La decisión más difícil (48 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

BOOK: La decisión más difícil
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—Kate —le confieso—, lo siento tanto…

Ella se aparta, hasta poder mirarme a los ojos.

—No lo sientas —dice con ferocidad—. Porque yo tampoco lo siento. —Intenta sonreír, lo intenta con todas sus fuerzas—. Ésta ha sido buena, ¿eh, mamá?

Me muerdo el labio, sintiendo el enorme peso de las lágrimas.

—Muy buena, hija —respondo.

J
UEVES

Un fuego consume el fuego de otro,

Una pena es mitigada por la angustia de otro.

W
ILLIAM SHAKESPEARE

Romeo y Julieta

C
AMPBELL

Está lloviendo.

Cuando salgo a la sala de estar,
Juez
tiene la nariz aplastada contra el cristal que ocupa una pared entera del apartamento. Se pone a gimotear a las gotas que bajan zigzagueando.

—No podrás atraparlas —le digo dándole unas palmaditas en la cabeza—. No se puede llegar al otro lado.

Me siento en la alfombra con él, aun sabiendo que tengo que levantarme, vestirme e ir al tribunal, que debería estar repasando mi intervención de clausura una vez más, y no estar aquí sentado sin hacer nada. Pero hay algo en este tiempo lluvioso que resulta hipnótico. Solía ir sentado en el asiento delantero del Jaguar de mi padre y veía cómo las gotas de lluvia se lanzaban a sus misiones kamikaze desde el borde del parabrisas hasta la goma del limpia. A él le gustaba dejar los limpiaparabrisas en posición intermitente, así que el mundo de mi lado del cristal se convertía en un universo líquido por espacios de tiempo. Yo me enfadaba mucho. «Cuando conduzcas tú —me decía mi padre cuando me quejaba—, podrás hacer lo que quieras».

—¿Te duchas tú primero?

Julia aparece en el hueco de la puerta del dormitorio, descalza y con una camiseta mía que le llega hasta medio muslo. Retuerce los dedos en la moqueta.

—Ve tú —le digo—. Siempre puedo salir al balcón.

Ella se fija entonces en el tiempo.

—Qué día más feo, ¿eh?

—Un buen día para ser vapuleado en el tribunal —contesto, aunque sin mucha convicción. Hoy no me apetece nada tener que afrontar la decisión del juez DeSalvo y, por una vez, eso no tiene nada que ver con el miedo a perder el caso. He hecho todo lo que podía, teniendo en cuenta lo que Anna ha reconocido en el estrado. Tengo al menos la esperanza de haber hecho que se sienta mejor en relación con lo que ha hecho. Ya no tiene ese aspecto de niña indecisa; hasta ahí es cierto. Ni egoísta. Ahora parece como cualquiera de nosotros… intentando descubrir exactamente quién es y qué hacer con ello.

Como Anna me dijo una vez, la verdad es que nadie va a ganar. Vamos a pronunciar nuestros alegatos finales y a escuchar la opinión del juez, pero ni siquiera entonces habrá acabado todo.

En lugar de ir al baño, Julia se acerca a mí. Se sienta en el suelo a mi lado con las piernas cruzadas y toca con los dedos la superficie de cristal.

—Campbell —dice—, no sé cómo decirte una cosa.

Todo en mi interior se queda inmovilizado.

—Dila de prisa —le sugiero.

—No soporto tu apartamento.

Sigo su mirada, que va de la alfombra gris al sofá negro, a la pared acristalada y a las estanterías de libros barnizadas. Está todo lleno de ángulos y líneas rectas y de arte caro. Está provisto de los artilugios electrónicos más avanzados, y de timbres y avisadores. Es una casa de ensueño, pero no es un hogar para nadie.

—¿Sabes? —le digo—. Yo tampoco.

J
ESSE

Está lloviendo.

Salgo afuera y me pongo a caminar calle abajo. Paso por delante de la escuela de primaria y atravieso dos cruces. En cinco minutos estoy calado hasta los huesos. Entonces es cuando me pongo a correr. Corro tanto que me duelen los pulmones y me queman las piernas, hasta que, al final, cuando no puedo dar ni un paso más, me tiro de espaldas al suelo en medio del campo de fútbol del instituto.

Una vez tomé ácido en este mismo sitio, durante una tormenta de lluvia y truenos como ésta. Me tumbé a ver desplomarse el cielo. Me imaginaba que las gotas se deshacían y se mezclaban con mi piel. Esperé el rayo que me atravesara el corazón y me hiciera sentir vivo al menos un uno por ciento por vez primera en toda mi triste existencia.

El rayo tuvo su oportunidad y no cayó aquel día. Tampoco acude esta mañana.

Así que me levanto, me aparto el pelo de los ojos y trato de pensar un plan mejor.

A
NNA

Está lloviendo.

Esa lluvia que cae tan fuerte que suena como la ducha aun después de haberla cerrado. Esa que te hace pensar en diques, diluvios y arcas. Esa misma que te hace desear volverte a meter en la cama, cuando las sábanas aún no han perdido el calor de tu cuerpo, y fingir que en el reloj es cinco minutos más pronto de lo que es en realidad.

