La decisión más difícil (43 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

BOOK: La decisión más difícil
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Ella me mira.

—No.

—¿No hay ningún motivo o no puedes decírmelo?

—Hay cosas de las que no me gusta hablar. —Se le ensombrece el rostro—. Pensaba que tú al menos serías capaz de entenderlo.

Sabe exactamente qué teclas pulsar.

—Consúltalo con la almohada —le sugiero con firmeza.

—No pienso cambiar de opinión.

Me levanto y tiro al cubo mi vaso de café entero.

—Muy bien —le digo—. Entonces no esperes de mí que cambie tu vida.

S
ARA
En la actualidad

Sucede una cosa curiosa con el paso del tiempo: una especie de calcificación del carácter. Verán, si la luz le da al rostro de Brian desde la perspectiva adecuada, aún puedo ver la pálida tonalidad azul de sus ojos que siempre me han hecho pensar en una isla oceánica a la que hubiera que llegar a nado. Por debajo de las finas líneas de su sonrisa, está su barbilla hendida, el primer rasgo que he buscado en los rostros de mis hijos al nacer. Y luego está esa resolución, esa voluntad tranquila y esa paz firme que siempre he deseado que me contagiara un poco. Éstos son los elementos básicos que hicieron que me enamorara de mi marido; si hay veces en que no le reconozco, tal vez no sea tampoco una desventaja. Los cambios no siempre son a peor; el nácar que se forma alrededor de un grano de arena a algunas personas les parece una deformidad, a otras una perla.

Los ojos de Brian se apartan de Anna, que se toquetea una costra en el pulgar, y se clavan en mí. Me mira como miraría un ratón a un halcón. Hay algo en ello que me duele: ¿así es como realmente me ve?

¿Así es como me ven los demás?

Desearía que no hubiera un tribunal que se interpusiera entre nosotros. Me gustaría poder acercarme a él. «Escucha —le diría—, no es así como yo había pensado que discurrirían nuestras vidas, y es posible que no podamos encontrar una salida a este callejón. Pero no hay nadie con quien hubiera preferido perderme».

«Escucha —le diría—, tal vez estaba equivocada».

—Señora Fitzgerald —me pregunta el juez DeSalvo—, ¿tiene alguna pregunta para el testigo?

Pienso que es un buen término para un cónyuge. ¿Qué otra cosa hacen un esposo o una esposa, si no es dar fe en un juicio de los errores del uno y del otro?

Me levanto lentamente del asiento.

—Hola, Brian —digo, con una voz ni por asomo lo firme que yo habría esperado.

—Sara —responde.

Una vez intercambiadas estas palabras, no tengo la menor idea de lo que decir a continuación.

Me invade un recuerdo. Habíamos decidido salir, pero no sabíamos dónde ir. Así que nos subimos al coche y arrancamos, y cada media hora dejábamos que uno de los niños eligiera una salida o dijera si girábamos a la izquierda o a la derecha. Acabamos en Seal Cove, Maine, y allí nos detuvimos, porque la siguiente indicación de Jesse nos habría llevado de cabeza al Atlántico. Alquilamos una cabaña sin calefacción ni electricidad… con el miedo que nuestros tres hijos tenían a la oscuridad.

No me doy cuenta de que he estado hablando en voz alta hasta que Brian responde:

—Sí, ya me acuerdo —dice—. Llenamos el suelo con tantas velas que estaba seguro de que íbamos a incendiar aquel sitio. Pero estuvo lloviendo cinco días seguidos.

—Y el sexto día, cuando el tiempo aclaró, había tantos tábanos que no pudimos ni pensar en salir.

—Y Jesse cogió urticaria y se le hincharon tanto los ojos que no podía abrirlos…

—Disculpen —nos interrumpe Campbell Alexander.

—Se admite —dice el juez DeSalvo—. ¿Adónde nos lleva todo esto, letrada?

No habíamos pretendido ir a ningún sitio, y el lugar al que habíamos ido a parar era horrendo, y a pesar de todo no cambiaría esa semana por nada del mundo. Cuando no sabes adonde te encaminas, encuentras sitios que a nadie más se le habría ocurrido siquiera explorar.

—Cuando Kate no estaba enferma —dice Brian lentamente, con cuidado—, pasamos muy buenos momentos juntos.

—¿No crees que Anna los echaría de menos si Kate faltara?

Campbell se ha levantado de su asiento, como habría esperado.

—¡Protesto!

El juez sostiene la mano en alto y le hace un gesto a Brian con la cabeza instándole a responder.

—Todos los echaríamos de menos —dice.

Y en ese momento sucede algo de lo más extraño. Brian y yo, uno frente al otro como postes, nos encaramos como lo hacen a veces los imanes y, en lugar de repelernos, de pronto parece como si ambos estuviéramos del mismo lado. Somos jóvenes y latimos al mismo ritmo por primera vez; nos hemos hecho viejos y nos preguntamos cómo hemos podido recorrer esta enorme distancia en un período de tiempo tan breve. Estamos viendo los fuegos artificiales por televisión, una Nochevieja más, con tres niños dormidos encajados entre nosotros en nuestra cama, apretados tan fuerte que puedo sentir el orgullo de Brian aunque no nos tocamos.

