Me mira fijamente.
—¿Para qué dijiste que era el perro?
—No lo dije. —Cuando se vuelve,
Juez
y yo nos metemos más en el apartamento, cerrando la puerta detrás de nosotros.
—Entonces he ido a ver a Anna Fitzgerald. Tenías razón. —Antes de sacar una orden de restricción contra su madre, necesitaba hablar con ella.
—¿Y?
Pienso de nuevo en nosotros dos, sentados en ese sofá rayado, tejiendo una red de confianza entre nosotros.
Creo que estamos en la misma página.
Julia no responde, sólo levanta una copa de vino blanco de la encimera de la cocina.
—Por qué no. Me gustaría —digo.
Ella se encoge de hombros.
—Está en Smilla.
La nevera, claro. Por la película
Smilla. Misterio en la nieve
. Cuando camino hacia allí y saco la botella, puedo sentir el esfuerzo que hace por no sonreír.
—Olvidaste que te conozco.
—Conocías —corrige.
—Entonces instrúyeme. ¿Qué has estado haciendo estos quince años? —Hago con la cabeza un gesto desde el vestíbulo hasta la habitación de Izzy—. Digo, además de clonarte.
Se me ocurre una idea y antes de que pueda decirla, Julia responde.
—Mis hermanos se hicieron constructores, chefs y fontaneros. Mis padres querían que sus niñas fueran a la universidad y creyeron que yendo a Wheeler el último año podía aumentar las probabilidades. Conseguí notas lo suficientemente buenas para obtener una beca parcial. Izzy no. Mis padres sólo podían mandar a una escuela privada a una de nosotras.
—¿Ella fue a la universidad?
—A la Escuela de diseño de Rhode Island —dice Julia—, es diseñadora de joyas.
—Una diseñadora de joyas hostil.
—Que te rompan el corazón puede hacer eso. —Nuestros ojos se encuentran, y Julia se da cuenta de lo que ha dicho—. Se acaba de mudar hoy.
Mis ojos recorren el apartamento, buscando un palo de hockey, una revista
Sports Illustrated
, una silla La-Z-Boy, algo revelador y masculino.
—¿Es difícil acostumbrarse a un compañero de piso?
—Estaba viviendo sola antes, Campbell, si es lo que estás preguntando.
Me mira por encima de la copa de vino.
—¿Qué tal tú?
—Tengo seis esposas, quince hijos y un rebaño de ovejas.
Sus labios se curvan.
—La gente como tú siempre me hace sentir como si estuviera rindiendo menos de lo deseable.
—Oh, sí, eres un verdadero desperdicio de espacio en el planeta. Estudiante de Harvard, abogada de Harvard, una tutora ad litem de corazón sangrante…
—¿Cómo sabes a qué facultad de derecho fui?
—El juez DeSalvo —miento y se lo cree.
Me pregunto si Julia siente como si sólo hubieran pasado minutos, y no años, desde que estuvimos juntos. Si estando sentada en la mesa conmigo siente que no hace falta esforzarse, como me pasa a mí. Es como levantar la partitura de una pieza desconocida de música y tropezar con ella, sólo para darte cuenta de que es una melodía que habías aprendido de memoria alguna vez, una que puedes tocar sin ensayarla siquiera.
—No creía que te convertirías en tutora ad litem —admito.
—Yo tampoco. —Julia sonríe—. Todavía tengo momentos en los que fantaseo con estar en una tribuna improvisada en Boston Common, despotricando contra la sociedad patriarcal. Desafortunadamente, no puedes pagar al casero con dogmas. —Me echa una mirada—. Claro, también me equivoqué creyendo que tú serías el presidente de Estados Unidos para entonces.
—Quise serlo —confieso—. Tuve que poner el listón un poco más bajo. Y tú, bueno, en realidad, me imaginaba que estarías viviendo en las afueras, haciendo de mamá que va a los partidos y se sienta en un banco repleto de niños y un chico afortunado.
Julia sacude la cabeza.
—Creo que me estás confundiendo con Muffy o Bitsie o Toto o como sea que se llamen las chicas que había en Wheeler.
—No. Sólo pensé que… yo podía ser el chico.
Hay un tenue, viscoso silencio.
—Tú no quisiste ser ese chico —dice Julia finalmente—, lo dejaste bastante claro.
«Eso no es cierto», quiero discutir. Pero supongo que fue así, porque no quise nada más con ella. Porque, después, me comporté como todos los demás.
—¿Te acuerdas…? —comienzo.
—Lo recuerdo todo, Campbell —interrumpe ella—. Si no fuese así, esto no sería tan duro.
Mi pulso va tan rápido que
Juez
se detiene y me empuja con el morro la cadera, alarmado. Había creído que nada podía herir a Julia, que parecía ser tan libre. Tenía la esperanza de tener la misma suerte.
Estaba equivocado en las dos cosas.
En nuestra sala tenemos toda una estantería dedicada a la historia visual de nuestra familia. Los retratos de todos cuando éramos bebés están ahí, algunas de la escuela y, luego, varias fotos de vacaciones, cumpleaños y viajes. Me recuerdan las muescas en un cinturón o las marcas en la pared de una prisión, pruebas de que el tiempo ha pasado, de que no hemos estado nadando en el limbo.
