—Por desgracia —digo al tribunal—, también hay un momento en que uno debe detenerse y decirse a sí mismo que ha llegado el momento de no seguir adelante.
Durante un mes después de dejarme Campbell no me levantaba de la cama más que cuando estaba obligada a ir a misa o a sentarme a la mesa. Dejé de lavarme el pelo. Tenía unas oscuras ojeras bajo los ojos. Izzy y yo, a primera vista, teníamos un aspecto por completo diferente.
El día en que reuní el valor necesario para levantarme de la cama por voluntad propia, fui a Wheeler y me paseé por el embarcadero, procurando mantenerme oculta con cuidado hasta que me encontré con un muchacho del equipo de vela, un estudiante de verano, que estaba sacando a navegar uno de los botes de la escuela. Tenía el pelo rubio, en contraste con el de Campbell, moreno. Era fornido, en lugar de alto y delgado. Fingí que necesitaba que me llevaran a casa.
Al cabo de una hora me lo había tirado en el asiento trasero de su Honda.
Lo hice porque si había otro, dejaría de oler a Campbell en la piel y a notar su gusto en el interior de los labios. Lo hice porque me había sentido tan vacía por dentro que tenía miedo de salir volando, como un globo de helio, tan alto que no se ve el menor atisbo de color.
Sentí a ese muchacho cuyo nombre no tenía por qué preocuparme en recordar, gruñendo y moviéndose dentro de mí, tan vacía y lejos estaba. Y de repente supe lo que les pasaba a tantos globos perdidos: eran los amores que se nos escapan de entre los dedos, las miradas vacías que se elevan en todo cielo nocturno.
—Cuando me encargaron este cometido hace dos semanas —le explico al juez— y empecé a conocer la dinámica de esta familia, me pareció que lo mejor para Anna era su emancipación médica. Pero entonces me di cuenta de que estaba haciendo juicios similares a los que hacen todos los miembros de esta familia… basados únicamente en los efectos fisiológicos, en lugar de tener en cuenta los efectos psicológicos. Lo más fácil a la hora de plantearse tomar una decisión es imaginarse lo que es más correcto para Anna desde un punto de vista médico. En pocas palabras: no es lo mejor para Anna donar órganos y sangre que no le reportan a ella beneficios médicos pero que prolonga la vida de su hermana.
Veo chispear los ojos de Campbell. Este apoyo inesperado le ha sorprendido.
—Es difícil dar con una solución adecuada… porque, aunque es posible que ser donante de su hermana no sea lo mejor para Anna, su propia familia es incapaz de tomar decisiones objetivas al respecto. Si la enfermedad de Kate es un tren sin frenos, resulta que todo el mundo reacciona a medida que se producen las crisis, imaginando cuál es el mejor modo de llevarlo hasta la siguiente estación. Y siguiendo con la misma analogía, la presión de sus padres representa un cambio de agujas: Anna no es lo bastante fuerte, ni mental ni físicamente, para seguir sus propias decisiones, y menos conociendo los deseos de sus padres.
El perro de Campbell se incorpora y se pone a gemir. Distraída, me vuelvo hacia el ruido. Campbell aparta el hocico de
Juez
, sin apartar sus ojos de mí en ningún momento.
—No veo a nadie en la familia Fitzgerald capaz de tomar decisiones imparciales por lo que respecta a la salud de Anna —admito—. Ni sus padres, ni la propia Anna.
El juez DeSalvo me mira con el entrecejo fruncido.
—Entonces, señora Romano —me pregunta—, ¿cuál es su recomendación ante este tribunal?
No va a vetar la petición.
Éste es mi primer pensamiento de incredulidad: que mi defensa aún no ha sido pasto de las llamas, incluso después del testimonio de Julia. Mi segundo pensamiento es que Julia está tan destrozada en relación con este caso y con lo que se le ha hecho a Anna como yo, sólo que ella lo ha expuesto a la luz para que todo el mundo lo vea.
Juez
ha elegido justo este momento para fastidiar como un dolor de muelas. Me clava los dientes en la chaqueta y se pone a tirar de ella, pero que me cuelguen si consiento en interrumpir la declaración de Julia antes de que se haya acabado.
—Señora Romano —le pregunta DeSalvo—, ¿cuál sería su recomendación ante este tribunal?
—No lo sé —dice ella con suavidad—. Lo siento. Es la primera vez que desempeño la función de tutora ad litera sin ser capaz de emitir una recomendación; sé muy bien que eso no es aceptable. Pero es que por un lado están Brian y Sara Fitzgerald, que lo único que han hecho ha sido elegir por amor de entre las opciones que se han ido presentando a lo largo de las vidas de sus hijas. Desde este punto de vista, no parece que las decisiones que han tomado hayan sido las erróneas… aunque no se pueda decir que hayan sido las decisiones acertadas para ambas hijas.
Se vuelve hacia Anna, y puedo sentirla junto a mí sentada un poco más erguida, más orgullosa.