De repente ya no importa que se fuera con Anna, ni que cuestionara algunas de las decisiones tomadas respecto a Kate. Él hizo lo que creyó justo, lo mismo que yo, de modo que no puedo culparle por ello. A veces la vida te atrapa de tal forma con la nimiedad de los detalles que te olvidas de que estás viviéndola. Siempre hay otro compromiso al que atender, otra factura que pagar, otro síntoma que se presenta, otro día sin incidentes que señalar en el calendario. Hemos sincronizado los relojes, examinado las agendas, dispuesto nuestras vidas al minuto, y nos hemos olvidado por completo de dar un paso atrás, tomar distancia y contemplar lo que hemos conseguido.

Si perdiéramos hoy a Kate, la habríamos tenido dieciséis años, y eso no nos lo puede quitar nadie. Y dentro de decenios, cuando sea difícil recordar la imagen de su cara cuando se reía, el tacto de su mano en la mía o el timbre perfecto de su voz, tendré que decirle a Brian: «¿No te acuerdas? Era así».

La voz del juez rompe mi ensueño.

—Señora Fitzgerald, ¿ha terminado?

En realidad no necesito interrogar a Brian, ya sé cuáles serán sus respuestas. Lo que he olvidado son las preguntas.

—Casi. —Me vuelvo hacia mi marido—. Brian —le pregunto—, ¿cuándo vuelves a casa?

En los intestinos del edificio de los tribunales hay una fila de robustas máquinas expendedoras, ninguna de las cuales tiene nada de lo que te apetecería comer. Después de que el juez DeSalvo impone un descanso, bajo a ese lugar y me quedo mirando las bolsas de Starburst, Pringle y Cheetos atrapadas en sus celdas en espiral.

—Las Oreo son la mejor opción —dice Brian a mi espalda. Me vuelvo en el momento en que mete en la máquina los setenta y cinco centavos—. Sencillo. Clásico. —Aprieta dos botones y las galletas se lanzan a su salto suicida hacia el fondo de la máquina.

Me acompaña a la mesa, llena de rayas y manchas dejadas por personas que han grabado eternamente sus iniciales y legado sus pensamientos más íntimos sobre la superficie.

—No sabía qué preguntarte, ahí arriba en el estrado —admito, dubitativa—. Brian, ¿crees que hemos sido unos buenos padres? —Pienso en Jesse, a quien dejé por imposible hace tanto tiempo. En Kate, a quien no soy capaz de arreglar. En Anna.

—No lo sé —dice Brian—. ¿Lo sabe alguien?

Me da el paquete de Oreo. Al abrir la boca para decirle que no tengo hambre, me mete una galleta dentro. La noto rica y áspera al contacto con la lengua, y de pronto me siento hambrienta. Brian me limpia con cuidado las migajas de los labios, como si estuviera hecha de porcelana fina. Le dejo que lo haga. Pienso que quizá no había probado nunca nada tan dulce.

Brian y Anna vuelven a casa esa noche. Ambos la acogemos con mimo, la besamos. Brian se va a tomar una ducha. Dentro de nada me iré al hospital, pero antes me siento delante de Anna, encima de la cama de Kate.

—¿Vas a soltarme un sermón? —me pregunta.

—No en el sentido en que piensas. —Paso el dedo por el borde de una de las almohadas de Kate—. No eres mala persona; lo que quieres es ser tú misma.

—Yo nunca he…

Levanto la mano.

—Lo que quiero decir es que esos pensamientos son muy humanos. Y sólo porque te hayas mostrado diferente a como los demás imaginaran, eso no significa que hayas fracasado. Una niña a la que le va mal en una escuela y se cambia, puede que sea la más popular en la nueva, sólo por el hecho de que nadie se hubiera hecho expectativas sobre ella. O una persona que se matricula de medicina porque su familia está llena de médicos, puede que descubra que lo que de verdad quiere ser es artista y no médico. —Respiro profundamente y sacudo la cabeza—. ¿Se entiende lo que quiero decir?

—No mucho.

Eso me hace sonreír.

—Supongo que lo que estoy diciendo es que me recuerdas a alguien.

Anna se incorpora apoyándose en un codo.

—¿A quién?

—A mí —le digo.

Cuando llevas tanto tiempo con tu compañero, se ha convertido en el mapa de carreteras que suele llevarse en la guantera del coche, gastado por el uso y con los pliegues blancos, la guía que conoces tan bien que podrías buscar en ella de memoria y que por eso la llevas a cualquier viaje que tengas que hacer. Y, sin embargo, cuando menos te lo esperas, un día abres los ojos y ves un desvío desconocido, una elevación en el terreno que no estaba allí antes, y entonces tienes que detenerte y te preguntas si esa particularidad del paisaje es nueva o no será más bien algo que siempre ha estado ahí y que tú no habías advertido.

