La decisión más difícil (39 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

BOOK: La decisión más difícil
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—Guay —dice Taylor sonriendo—. Súper guay.

Alcanza un recipiente limpio con cuidado de no tirar del cable intravenoso de Kate, que cuelga retorcido entre los dos. Temo que su corazón se acelere, que le afecte a la medicación. Que se ponga peor antes de lo que tocaría.

Taylor acomoda a Kate en el hueco de su brazo. Juntos esperan lo que tenga que venir.

—Demasiado largo —le digo, mientras Kate sostiene un vestido amarillo pálido aguantándolo a la altura del cuello.

Desde el suelo de la boutique donde se ha sentado, Anna le da también su opinión:

—Vas a parecer un plátano.

Llevamos horas de compras en busca de un vestido para el baile. Kate sólo tiene dos días para prepararse, y se ha convertido en una obsesión: qué se pondrá, cómo se pintará, si el grupo tocará algo remotamente decente. £1 pelo desde luego no es problema: después de la quimio lo ha perdido todo. Odia las pelucas, dice que le parece que le corren bichos por el cráneo, pero es demasiado tímida para ir como un marine. Hoy se ha enrollado un pañuelo de batik alrededor de la cabeza, como si fuera una orgullosa reina africana de rostro pálido.

Esa salida real no encajaba en los sueños de Kate. Los vestidos que suelen llevar las chicas normales a ese tipo de fiestas dejan al aire el estómago o los hombros, lugares en los que Kate tiene la piel más gruesa y arrugada por culpa de las cicatrices. Son ajustados por las zonas más inadecuadas. Están confeccionados con el fin de exhibir un cuerpo saludable y lozano, no para ocultar la falta de salud y lozanía.

La dependienta, que revolotea como un colibrí, le quita el vestido a Kate.

—Es recatado de verdad —insiste—. Tapa muchísimo escote.

—¿También tapará esto? —salta Kate, desabrochándose los botones de su blusa campestre para enseñarle el recientemente reimplantado catéter Hickman, que le aflora en mitad del pecho.

La dependienta deja escapar un respingo antes de tener tiempo de recordar que ha de contenerse.

—Oh —exclama con languidez.

—¡Kate! —la regaño.

Ella sacude la cabeza.

—Vámonos de aquí.

Tan pronto como estamos en la calle, delante de la boutique, me lanzo sobre ella.

—Si estás furiosa no tienes por qué pagarlo con el resto del mundo.

—¡Esa tía es una bruja! —replica Kate—. ¿No has visto cómo me miraba el pañuelo?

—A lo mejor le gustaba el diseño —le digo secamente.

—Ya, y a lo mejor yo me despierto mañana y no estoy enferma. —Sus palabras caen como un rayo entre las dos, partiendo la acera en dos—. No pienso seguir buscando el estúpido vestido. Para empezar ni siquiera sé por qué le dije a Taylor que iría.

—¿Has pensado en que todas las chicas que vayan a ese baile estarán en tu misma situación, intentando encontrar vestidos holgados que les tapen los tubos y las heridas y los cables y las colostomías y Dios sabe qué cosas más?

—A mí qué me importan las demás chicas —dice Kate—. Yo quería estar guapa. Guapa de verdad, ¿sabes? Al menos por una noche.

—A Taylor ya le pareces guapa como eres.

—¡Pues no lo soy! —grita Kate—. No lo soy, mamá, y a lo mejor hubiera querido serlo una vez.

El día es caluroso, uno de esos días en que el suelo parece respirar bajo los pies. El sol me cae a plomo en la cabeza, en la nuca. ¿Qué contestar a eso? Yo nunca he estado en la piel de Kate. He rogado, he rezado, he querido ser yo la que estuviera enferma en lugar de ella, como si fuera una especie de diabólico pacto fáustico, pero no ha sido así como han ido las cosas.

—Lo haremos nosotras —propongo—. Puedes diseñarlo tú.

—Tú no sabes coser —suspira Kate.

—Aprenderé.

—¿En un día? —Sacude la cabeza—. No puedes estar arreglándolo todo a cada paso, mamá. ¿Cómo puede ser que yo lo sepa y tú no?

Me deja allí plantada en mitad de la acera y se va hecha una furia. Anna sale corriendo tras ella, la coge del brazo a la altura del codo y la lleva hasta un escaparate a unos metros de la boutique, mientras yo me apuro a alcanzarlas.

Es una peluquería, repleta de estilistas engominados. Kate se debate por liberarse de Anna, pero Anna puede ser muy fuerte cuando quiere.

—Eh —dice Anna, llamando la atención del recepcionista—. ¿Trabajas aquí?

—Cuando no tengo más remedio.

—¿Vosotros hacéis peinados para bailes de chicos y chicas?

—Pues claro —dice el estilista—. ¿Alguien necesita una puesta al día?

—Sí. Mi hermana. —Anna mira a Kate, que ha dejado de debatirse. Una lenta sonrisa se le dibuja en el rostro, como una luciérnaga atrapada en un tarro de confitura.