Pregunten a cualquier niño que haya pasado de cuarto curso y se lo dirá: el agua no deja de moverse jamás. La lluvia cae y baja por la montaña hasta el río. El río se abre camino hasta el mar. Se evapora, como un alma, en forma de nube. Y después, como todo lo demás, comienza el ciclo de nuevo.

B
RIAN

Está lloviendo.

Como el día en que nació Anna… el día de Nochevieja, y además hacía demasiado calor para esa época del año. Lo que debería haber sido nieve se convirtió en un aguacero torrencial. Las pistas de esquí habían tenido que cerrar por Navidad, porque se les había derretido la nieve. Al volante camino del hospital, con Sara de parto a mi lado, apenas veía nada a través del parabrisas.

No había estrellas aquella noche, cómo podía haberlas con aquellas nubes de lluvia. Quizá por eso cuando Anna llegó le dije a Sara:

—¿Por qué no le ponemos Andrómeda? Anna para abreviar.

—¿Andrómeda? —dijo ella—. ¿Como la novela de ciencia ficción?

—Como la princesa —la corregí. La miré a los ojos por encima del diminuto horizonte de la cabeza de nuestra hija—. En el cielo —le expliqué— está entre la madre y el padre.

S
ARA

Está lloviendo.

No me parece de muy buen augurio. Barajo las fichas de anotaciones sobre la mesa, intentando parecer más hábil de lo que soy. ¿A quién pretendía engañar? No soy ninguna abogada, no soy una profesional. No he sido más que una madre, y tampoco como tal he hecho un buen trabajo.

—¿Señora Fitzgerald? —me insta el juez.

Inspiro profundamente, me quedo mirando el galimatías que tengo encima de la mesa y cojo el mazo entero de fichas. Poniéndome de pie, me aclaro la garganta y comienzo a leer en voz alta.

—En este país tenemos una larga historia legal de casos en los que se ha permitido que los padres tomen decisiones por sus hijos. Eso forma parte de lo que los tribunales siempre han considerado una consecuencia del derecho constitucional a la intimidad. Y de acuerdo con todas las pruebas presentadas ante este tribunal… —De pronto se oye el estampido de un trueno y se me caen todas las notas al suelo. Arrodillándome, trato de recogerlas con rapidez, pero naturalmente están todas desordenadas. Intento reordenar las que tengo delante, pero les he perdido la lógica.

Oh, cielos. De todas formas no era lo que tenía que decir.

—Señoría —le pido—, ¿puedo comenzar de nuevo?

Asiente con la cabeza. Le doy la espalda y avanzo unos pasos en dirección a mi luja, sentada junto a Campbell.

—Anna —le digo—, te quiero. Ya te quería antes de conocerte y seguiré queriéndote hasta mucho después de que ya no esté aquí para decírtelo. Ya sé que, como soy madre, se supone que debería tener una respuesta para todo, pero no la tengo. Cada uno de los días de mi vida me pregunto si hago lo correcto. Me pregunto si conozco a mis hijos como creo que los conozco. Me pregunto si no habré perdido perspectiva al ser tu madre, puesto que he estado tan ocupada siendo la de Kate.

Doy unos pasos al frente.

—Sé que salto como un resorte ante la más nimia posibilidad de poder curar a Kate, pero sólo sé hacer las cosas así. Y aunque tú no estés de acuerdo conmigo, aunque Kate no esté tampoco de acuerdo conmigo, quiero ser la persona que dice «Ya te lo dije». Dentro de diez años quiero verte con tus hijos en el regazo, porque entonces será cuando lo entenderás. Yo también tengo una hermana, así que ya sé lo que es eso… Ese tipo de relación en la que todo gira en torno a lo que es justo o injusto: quieres que tu hermano tenga exactamente lo mismo que tú, la misma cantidad de juguetes, la misma cantidad de carne en los espagueti, la misma ración de amor. Pero cuando eres madre es completamente diferente. Quieres que tu hijo tenga más de lo que tuviste tú. Quieres encenderle un fuego debajo y ver cómo remonta el vuelo. Es algo que supera todas las palabras. —Me toco el pecho—. Y sin embargo todo tiene su lugar aquí dentro.

Me vuelvo hacia el juez DeSalvo.

—No quería venir al tribunal, pero tenía que hacerlo. Tal y como funcionan las leyes, si un demandante toma una iniciativa, aunque sea tu propia hija, tú tienes que responder. Por eso me he visto obligada a contar, y de una forma elocuente, por qué creo que sé lo que es mejor para Anna mejor que ella misma. Aunque cuando te toca hacerlo, explicar lo que crees no es tan fácil como parece. Si dices que crees que algo es verdad, puede querer decir dos cosas: que aún estás sopesando las alternativas o que lo aceptas como un hecho. Desde un punto de vista lógico, no entiendo cómo una misma palabra puede tener dos significados contradictorios, pero desde un punto de vista emocional, lo entiendo perfectamente. Porque hay veces que creo que lo que hago está bien, y hay otras veces en que pienso dos veces cada paso que doy.