Brian está tumbado en la cama a mi lado. No dice nada, tiene la mano puesta en el valle formado por la curva de mi cuello. Luego me da un beso, prolongado y agridulce. Eso podía esperarlo, pero no lo siguiente: me muerde el labio tan fuerte que me sabe a sangre.

—Ay —exclamo, intentando reír, tomármelo a la ligera. Pero él no se ríe ni me pide disculpas. Se inclina, me lame el labio para enjugarlo.

Me hace dar un vuelco por dentro. Éste es Brian y este no es Brian, y ambos son dignos de destacar. Me paso la lengua por la sangre, cobriza y líquida. Me abro como una orquídea, hago de mi cuerpo una cuna, y siento su aliento buscarme por la garganta, bajarme por los pechos. Deja reposar la cabeza un momento en mi vientre, y lo mismo que ese mordisco ha sido algo inesperado, siento ahora la punzada de lo familiar: esto es lo que hacía todas las noches, como un ritual, cuando estaba embarazada.

Se mueve otra vez. Se eleva sobre mí, como un segundo sol, y me llena de luz y calor. Somos como un estudio de contrastes, de lo duro a lo suave, de lo claro a lo oscuro, de lo frenético a lo calmado, y sin embargo hay algo en la forma en que encajamos que me hace comprender que ninguno de los dos estaría del todo bien sin el otro. Somos una cinta de Möbius, dos cuerpos continuos, un laberinto imposible.

—Vamos a perderla —digo en un susurro, y ni siquiera sé si estoy hablando de Kate o de Anna.

Brian me besa.

—Para —dice.

No volvemos a decir nada. Es lo más seguro.

M
IÉRCOLES

Pero, de esas llamas,

no hay luz visible, más bien oscuridad visible.

J
OHN
M
ILTON

El Paraíso Perdido

J
ULIA

Izzy está sentada en la sala de estar cuando vuelvo de mi carrera matutina.

—¿Estás bien? —me pregunta.

—Sí. —Me desato las zapatillas mientras me seco el sudor de la frente—. ¿Por qué?

—Porque la gente normal no sale a hacer
jogging
a las cuatro y media de la mañana.

—Bueno, tenía energías que quemar.

Entro en la cocina, pero la cafetera que he programado para tener a punto mi café de avellanas no ha hecho su trabajo. Compruebo la clavija y pulso algunos botones, pero el diodo luminoso está apagado.

—Maldito cacharro —digo, arrancando el cable de la pared de un tirón—. No es tan viejo para que ya no vaya.

Izzy viene y manipula el sistema.

—¿Aún está en garantía?

—No sé. Me da igual, lo único que sé es que cuando pagas para que te hagan café se supone que debería hacerte una taza de café; mereces tener tu maldita taza de café.

Dejo caer con tal fuerza el recipiente de cristal vacío que se rompe en la pila. Luego me dejo caer, apoyada contra los armarios de la cocina, y me pongo a llorar.

Izzy se arrodilla junto a mí.

—¿Qué ha hecho él?

—Exactamente lo mismo, Iz —digo entre dos sollozos—. Soy tan rematadamente estúpida.

Me pasa los brazos alrededor del cuello.

—¿Aceite hirviendo? —sugiere—. ¿Botulismo? ¿Castración? Elige.

Eso me hace sonreír un poco.

—Tú también lo harías.

—Sólo porque tú lo harías por mí.

Me apoyo contra el hombro de mi hermana.

—Creía que un rayo no caía dos veces en el mismo sitio.

—Ya lo creo que cae —dice Izzy—. Pero sólo si eres lo bastante tonta para moverte.

La primera persona que me saluda al llegar a los tribunales a la mañana siguiente no es una persona, sino el perro,
Juez
. Sale disparado de detrás de una esquina con las orejas gachas, escapando sin duda del elevado volumen de la voz de su amo.

—Eh —le digo, apaciguándolo, pero
Juez
no quiere oír hablar. Me engancha del faldón de la chaqueta del traje (Campbell pagará la factura de la tintorería en seco, lo juro), y tira de mí para hacerme entrar en combate.

Oigo a Campbell antes de doblar la esquina.

—He perdido el tiempo y recursos humanos, ¿y sabes una cosa? Que eso no es lo peor. He perdido la buena opinión que tenía de un cliente.

—Sí, bueno, pero no te creas que eres el único que se ha equivocado —le replica Anna—. Te contraté a ti porque pensaba que tenías agallas. —Me da un empujón al pasar—. Gilipollas —masculla entre dientes.

En ese momento recuerdo cómo me sentí cuando me desperté sola en aquel barco: decepcionada, a la deriva. Enfadada conmigo misma por haberme dejado llevar hasta aquella situación.

¿Por qué demonios no me enfadé con Campbell?

Juez
salta sobre Campbell, arañándole a la altura del pecho con las pezuñas.

—¡Baja! —le ordena, y al volverse me ve—. Tú no tenías por qué escuchar todo esto.

—Apuesto a que no.

Se deja caer en una silla sin brazos, en la sala de reuniones, y se pasa la mano por la cara.

—No quiere declarar como testigo.

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