—Está bien. Soy yo —dice Kate con malicia, despojándose del pañuelo que le envuelve la cabeza calva.

Las conversaciones enmudecen en todo el salón. Kate permanece muy erguida, en actitud regia.

—Habíamos pensado en unas trenzas afro —continúa Anna.

—Una permanente —añade Kate.

Anna suelta una risita.

—O a lo mejor un lindo moño.

El estilista traga saliva, entre el estado de
shock
, la solidaridad y la conciencia de lo políticamente correcto.

—Bueno, em, puede que podamos hacer algo por ti. —Se aclara la garganta—. Verás, siempre podemos recurrir a las… extensiones.

—Extensiones —repite Anna, y Kate se echa a reír.

El estilista empieza a mirar a otro lado, al techo.

—¿Es para un programa de la cámara oculta o algo así?

Al oír eso, mis hijas se echan la una en brazos de la otra, histéricas. No pueden parar de reír, hasta que les falta la respiración. Hasta el llanto.

En mi calidad de acompañante al baile del Hospital de Providence, estoy encargada del ponche. Como cualquier otro producto alimenticio para los asistentes, es neutropénico. Las enfermeras, hadas madrinas de la noche, han convertido una sala de conferencias en un salón de baile de fantasía, en el que no faltan las serpentinas, una pista de baile de discoteca y luces de ambiente.

Kate es una enredadera enroscada a Taylor. Se mueven al son de una música completamente diferente a la de la canción que suena en la sala. Kate lleva su preceptiva mascarilla azul. Taylor le ha traído un ramillete de flores de seda, porque las de verdad pueden traer enfermedades contra las que los pacientes inmunodepresivos no pueden luchar. Al final no fui capaz de hacerle un vestido. Encontré uno on-line en bluefly.com: un vestido tubo dorado, con un escote en forma de V para el catéter. Pero encima lleva una blusa de manga larga transparente, de las que se ajustan a la cintura, y que le hace reflejos cuando se mueve a un lado y a otro, así que cuando adviertes el extraño tubo triple que le sale del esternón, dudas de si no habrá sido un efecto óptico luminoso.

Hicimos cientos de fotos antes de salir de casa. Cuando Kate y Taylor ya se habían fugado y estaban esperándome en el coche, fui a guardar la cámara y me encontré a Brian en la cocina, de espaldas.

—Eh —le dije—. ¿No vienes a despedirnos como es debido, agitando el pañuelo, tirándonos arroz…?

Hasta que se volvió no me di cuenta de que se había ido a la cocina a llorar.

—No esperaba llegar a verlo —dijo—. No pensaba que podría tener un recuerdo así.

Me abracé a él, apretando nuestros cuerpos con tanta fuerza que parecía que nos hubieran grabado en la misma piedra lisa.

—Espéranos despierto —le susurré, y luego me marché.

Ahora le estoy sirviendo una copa de ponche a un chico al que se le ha empezado a caer el pelo a pequeños mechones. Se le caen sobre la negra solapa del smoking.

—Gracias —dice, mientras me fijo en sus ojos, que siguen siendo preciosos, oscuros como los de una pantera. Al apartar la vista me doy cuenta que Kate y Taylor han desaparecido.

¿Se habrá puesto mala? ¿Se habrá puesto malo él? Me he hecho el propósito de no ser sobreprotectora, pero hay demasiados chicos para que el personal sanitario no les pierda la pista. Le pido a otro padre que me releve en mi puesto y busco el lavabo de señoras. Compruebo el almacén de suministros. Atravieso vestíbulos vacíos y recorro pasillos oscuros y hasta miro en la capilla.

Por fin oigo la voz de Kate a través de una puerta entreabierta. Taylor y ella están bajo la luna, brillante como un reflector, cogidos de las manos. El patio que han encontrado es uno de los lugares preferidos de los residentes durante el día. Muchos médicos, que de otra forma no verían la luz del sol, salen a comer aquí.

Estoy a punto de preguntarles si están bien, cuando oigo hablar a Kate:

—¿Tienes miedo de morir?

Taylor sacude la cabeza.

—No, miedo no. En cambio a veces me da por pensar en mi entierro. En si la gente hablará bien de mí y esas cosas. Si habrá alguien que me llore. —Se queda dudando—. Si vendrá alguien siquiera.

—Yo iré —le promete Kate.

Taylor inclina la cabeza hacia la de Kate, y ella se le pega más, y entonces me doy cuenta de que por eso los he seguido. Sabía que era eso lo que iba a encontrarme, y como Brian, también quería otra foto más de mi hija, una foto para sostenerla entre los dedos con temor a romperla como si fuera un pedazo de cristal marino. Taylor levanta el borde de la mascarilla azul de Kate, y sé que debería dejarles, sé que tengo que dejarles, pero no lo hago, Tanto es lo que quiero que tenga.

Es hermoso cuando se besan: esas cabezas de alabastro inclinadas juntas, lisas como estatuas… Una ilusión óptica, una imagen reflejada en un espejo que se repliega en sí misma.

