La decisión más difícil (46 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

BOOK: La decisión más difícil
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—Bueno, alguien me convenció más o menos.

Para mis padres eso es toda una noticia, por supuesto. Clavan los ojos en mí. También es una novedad para Julia, que profiere un pequeño sonido. Y es nuevo para Campbell, que se pasa la mano por la cara, derrotado. Esto es exactamente por lo que es mejor quedarse callada: es menos probable que fastidies tu vida y la de los demás.

—Anna —dice Campbell—, ¿quién te convenció?

Me siento muy pequeña sentada en esta silla, en este país, en este planeta solitario. Entrelazo los dedos, guardando en los cuencos de las palmas el único sentimiento que he conseguido evitar que salga huyendo: el remordimiento.

—Kate.

La sala entera se sume en el silencio. Antes de poder decir nada más, cae, fulminante, el rayo que había estado esperando desde el principio. Me quedo encogida, pero resulta que el estruendo que he oído no es la tierra abriéndose para tragarme entera. Es Campbell, que se ha caído al suelo, mientras su perro le mira con una expresión humana que dice: «Ya te lo había dicho».

B
RIAN

Si alguien viajase por el espacio durante tres años y regresara, en la Tierra habrían pasado cuatrocientos años. Yo no soy más que un astrónomo de salón, pero tengo la extraña sensación de haber vuelto de un viaje a un mundo en el que ninguna cosa tiene mucho sentido. Creía haber escuchado a Jesse, pero resulta que no le he escuchado en absoluto. He escuchado con mucha atención a Anna y sin embargo parece que faltara una pieza. Intento rebuscar entre las pocas cosas que ha dicho, siguiéndoles la pista y tratando de encontrarles un sentido, del mismo modo tal vez en que los griegos encontraban cinco puntos en el cielo y decidían que formaban el cuerpo de una mujer.

Entonces es cuando me asalta la intuición: he estado mirando hacia el lugar equivocado. Los aborígenes de Australia, por ejemplo, al mirar entre las constelaciones de los griegos y los romanos el fondo negro del cielo encuentran un emú escondido bajo la Cruz del Sur, en un espacio en el que no hay estrellas. Pueden contarse tantas historias de las zonas negras como de las brillantes.

O al menos eso es lo que pienso cuando el abogado de mi hija se cae al suelo en pleno ataque epiléptico.

Ventilación, respiración, circulación. La ventilación, para alguien que ha sufrido un ataque, es lo principal. Me lanzo hacia la puerta del pasillo, luchando con el perro para que me deje pasar, pues se ha plantado como un centinela junto al cuerpo convulso de Campbell Alexander. El letrado entra en la fase tónica con un grito, mientras se fuerza el aire a salir por la contracción de los músculos respiratorios. Yace, rígido, en el suelo. Entonces se inicia la fase clónica, y sus músculos se disparan al azar, de forma repetida. Lo vuelvo de costado, por si vomita, mientras busco algo para colocárselo entre las mandíbulas, con el fin de que no se muerda la lengua, cuando sucede algo de lo más sorprendente. El perro tumba el maletín de Alexander y saca de él algo que podría parecer un hueso de goma pero que en realidad es un protector dental, y luego lo deja caer en mi mano. Como si lo viera desde muy lejos soy vagamente consciente de que el juez está cerrando la sala del tribunal. Le digo a gritos a Vern que llame a una ambulancia.

Julia se ha puesto a mi lado al instante.

—¿Está bien?

—Se pondrá bien. Ha sufrido un ataque.

Parece que esté a punto de echarse a llorar.

—¿Puede hacer algo?

—Esperar —le digo.

Alarga la mano con intención de tocar a Campbell, pero la retira.

—No entiendo por qué ha pasado.

Yo no sé si Campbell podría explicarlo. Sí sé que hay cosas que suceden sin que exista una línea directa de antecedentes.

Hace dos mil años el cielo nocturno tenía un aspecto por completo diferente, por eso, cuando lo piensas, las concepciones griegas de los signos estelares, que los relacionan con las fechas de nacimiento, son inadecuadas para nuestra época. A esto se llama la Línea de Precesión: entonces el Sol no estaba en Tauro, sino en Géminis. Si nacías el 24 de septiembre no eras Libra, sino Virgo. Y había una decimotercera constelación zodiacal, la de Ofiuco, el Portador de la Serpiente, que se elevaba entre Sagitario y Escorpio durante tan sólo cuatro días.

¿La razón de este desajuste? Que el eje de la Tierra oscila. La vida no es en absoluto todo lo estable que quisiéramos.

Campbell Alexander vomita sobre la moqueta de la sala, hasta que recobra la conciencia, tosiendo, en las dependencias del juez.

—Con cuidado —le digo, ayudándole a sentarse—. Nos ha dado un buen susto.

Se aguanta la cabeza con las manos.

—¿Qué ha pasado?

Amnesia, antes y después del suceso; es un fenómeno bastante común.

—Se ha desmayado. Una crisis de epilepsia, diría yo.

