé cómo lo hice pero perdí el apoyo de los pies en el suelo. Nuestra calle hace una ligera inclinación al final de la manzana, y de pronto las ruedas del andador comenzaron a ir demasiado de prisa para que yo pudiera detenerlas. Sobrepasé zumbando el grupo de adultos, me colé por debajo de la barrera que había puesto la poli al final de la calle para cerrarla al tráfico y salí lanzada en dirección a una avenida principal llena de coches.
Pero Kate apareció de la nada, corriendo detrás de mí, y consiguió agarrarme de la ropa por la espalda segundos antes de que me atropellara un Toyota que pasaba.
Siempre hay alguien de la escalera que, de vez en cuando, saca a relucir esta historia. Yo la recuerdo como la vez en que ella me salvó, en lugar de todo lo demás.
Primera oportunidad para mi madre de representar su papel de abogado.
—Doctor Bergen —dice—, ¿cuánto hace que conoce a mi familia?
—Llevo diez años en el Hospital de Providence.
—En estos diez años, cada vez que se le presentaba algún aspecto del tratamiento de Kate, ¿qué hacía?
—Plantearme un plan de actuación que fuera el recomendado —dice él—. O bien otro alternativo, si era posible.
—Y, al hacerlo, ¿en algún lugar de su informe mencionaba que Anna no pudiera formar parte de ese plan de actuación?
—No.
—¿Dijo usted alguna vez que ello pudiera lastimar considerablemente a Anna?
—No.
—¿O ponerla en grave peligro para su salud?
—No.
Al final puede que no sea Campbell quien resulte ser mi caballero andante. Puede que sea mi madre.
—Doctor Bergen —pregunta ella—, ¿tiene usted hijos?
El doctor levanta la vista.
—Tengo un hijo. De trece años.
—¿Alguna vez, al encontrarse con esos casos que se presentan ante el Comité Ético médico, se ha puesto usted en la piel de un paciente? O, mejor aún, ¿en la piel de un padre?
—Sí, lo he hecho —admite.
—Si estuviera usted en mi lugar —dice mi madre—, y la Comisión Ética médica le devolviera aceptada una hoja de papel con una propuesta de plan de actuación que podría salvar la vida de su hijo, ¿insistiría en seguir cuestionando… o se limitaría a aferrarse a la posibilidad?
No responde. No necesita hacerlo.
El juez DeSalvo decreta un segundo descanso. Campbell propone que me levante y que vaya a estirar las piernas. Así que le sigo afuera, pasando junto a mi madre. Al pasar noto su mano en la cintura que me estira de la camiseta, que se me sube por la espalda. Ella odia las chicas que llevan ropa corta, ésas que van al colegio con camisetas de tirantes y pantalones con la cintura por debajo de las caderas, como si fueran a hacer una prueba para un vídeo de Britney Spears en lugar de ir a clase de mates. Casi me parece oírla: «Por favor, dime que se ha encogido al lavarla».
Parece como si a mitad de su gesto se diera cuenta de que quizá no debería haberlo hecho. Me paro, y Campbell se para también, y ella se pone roja como un tomate.
—Perdón —dice.
Le cojo la mano y me meto la camiseta por debajo de los téjanos, donde debía estar. Miro a Campbell.
—¿Nos vemos fuera?
Me mira con una cara en la que está escrito «Mala idea» con letras bien grandes, pero dice que sí moviendo la cabeza y se aleja por el pasillo. Entonces mi madre y yo nos quedamos casi a solas en la sala. Me inclino hacia ella y le doy un beso en la mejilla.
—Lo has hecho genial —le digo, porque no sé cómo decirle lo que de verdad le quiero decir: que la gente que te quiere puede llegar a sorprenderte cada día. Que a lo mejor lo que somos no depende tanto de lo que hacemos, sino más bien de lo que somos capaces cuando menos lo esperamos.
Kate conoce a Taylor Ambrose estando los dos enganchados al gota a gota, sentados uno junto a otro.
—¿Tú para qué estás aquí? —le pregunta ella, y yo inmediatamente levanto los ojos del libro, porque en todos los años que Kate lleva recibiendo tratamiento como paciente externa no puedo recordarla iniciando una conversación.
El chico con el que habla no es mucho mayor que ella, tendrá a lo mejor dieciséis, y ella catorce. Tiene unos ojos castaños que no paran de moverse y lleva una gorra Bruins en la calva cabeza.