—Por otro lado está Anna, quien después de trece años se pone en pie por sí misma… corriendo el riesgo de perder a la hermana a la que quiere. —Julia sacude la cabeza—. Es una decisión salomónica, señoría. Sólo que lo que me pide no es que parta por la mitad a un bebé, sino a una familia.
Al notar un tirón en el otro brazo, me dispongo a darle un manotazo al perro para apartarlo, pero entonces me doy cuenta de que esta vez se trata de Anna.
—Está bien —dice en un susurro.
El juez DeSalvo le dice a Julia que puede bajar del estrado.
—Está bien, ¿el qué? —le digo también en voz baja.
—Que sí, que hablaré —dice Anna.
Me quedo mirándola con incredulidad.
Juez
se ha puesto a gemir otra vez y me golpea el muslo con el hocico, pero no puedo arriesgarme a pedir un descanso. Lo único que necesita Anna para cambiar de opinión es una décima de segundo.
—¿Estás segura?
Pero no me contesta. Se pone de pie, atrayendo sobre ella la atención de la sala entera.
—¿Juez DeSalvo? —Anna respira profundamente—. Tengo algo que decir.
Déjenme que les hable de la primera vez que tuve que hacer una exposición oral en clase: iba a tercer curso y tenía que hablar de los canguros. Son muy interesantes los canguros. Y no sólo se encuentran en Australia, ¿lo sabían? Como si fueran una especie de mutación evolutiva, tienen los ojos de un ciervo y las inútiles pezuñas de un tiranosaurio rex. Claro que lo más fascinante de los canguros es su bolsa, por supuesto. La cría, al nacer, es poco más que un microbio, pero se las arregla para arrastrarse bajo los pliegues y acurrucarse dentro, mientras su ignorante madre sigue saltando por el campo. Y esa bolsa no es como la que pintan en los dibujos animados del sábado por la mañana, sino que es rosa y está arrugada como la parte interior de nuestros labios y llena de importantes vasos maternos. Les aseguro que no he conocido ninguna cangura que sólo lleve una cría. Siempre aparece algún que otro hermanito, diminuto y gelatinoso, pegado al fondo, mientras sus hermanos mayores arañan a su alrededor con sus enormes pies para buscarse una posición cómoda.
Como pueden ver, me sabía muy bien la lección. Pero cuando ya casi era mi turno, justo en el momento en que Stephen Scarpinio mostraba en alto un modelo en cartón de un lémur, supe que me iba a poner enferma. Me levanté y fui a decirle a la señora Cuthbert que si no me dejaba ir y me hacía quedar a exponer mi trabajo, alguien no lo iba a pasar muy bien.
—Anna —me dijo—, si te dices a ti misma que vas a hacerlo bien, lo harás bien.
De modo que cuando Stephen acabó, me levanté. Respiré profundamente.
—Los canguros —dije— son marsupiales que viven únicamente en Australia.
Entonces proyecté un vómito sobre cuatro chicos que habían tenido la mala suerte de sentarse en primera fila.
El resto del curso tuve que soportar que me llamaran CanguRalph
[25]
. De vez en cuando siempre había algún chico que viajaba en avión, y luego yo me encontraba en la taquilla una de esas bolsitas para vomitar que dan en los aviones, sujeta con imperdibles en la parte delantera de mi jersey de lana, a modo de bolsa marsupial improvisada. Fui la mayor vergüenza del colegio hasta que Darren Hong se lanzó a capturar la bandera en el gimnasio y le bajó por accidente la falda a Oriana Bertheim.
Les cuento todo esto para que comprendan mi aversión general a hablar en público.
Sólo que ahora, aquí sentada en el estrado de los testigos, hay cosas más temibles aún. No se trata de que me ponga nerviosa, como cree Campbell. Tampoco es que me dé miedo quedarme muda. Lo que temo es hablar demasiado.
Al mirar a la sala veo a mi madre, sentada en su mesa de abogado, y a mi padre, que me observa con el más leve esbozo de sonrisa. Y de pronto no puedo creer que se me haya ocurrido pensar que podía llegar a pasar por todo esto. Estoy sentada en el borde de la silla, a punto de pedir perdón por haberle hecho perder el tiempo a todo el mundo y echar a correr… cuando me doy cuenta de que Campbell tiene un aspecto verdaderamente calamitoso. Está sudando y tiene las pupilas tan dilatadas que parecen lunas embutidas en el rostro.
—Anna —me pregunta Campbell—, ¿quieres un vaso de agua?
Le miro y pienso: «¿No lo querrás tú?».
Lo que quiero es irme a casa. Quiero huir a algún lugar en el que nadie conozca mi nombre y pueda aparentar ser la hija adoptada de un millonario, heredera de un emporio empresarial de pasta de dientes, o una estrella japonesa del pop.
Campbell se vuelve hacia el juez.
—¿Puedo hablar un momento con mi cliente?
—Está usted en su casa —dice el juez DeSalvo.
Así que Campbell se sube al estrado de los testigos y se inclina sobre mí tan cerca que sólo yo puedo oírle.
—Cuando era pequeño tenía un amigo que se llamaba Joseph Balz —me dice susurrando—. Imagínate si la doctora Neaux se hubiera casado con él.