Hay marcos dobles, simples, de 8 x 10 y de 4 x 6. Están hechos de madera clara y labrada y hay uno de mosaico de cristales extravagantes. Cojo uno de Jesse; tiene alrededor de dos años y lleva un disfraz de cowboy. Mirándolo, nunca imaginarías lo que vendría después.
Está Kate con pelo y Kate toda pelada; una de Kate de bebé sentada en la falda de Jesse; una de mi madre abrazándolos en el borde de una piscina. Hay fotografías mías, claro, pero no muchas. Paso de bebé a los diez años de golpe.
Tal vez es porque era la tercera niña, y estaban hartos y cansados de llevar un catálogo de su vida. Tal vez es porque se olvidaron.
No es culpa de nadie y tampoco es un gran problema, pero es un poco deprimente, de todos modos. Una foto dice «Eras feliz, y quería captar eso». Otra foto dice «Eras tan importante para mí que la puse donde todos pudieran verte».
Mi padre llama a las once en punto para preguntar si quiero que me pase a buscar.
—Mamá se quedará en el hospital —explica—. Pero si no quieres estar sola en casa, puedes dormir en el cuartel.
—No, está bien —le digo—. Siempre puedo acudir a Jesse si necesito algo.
—Claro, Jesse —dice mi padre y los dos hacemos como si eso fuera un plan de apoyo fiable.
—¿Cómo está Kate? —pregunto.
—Bastante ida. La tienen medicada. —Le oigo arrastrar la respiración—. Sabes, Anna —empieza, pero entonces se oye un estridente timbre de fondo—. Cariño, tengo que irme. —Me deja con el tono del teléfono sonando.
Por un instante sostengo el teléfono, imaginándome a mi padre poniéndose las botas y subiéndose el charco que forman sus pantalones en el suelo, cogiéndolos por los tirantes. Imagino la puerta del parque de bomberos bostezando como la cueva de Aladino, y el camión rugiendo, con mi padre en el asiento delantero. Cada vez que va a trabajar tiene que apagar fuegos.
Es justo el estímulo que necesito. Cojo un jersey, salgo de casa y me dirijo al garaje.
Había un chico en mi escuela, Jimmy Stredboe, que solía ser un perdedor absoluto. Tenía granos en la punta de los granos, una rata como mascota llamada Anita la huerfanita, y una vez en la clase de ciencias vomitó en una pecera. Nadie le hablaba siquiera, por si la gilipollez era contagiosa. Pero luego, un verano, le diagnosticaron esclerosis múltiple. Después de eso, nadie más fue desagradable con él. Si pasabas a su lado por el pasillo, sonreías. Si se sentaba a tu lado en la mesa del almuerzo, lo saludabas con la cabeza. Era como si estar atravesando una tragedia cancelara el que hubieras sido un cretino.
En el momento en que nací, ya era la niña con la hermana enferma. Durante toda mi vida, los cajeros de banco siempre me daban pi~ ruletas de más, los directores me conocían por mi nombre. Nadie es nunca abiertamente desagradable conmigo.
Eso hace que me pregunte cómo sería tratada si fuera como todos los demás. Tal vez soy una persona bastante mala, algo que nadie ha tenido nunca las agallas de decirme en la cara. Tal vez todos piensen que soy grosera, fea o estúpida, pero tienen que ser agradables porque podrían ser las circunstancias de mi vida las que me han hecho de este modo.
Lo cual me hace preguntarme si lo que estoy haciendo ahora es en realidad a causa de mi verdadera naturaleza.
Los faros de otro coche se reflejan en el espejo retrovisor e iluminan el contorno de los ojos de Jesse como si fueran gafas. Conduce con una muñeca en el volante, con dejadez. Necesita un corte de pelo, uno bastante completo.
—Tu coche huele a humo.
—Sí, pero tapa el olor del whisky derramado. —Sus dientes destellan en la oscuridad—. ¿Por qué? ¿Te molesta?
—Un poco.
Jesse se estira sobre mí y alcanza la guantera. Saca un paquete de Merits y un Zippo, lo enciende y sopla el humo en mi dirección.
—Lo siento —dice, aunque no sea cierto.
—¿Me das uno?
—¿Un qué?
—Un cigarrillo. —Son tan blancos que parecen brillar.
—¿Quieres un cigarrillo? —Jesse se parte de risa.
—No estoy bromeando —digo.
Levanta una ceja y gira el volante tan bruscamente que pienso que vamos a volcar. Una nube de polvo del camino nos mancha los hombros. Jesse enciende las luces interiores y sacude el paquete de cigarrillos para que se asome uno.
Se ve muy delicado entre los dedos, como el fino hueso de un pájaro. Lo sostengo del modo en que lo haría una diva, entre los dedos medio e índice. Me lo pongo en los labios.
—Primero tienes que encenderlo. —Jesse se ríe y enciende el Zippo.