Al ingresar Kate en el hospital para someterse al trasplante de células madre, está en estado de naufragio emocional. Está mucho menos preocupada por el viscoso líquido del que le hacen una transfusión por el catéter que por el hecho de que Taylor no le haya llamado en los últimos tres días y que tampoco haya contestado a sus llamadas.

—¿Os habéis peleado? —le pregunto, y ella sacude la cabeza en señal de negación—. ¿Te ha dicho si se iba a algún sitio? A lo mejor se le ha presentado una emergencia —le digo—. Puede que no tenga nada que ver contigo.

—O puede que sí —replica Kate.

—Entonces la mejor venganza es ponerte buena para decirle cuatro cosas bien dichas —le señalo—. Vuelvo ahora mismo.

En el pasillo me acerco a Steph, una enfermera que acaba de entrar de guardia y que conoce a Kate desde hace años. La verdad es que estoy tan sorprendida como Kate por la falta de comunicación de Taylor. Él sabía que a ella la ingresaban.

—Taylor Ambrose —le pregunto a Steph—, ¿sabes si ha estado hoy aquí? —Ella me mira parpadeando—. Un chico alto, agradable, que está colado por mi hija —bromeo.

—Oh, Sara… Había dado por sentado que alguien se lo habría dicho —dice Steph—. Ha muerto esta mañana.

No se lo digo a Kate. No le digo nada durante un mes. Hasta el día en que el doctor Chance me dice que Kate está lo bastante restablecida para salir del hospital, hasta que Kate se ha autoconvencido de que está mejor sin él. Soy incapaz de empezar a decir las palabras que utilicé: ninguna de ellas es lo bastante grande para soportar el peso con el que cargan. Mencionaré que fui a casa de Taylor y hablé con su madre, que se vino abajo en mis brazos y me dijo que había querido llamarme, pero que una parte de ella estaba tan celosa que se había tragado todo lo que hubiera querido decir. Me dijo que Taylor, que había vuelto a casa del baile caminando al aire libre, se había metido en su habitación en mitad de la noche con 40,5º de fiebre. Que quizá fuera vírico o quizá fúngico, pero que había entrado en una crisis respiratoria y luego había sufrido un paro cardíaco, y después de treinta minutos de esfuerzos los médicos lo dejaron estar.

A Kate no le cuento otra cosa que me dijo Jenna Ambrose: que después entró y se quedó mirando a su hijo, que ya no era su hijo. Que se había estado sentada cinco horas enteras, convencida de que se despertaría. Que incluso ahora oye a veces ruido arriba y le parece que Taylor se mueve en su habitación, y que el medio segundo de regalo que tarda en recordar la verdad es el único motivo que tiene para levantarse cada mañana.

—Kate —le digo—. Lo siento mucho.

A Kate se le descompone la expresión.

—Pero yo le quería —replica, como si eso bastara.

—Lo sé.

—Y tú no me lo dijiste.

—No podía. Porque en esos momentos tú misma luchabas por ti y hubieras podido renunciar.

Cierra los ojos y se vuelve de lado con la cabeza sobre la almohada, llorando tan fuerte que el monitor al que sigue conectada se pone a pitar y atrae al personal sanitario.

La toco con la mano.

—Kate, tesoro, hice lo que era mejor para ti.

Ella se niega a mirar hacia mí.

—No me toques —murmura—. Eso lo haces muy bien.

Kate me deja de hablar durante siete días y once horas. Al volver del hospital, procedemos con el aislamiento inverso de forma mecánica, porque ya lo hemos hecho antes. Por la noche me estiro en la cama junto a Brian y me pregunto cómo es que puede dormir. Miro al techo y pienso que he perdido a mi hija antes de que se haya ido.

Un día, al pasar por delante de su habitación, la encuentro sentada en el suelo con un montón de fotografías a su alrededor. Están, como esperaba, las que tomamos de ella y Taylor antes del baile: Kate vestida primorosamente con aquella reveladora mascarilla tapándole la boca. Taylor le ha dibujado encima una sonrisa con lápiz de labios, para que salga sonriendo en las fotos, o al menos eso dice.

Eso hizo reír a Kate. Parece imposible que ese chico, que era una presencia tan sólida cuando se disparaba el flash hace apenas unas semanas, simplemente ya no esté. Noto una punzada en mi interior, e inmediatamente una sencilla palabra: acostumbrarse.

Pero hay más fotos, de cuando Kate era más pequeña. Una de Kate y Anna en la playa, agachadas observando un cangrejo ermitaño. Otra de Kate vestida de míster Peanut para la noche de Halloween. Otra de Kate con la cara llena de queso de untar, aguantándose las dos mitades de un donut a modo de gafas.

En otro montón están sus fotos de bebé, todas de cuando tenía tres años o menos. Sonríe, con los huecos de los dientes caídos, iluminada desde atrás por un sol que se filtra entre los endrinos, inconsciente de lo que se le va a venir encima.

—No recuerdo ser esta niña —dice Kate, tranquila, y esas primeras palabras tienden un puente de cristal, que se mueve bajo mis pies mientras entro en la habitación.

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