Cuando se aparta yo aún sigo sonriendo y pensando que tal vez, sólo tal vez, pueda aguantar allí arriba un par o tres de minutos.
El perro de Campbell se está volviendo loco, ése sí que necesita un poco de agua o lo que sea, a juzgar por su aspecto. Y yo no he sido la única en darme cuenta.
—Señor Alexander —dice el juez DeSalvo—, por favor, controle a su animal.
—No,
Juez
.
—Perdón, ¿cómo ha dicho?
Campbell se pone rojo como un tomate.
—Se lo decía al perro, señoría, como me ha pedido. —Se vuelve hacia mí—. Anna, ¿qué te llevó a interponer esta demanda?
Una mentira, como probablemente sepan, tiene un regusto propio y especial. Basto, amargo y nunca muy agradable, como cuando te metes en la boca un bombón con relleno esperando que se te llene de caramelo y te encuentras en su lugar sabor de limón.
—Ella me lo pidió —digo las cuatro primeras palabras que van a convertirse en una avalancha.
—¿Quién pidió qué?
—Mi mamá —digo, mirando los zapatos de Campbell—. Un riñón. —Bajo la mirada, me miro la falda, cojo un hilo con la punta de los dedos. Puede que si estiro lo desenrede todo.
Hace unos dos meses a Kate le diagnosticaron una insuficiencia renal. Se cansaba con facilidad, había perdido peso, retenía agua y padecía frecuentes vómitos. Se buscó la causa en toda una serie de cosas: anomalías genéticas, inyecciones de hormona de factor de crecimiento estimulador de colonias granulocito-macrófago que Kate había recibido anteriormente para favorecer la producción de médula, estrés generado por otros tratamientos. La sometieron a diálisis para liberarla de las toxinas que pululaban por su corriente sanguínea. Hasta que la diálisis dejó de funcionar.
Una noche, mi madre entró en nuestra habitación, cuando Kate y yo estábamos pasando el rato sin más. Mi padre venía con ella, lo que significaba que el tema era algo más grave que hablar de quién se ha dejado abierto otra vez el grifo del lavabo.
—He estado informándome de algunas cosas por Internet —dijo mi madre—. Los clásicos trasplantes de órganos no requieren ni con mucho una recuperación tan difícil como los trasplantes de médula ósea.
Kate me miró y cambió el CD. Ambas sabíamos adonde llevaba todo eso.
—Un riñón no se compra en una tienda Kmart.
—Ya lo sé. Resulta que para ser donante de riñón lo único que se necesita es tener un par de proteínas HLA compatibles… y no las seis. He llamado al doctor Chance para preguntarle si yo podía ser compatible contigo y me ha dicho que en casos normales probablemente podría serlo.
Kate ha captado las palabras clave:
—¿En casos normales?
—Que no es el tuyo. El doctor Chance piensa que rechazarías un órgano procedente del fondo general de donantes, aunque sólo sea porque tu cuerpo ya ha pasado por muchas pruebas. —Mi madre bajó la vista, mirando la alfombra—. Él no recomendaría el trasplante a no ser que el riñón fuera de Anna.
Mi padre sacudió la cabeza en señal de negación.
—Eso es cirugía invasiva —dijo con calma—. Para las dos.
Me puse a pensar en todo eso. ¿Tendría que ir al hospital? ¿Me dolería? ¿Se puede vivir con un solo riñón?
¿Qué pasaría si acababa con insuficiencia renal cuando tuviera, pongamos, setenta años? ¿Dónde conseguiría entonces un riñón de sobra para mí?
Antes de poder plantear ninguna de aquellas cuestiones, fue Kate la que habló.
—No pienso volver a pasar por todo eso, ¿vale? Ya estoy harta de hospitales, de quimio, de rayos y de todo lo demás. Dejadme en paz de una vez, ¿queréis?
Mi madre se quedó blanca.
—Está bien, Kate. Adelante, ¡suicídate entonces!
Ella volvió a ponerse los auriculares, subiendo tanto el volumen de la música que podía escucharse.
—No se trata de suicidarse —dijo— cuando ya te estás muriendo.
—¿Le dijiste a alguien en algún momento que no querías ser donante? —me pregunta Campbell, mientras su perro se pone a dar vueltas en círculo en el frente de la sala.
—Señor Alexander —dice el juez DeSalvo—, voy a tener que llamar a un ujier para que se lleve su… mascota.
Tiene razón, el perro está totalmente fuera de control. Se ha puesto a ladrar y a dar saltos apoyando las patas delanteras en Campbell, sin dejar de dar esos círculos cerrados. Campbell hace caso omiso de ambos jueces.
—Anna, ¿decidiste tú sola entablar este pleito?
Ya sé por qué me lo pregunta: quiere que todo el mundo sepa que soy capaz de tomar decisiones difíciles. Y yo tengo incluso la mentira preparada, atrapada entre los dientes y retorciéndose como una serpiente. Pero lo que tengo intención de decir no es lo que aflora de labios para fuera.