»Aunque la sentencia me fuera hoy favorable, no podría obligar a Anna a donar un riñón. Nadie puede hacer eso. Pero ¿se lo rogaría? ¿Querría, aun reprimiéndome? No lo sé, ni siquiera después de haber hablado con Kate y de haber escuchado a Anna. No estoy segura qué debo creer, nunca lo he estado. De forma indiscutible sólo sé dos cosas: que este pleito nunca se ha entablado en torno a la donación de un riñón… sino acerca de tener elección. Y que nunca nadie toma decisiones enteramente por sí mismo, ni siquiera si un juez te da el derecho a hacerlo.

Finalmente, me vuelvo hacia Campbell.

—Hace mucho tiempo ejercí de abogada. Pero ya no lo soy. Soy madre, y lo que he hecho como tal en estos últimos dieciocho años es más difícil que nada de lo que nunca tenga que hacer en un tribunal. Al comienzo de este juicio, señor Alexander, usted dijo que ninguno de nosotros estaba obligado a meterse en un incendio para salvar a alguien que está en un edificio en llamas. Pero todo eso cambia cuando eres el padre, y la persona que está dentro del edificio es tu hijo. Si ése es el caso, no sólo todo el mundo entenderá que te precipites dentro para salvar a tu hijo… sino que prácticamente es lo que esperan de ti.

Respiro profundamente.

—En mi vida había un edificio en llamas, una de mis hijas estaba dentro… y la única opción de salvarla era enviar a por ella a mi otra hija, porque era la única que conocía el camino. ¿Sabía yo que estaba corriendo un riesgo? Por supuesto. ¿Me daba cuenta de que eso podía significar perderlas a las dos? Sí. ¿Comprendía que quizá no era justo pedirle que lo hiciera? Totalmente. Pero también sabía que era la única opción que tenía para conservar a ambas. ¿Era legal? ¿Era moral? ¿Era desesperado, cruel, una locura? No lo sé. Pero sé que tenía
razón
.

Cuando he acabado me siento en la mesa. La lluvia bate los cristales de las ventanas a mi derecha. Me pregunto si alguna vez amainará.

C
AMPBELL

Me pongo de pie, miro mis notas y, como Sara, las tiro a la papelera.

—Tal y como acaba de decir la señora Fitzgerald, este caso no es sobre si Anna dona o no un riñón. No se trata de que done una célula de la piel, una simple célula sanguínea, una tira de ADN. El caso trata de una niña que está pasando por el trance de ser alguien. Una niña que tiene trece años… lo cual es duro, y doloroso, y hermoso, y difícil y estimulante. Una niña que puede que no sepa lo que quiere en estos momentos y puede que no sepa quién es ahora mismo, pero que merece la oportunidad de descubrirlo. Y en mi opinión, dentro de diez años nos sorprenderíamos bastante.

Me acerco al banquillo.

—Sabemos que a los Fitzgerald se les pidió que hicieran algo que era imposible: tomar una serie de decisiones médicas objetivas que afectaban a dos de sus hijas, cuyos intereses desde el punto de vista de la atención sanitaria eran opuestos. Así pues, si nosotros, al igual que los Fitzgerald, no sabemos cuál es la decisión correcta, entonces la persona que debe tener la última palabra es la persona de cuyo cuerpo se está hablando… por mucho que sólo tenga trece años. Y en último término, también hay otra cosa que está en juego en este caso: determinar cuál es el momento en que un hijo sabe mejor que sus padres qué es lo que hay que hacer.

»Yo sé que, cuando Anna tomó la decisión de interponer esta demanda, no lo hizo por los motivos egocéntricos que podrían esperarse de una persona de trece años. No tomó esta decisión porque quisiera ser como las demás chicas de su edad. No la tomó porque estuviera cansada de que la abrieran y pincharan. Ni tampoco porque temiera el dolor.

Me vuelvo hacia ella, sonriéndole.

—¿Saben una cosa? No me sorprendería que, después de todo, Anna acabara donando el riñón a su hermana. Pero lo que yo piense no es importante. Juez DeSalvo, con el debido respeto, tampoco lo que usted piense importa. Lo que piensen Sara y Brian y Kate Fitzgerald tampoco importa. Lo que piensa Anna sí importa. —Me vuelvo a la silla—. Y ésa es la única voz que deberíamos escuchar.

El juez DeSalvo decreta un descanso de quince minutos antes de dictar sentencia, y lo empleo para sacar a pasear al perro. Damos una vuelta por el pequeño parterre de césped detrás del edificio Garrahy, mientras Vern vigila a los periodistas que esperan el veredicto.

—Vamos, hazlo ya —digo, mientras
Juez
se lanza a su cuarto reconocimiento en círculo del terreno, buscando el lugar adecuado—. No hay nadie mirando.

Pero eso no resulta ser del todo cierto. Un niño no mayor de tres o cuatro años se separa de improviso de su madre y viene alborotando hacia nosotros.

—¡Perrito! —grita. Viene corriendo con los brazos extendidos y
Juez
se me pega a las piernas.

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