Mira el tubo intravenoso que Caesar y yo he hemos puesto.

—No necesito eso.

—Ya le digo yo que sí. Si no se le administran medicamentos contra el ataque, estará otra vez tirado en el suelo en menos de nada.

Aplacado, se recuesta contra el respaldo del sofá y se queda mirando el techo.

—¿Ha sido muy fuerte?

—Muy fuerte —corroboro.

Le da unas palmadas a
Juez
en la cabeza; el perro no se ha separado de él ni un segundo.

—Buen chico. Culpa mía por no escucharte. —Entonces se mira los pantalones, mojados y apestosos, otro efecto muy común en los ataques de epilepsia—. Mierda.

—De eso se trata, casi. —Le ofrezco unos pantalones de uno de mis uniformes que me he traído del departamento—. ¿Necesita ayuda?

La rechaza con un gesto e intenta quitarse los pantalones con una mano. Sin decir nada le desabrocho la bragueta y le ayudo a cambiarse. Lo hago sin pensar, igual que le levantaría la blusa a una mujer que necesitara reanimación cardiopulmonar, pero aun así sé que a él le humilla.

—Gracias —dice, poniendo buen cuidado en subirse él la cremallera. Nos quedamos sentados un segundo—. ¿Lo sabe el juez? —Al ver que no contesto, Campbell se tapa la cara con las manos—. Dios santo. ¿Delante de todo el mundo?

—¿Desde cuándo lo oculta?

—Desde que empezó. Tenía dieciocho años. Tuve un accidente de coche y después empezaron los ataques.

—¿Algún trauma cerebral?

Asiente con la cabeza.

—Eso es lo que me dijeron.

Junto las manos entre las rodillas dando una palmada.

—Anna se ha quedado bastante alucinada.

Campbell se restriega la frente.

—Tengo que volver a la sala.

—No tan de prisa.

Al oír la voz de Julia nos volvemos los dos. Se ha quedado de pie en el hueco de la puerta, observando a Campbell como si no le hubiera visto nunca, y supongo que la verdad es que, al menos, nunca le había visto así.

—Voy a… em… voy a ver si los chicos han acabado de rellenar el informe —murmuro, dejándolos a solas.

Las cosas no son siempre lo que parecen. Hay estrellas, por ejemplo, que parecen alfileres brillantes, pero cuando las enfocas con un telescopio descubres que estás mirando un racimo globular: un millón de estrellas que a nosotros se nos presentan como una entidad individual. Hay casos menos espectaculares de tríos, como Alfa Centauro, que vista de más cerca resulta ser una estrella doble con una enana roja muy cerca.

Hay una tribu indígena de África que dice que la vida procede de la segunda estrella de Alfa Centauro, la que nadie puede ver sin el potente telescopio de un observatorio. Si se piensa, los griegos, los aborígenes y los indios de las llanuras vivieron en continentes separados y todos ellos, de forma independiente, observaron el nudo séptuple de las Pléyades y creyeron que eran siete jóvenes muchachas huyendo de algo amenazador.

Piensen lo que quieran.

C
AMPBELL

Lo único que podría compararse con las sensaciones posteriores a un ataque de epilepsia es despertarse en mitad de la calle con una resaca después de la madre de todas las fiestas estudiantiles y que te pase un camión por encima. Aunque pensándolo mejor, creo que una crisis epiléptica es peor. Cubierto hasta arriba de mi propia inmundicia, enganchado a los fármacos y descosiéndome por las costuras, así es como estoy cuando Julia se me acerca.

—Ha sido un ataque muy perro —le digo.

—No te rías. —Julia le da la mano a olisquear a
Juez
. Señala el sofá que hay junto a mí—. ¿Puedo sentarme?

—No es contagioso, si te refieres a eso.

—No, no me refería a eso. —Julia se sienta tan cerca de mí que puedo sentir el calor de sus hombros, a centímetros de los míos—. ¿Poiqué no me lo habías dicho, Campbell?

—Por Dios, Julia, si ni siquiera se lo he dicho a mis padres. —Trato de mirar al pasillo por encima de sus hombros—. ¿Dónde está Anna?

—¿Desde cuándo hace que te pasa?

Intento incorporarme, y hasta consigo levantarme dos centímetros antes de que las fuerzas me abandonen. Tengo que volver.

—Campbell.

Suspiro.

—Desde hace un tiempo.

—¿Un tiempo cuánto es? ¿Una semana?

Sacudiendo la cabeza le digo:

—Un tiempo es dos días antes de graduarnos en Wheeler. —Levanto los ojos hacia ella—. El día en que te llevé a casa lo único que quería era estar contigo. Cuando mis padres me dijeron que tenía que ir a aquella estúpida cena en el club de campo, yo los seguí en mi coche para hacer una rápida escapada… Había planeado volver a tu casa esa noche. Pero mientras iba hacia allí tuve un accidente. No me hice más que unos rasguños, pero aquella noche tuve la primera crisis. Treinta tomografías computerizadas más tarde, los médicos seguían sin poder decirme la verdadera causa, pero me dejaron bastante claro que tendría que vivir con ello el resto de mi vida. —Respiro hondo—. Que es lo que me hizo comprender que nadie más tendría que hacerlo.