No hay puñetera manera de que me incline sobre la llama: lo más probable es que me encienda el pelo, en lugar del cigarrillo.
—Hazlo por mí —digo.
—No. Si quieres aprender, lo aprenderás todo. —Enciende el mechero de nuevo.
Acerco el cigarro a la llama, aspiro tan fuertemente como le he visto hacer a Jesse. Hace que me estalle el pecho y toso con tanta energía que, por un minuto, realmente creo que puedo sentir el pulmón en la base de (a garganta, rosa y esponjoso. Jesse pierde el control y me arranca el cigarrillo de la mano antes de que lo tire. Da dos largas caladas y lo lanza por la ventana.
—Buen intento —dice.
Mi voz es un cajón de arena de parque.
—Es como lamer una barbacoa.
Mientras intento recordar comí) se respira, Jesse vuelve a la carretera.
—¿Qué te hizo querer probar?
Me encojo de hombros.
—Me imaginé que podría, también.
—Si quieres un inventario de perversiones, te puedo hacer uno. —Cuando no respondo me echa una mirada—. Anna —dice—, no estás haciendo nada incorrecto.
Ahora entra al parking del hospital.
—Tampoco estoy haciendo lo correcto —señalo.
Apaga el motor pero no hace el gesto de salir del coche.
—¿Has pensado en el dragón que cuida la cueva?
Entorno los ojos.
—Habla claro.
—Bueno, suponía que mamá estaría dormida a dos metros de distancia de Kate.
Oh, mierda. No es que piense que mi madre podría echarme, pero seguramente no me dejará a solas con Kate, y justo ahora quiero eso más que nada. Jesse me mira.
—Ver a Kate no hará que te sientas mejor.
En realidad no hay manera de explicar por qué necesito saber que está bien, al menos ahora, incluso cuando he dado los pasos para ponerle fin a eso.
Por una vez, sin embargo, alguien parece entender. Jesse mira por la ventanilla del coche.
—Déjamelo a mí —dice.
Teníamos once y catorce años y nos estábamos entrenando para el
Libro Guinness de los Récords
. Seguramente nunca había habido dos hermanas que aguantaran cabeza abajo simultáneamente durante tanto tiempo, que sus mejillas se pusieran duras como ciruelas y sus ojos no vieran nada más que rojo. Kate tenía la forma de un duendecillo, con los brazos y las piernas como fideos y, cuando bajaba y apoyaba los pies, parecía como una delicada araña caminando por la pared. Yo desafiaba la gravedad con un ruido sordo.
Hacíamos equilibrio en silencio durante pocos segundos.
—Quisiera que mi cabeza fuera más plana —dije, mientras sentía las cejas hincharse.
—¿Crees que vendrá un hombre a casa para medirnos el tiempo? ¿O sólo enviaremos un vídeo?
—Supongo que nos lo dirán. —Kate cruza los brazos a lo largo de la moqueta.
—¿Crees que seremos famosas?
—Quizá aparezcamos en el programa
Today
. Allí estuvo el chico de once años que podía tocar el piano con los pies. —Pensó durante un segundo—. Mamá conoció a alguien que murió asesinado por un piano que cayó desde una ventana.
—Eso no es verdad. ¿Por qué alguien empujaría un piano por la ventana?
—Es verdad. Pregúntaselo. Y no lo estaban sacando, lo estaban metiendo —cruzó las piernas contra la pared, así parecía que estaba sentada al revés—. ¿Cuál crees que es la mejor forma de morir?
—No quiero hablar de eso —digo.
—¿Por qué? Me estoy muriendo. Tú te estás muriendo. —Cuando fruncí el ceño, ella dijo—: Bueno, lo estás. —Luego sonrió abiertamente—. Lo único que pasa es que yo estoy más dotada para eso que tú.
—Esta conversación es estúpida. —Ya me estaba empezando a picar la piel en lugares que sabía que nunca podría rascarme.
—Tal vez un avión se estrella —medita Kate—. Te absorbería, sabes, cuando te dieras cuenta de que estás cayendo… pero luego ocurre y no eres más que polvo. ¿Cómo puede ser que la gente se evapore, pero que encuentren sin embargo ropa en los árboles y esas cajas negras?
Mi cabeza comenzaba ya a latir.
—Cállate Kate.
Se bajó gateando de la pared y se sentó, sonrojada.
—Se puede estar durmiendo cuando la palmas, pero eso es un poco aburrido.
—Que te calles —repetí, enojada porque sólo duramos alrededor de veintidós segundos, enojada porque ahora tendríamos que hacer otro intento para el récord, todo de nuevo. Me incliné con el lado bueno para arriba otra vez e intenté despejar el nudo de cabellos que tenía en la cara.
—Sabes, la gente normal no se sienta a pensar sobre la muerte.
—Mentirosa. Todo el mundo piensa en la muerte.
—Todo el mundo piensa en tu muerte —dije.
Se hizo tal silencio en la habitación que me preguntaba si debíamos ir a por un récord diferente: ¿Cuánto tiempo pueden contener el aliento dos hermanas?