—¿Qué?

—¿Qué quieres que te diga, Julia? No era lo bastante bueno para ti. Tú te mereces algo más que un tarado que puede caerse revolcándose por el suelo y echando espumarajos por la boca en cualquier momento.

Julia se queda completamente callada.

—Deberías haber dejado que me formara mi propia opinión.

—¿Cuál habría sido la diferencia? A no ser que hubieras encontrado una gran satisfacción en hacer de perro guardián, como hace
Juez
cuando me sobreviene un ataque, limpiándome hasta el final de mis días. —Sacudo la cabeza—. Eras tan increíblemente independiente. Un espíritu libre. No quería ser yo el que te arrebatara eso.

—Bueno, si hubiera tenido la opción, quizá no me habría pasado los últimos quince años pensando que había algún problema conmigo.

—¿Contigo? —Me echo a reír—. Pero, mírate, si eres despampanante. Eres más inteligente que yo. Tienes una carrera, estás centrada en la familia y seguro que hasta eres capaz de controlar tu talonario.

—Y estoy sola, Campbell —añade Julia—. ¿Por qué te crees que he tenido que aprender a actuar de forma tan independiente? También me enfurezco con demasiada facilidad y quiero ser el centro de atención y tengo el segundo dedo del pie más largo que el dedo gordo. Mi pelo tiene su propio código cifrado. Además, está comprobado que me vuelvo insufrible cuando tengo el síndrome premenstrual. No quieres a alguien porque sea perfecto —dice—. A las personas las quieres a pesar de que no lo son.

No sé qué responder a eso, es como si después de treinta y cinco años te dijeran que el cielo, que siempre he visto de color azul brillante, en realidad tira más bien a verde.

—Y otra cosa… Esta vez no vas a ser tú el que me deje a mí. Seré yo la que te deje a ti.

Con lo cual me siento aún peor, si es posible. Intento fingir que no me duele, pero no tengo la energía suficiente.

—Está bien, vete.

Julia se me acerca más.

—Eso haré —dice—. Dentro de cincuenta o sesenta años.

A
NNA

Llamo a la puerta del lavabo de hombres y entro. En una de las paredes hay un urinario muy grande, largo de verdad. En la otra pared, lavándose las manos en un lavabo, está Campbell. Lleva puestos unos pantalones del uniforme de papá. Parece otra persona, como si le hubieran borrado las líneas rectas utilizadas para dibujar su cara.

—Julia me ha dicho que querías verme —le digo.

—Sí, bueno, quería hablar contigo a solas, y todas las salas de reuniones están arriba. Tu padre no cree que esté en condiciones de seguir. —Se seca las manos con una toalla—. Siento lo que ha pasado.

Bien, yo no sé si hay una respuesta amable a eso. Me muerdo el labio inferior.

—¿Era por eso por lo que no podía tocar al perro?

—Sí.

—¿Cómo sabe
Juez
lo que tiene que hacer?

Campbell se encoge de hombros.

—Se supone que es algo que tiene que ver con los olores o con los impulsos eléctricos, que un animal es capaz de percibir antes que un ser humano. Pero yo creo que es porque nos conocemos muy bien el uno al otro. —Le da a
Juez
unas palmadas en la nuca—. Siempre me lleva a un lugar seguro antes de que me dé… Por lo general, con unos veinte minutos de margen.

—Y… em… —De repente me siento vergonzosa. He estado con Kate cuando se pone muy, muy enferma, pero esto es diferente. Es algo que no esperaba en Campbell—. ¿Por eso aceptaste el caso?

—¿Para que pudiera darme una crisis en público? No, te lo prometo.

—No, no es por eso. —Aparto la mirada—. Porque tú sabes lo que es no poder controlar tu propio cuerpo.

—Tal vez —dice Campbell, pensativo—. Pero necesitaba hacer algunos arreglos en casa.

Si pretende hacer que me sienta mejor, lo hace de un modo patético.

—Ya te dije que no era muy buena idea hacerme testificar.

Me pone la mano en el hombro.

—Vamos, Anna. Si yo soy capaz de volver ahí dentro después del espectáculo que he dado, estoy seguro que tú serás capaz de subir a ese estrado del demonio para contestar a unas pocas preguntas más.

¿Cómo puedo rebatir un argumento tan lógico? Así que sigo a Campbell a la sala, donde nada es igual a como era hace apenas una hora. Mientras todo el mundo le mira como si fuera una bomba de relojería ambulante, Campbell se dirige al banquillo y se vuelve hacia la sala en general.

—Lamento profundamente lo sucedido, señor juez —dice—. Lo que hacemos algunos por una pausa de diez minutos, ¿verdad?

¿Cómo puede bromear con una cosa así? Pero entonces me doy cuenta: eso también lo hace Kate. A lo mejor es que cuando Dios te da una discapacidad, se asegura de que tienes también una dosis extra de sentido del humor para quitarle hierro.

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