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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

La decisión más difícil (13 page)

BOOK: La decisión más difícil
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Los labios de Kate están manchados como cerezas. La levanto en brazos. No es más que huesos, ángulos agudos que sobresalen de su piel y su camiseta.

—Cuando Anna se fue corriendo, Kate no me dejaba entrar a su habitación —dice mi madre apresurándose detrás de mí— y luego la oí toser. Tuve que entrar.

«Entonces has roto la puerta de una patada», pienso y no me sorprendo. Llegamos al coche y abre la puerta para que pueda deslizar a Kate adentro. Cojo la carretera y corro más de prisa de lo normal a través de la ciudad, en la autopista, hacia el hospital.

Hoy, cuando mis padres estaban en los juzgados con Anna, Kate y yo mirábamos la tele. Ella quería poner su telenovela y yo la mandé a la mierda y puse, en cambio, el canal Playboy codificado. Ahora, mientras me paso los semáforos en rojo, desearía haberla dejado ver esa telenovela. Hago todo lo posible por no mirar por el espejo retrovisor su cara pálida como una pequeña moneda blanca. Pensaréis que con todo el tiempo que he tenido para acostumbrarme estos momentos no deberían impresionarme. La pregunta que no podemos hacer empuja a través de mis venas en cada latido. «¿Es esta vez? ¿Es esta vez? ¿Es esta vez?».

En el minuto que entramos en el camino de entrada al hospital, mi madre ya está fuera del coche, apresurándome para que saque a Kate. Parecemos un cuadro cuando atravesamos las puertas automáticas: yo con Kate sangrando en brazos y mi madre agarrando a la primera enfermera que encuentra.

—Necesita plaquetas —ordena mi madre.

La alejan de mí y, por unos instantes, incluso después de que el equipo de emergencias y mi madre han desaparecido con Kate detrás de las cortinas cerradas, permanezco con los brazos sostenidos, intentando acostumbrarme al hecho de que ya no hay nada en ellos.

El doctor Chance, el oncólogo que conozco, y el doctor Nguyen, un experto que no conozco, nos dicen lo que ya suponíamos: ésos son los síntomas de la agonía, de la etapa final de la disfunción renal. Mi madre permanece junto a la cama, con la mano apretada en el tubo intravenoso de Kate.

—¿Todavía pueden hacerle el trasplante? —pregunta mi madre como si Anna nunca hubiera comenzado el juicio, como si eso no significara absolutamente nada.

—Kate está en un estado clínico bastante grave —le dice el doctor Chance—. Ya le había dicho que no sabía si estaba lo suficientemente fuerte para sobrevivir a una cirugía semejante; ahora, las probabilidades son menores todavía.

—Pero si hubiera un donante —dice—, ¿lo haría?

—Espera. —Pensaríais que mi garganta se ha atascado con paja ahora mismo—. ¿El mío funcionaría?

El doctor Chance sacude la cabeza.

—Un donante de riñón no necesariamente tiene que ser genéticamente idéntico en un caso ordinario. Pero tu hermana no es un caso ordinario.

Cuando los médicos se van, puedo sentir la mirada de mi madre clavada en mí.

—Jesse —dice.

—No era que me estuviera ofreciendo. Sólo quería saberlo.

Pero dentro en mi interior estoy ardiendo tanto como lo hacía el fuego cuando se encendió el almacén. Pero ¿qué me hizo creer que yo podría valer algo? ¿Qué me hizo pensar que podría salvar a mi hermana cuando no puedo salvarme ni a mí mismo?

Los ojos de Kate se abren y se queda mirándome fijamente. Se lame los labios que todavía están cubiertos de sangre y eso hace que parezca un vampiro. La inmortal. Sí así fuera…

Me inclino más cerca, porque ahora no puede hacer que las palabras atraviesen el aire que hay entre nosotros.

—Dile —gesticula con la boca de modo que mi madre no la vea.

Respondo igual de silencioso.

—¿Dile? —quiero asegurarme de que lo he entendido bien.

—Dile a Anna…

Pero la puerta se abre de golpe y mi padre llena la habitación con humo. Su cabello, su ropa y su piel apestan tanto que levanto la vista, esperando que se esparza un poco.

—¿Qué ha sucedido? —pregunta, yendo directo a la cama.

Me escabullo de la habitación porque ya nadie me necesita allí. En el ascensor, frente al letrero de NO FUMAR, enciendo un cigarrillo.

¿Que le diga a Anna qué?

S
ARA
1990-1991

Por pura casualidad, o tal vez por distribución kármica, las tres cuentas de la peluquería estamos embarazadas. Estamos sentadas bajo los secadores, con las manos cruzadas sobre las barrigas como una hilera de budas.

—Los primeros nombres que he elegido son Freedosm, Low y Jack —dice la chica sentada a mi lado, que se está tiñendo el pelo de rosa.

—¿Y qué pasa si no es un niño? —pregunta la mujer a mi otro lado.

—Oh, ésos son para cualquiera de los dos.

Escondo una sonrisa.

—Yo voto por Jack.

La chica entorna los ojos y mira a través de la ventana el horrible tiempo.

—Sleet es bonito —dice, ausente, y lo prueba para ver cómo queda—. Sleet, recoge tus juguetes. Sleet, cariño, ven o llegaremos tarde al concierto del tío Túpelo.

Saca de los bolsillos de su mono de embarazada un trozo de papel y un pequeño lápiz y garabatea el nombre.

La mujer me sonríe abiertamente.

—¿Es tu primer bebé?

—El tercero.

—El mío también, Tengo dos varones. Cruzo los dedos.

—Yo tengo un niño y una niña —le digo—, cinco y tres años.

—¿Y sabes qué viene esta vez?

Lo sé todo de este bebé, desde su sexo hasta el emplazamiento exacto de sus cromosomas, incluyendo los que la hacen genéticamente idéntica a Kate. Sé exactamente lo que tendré: un milagro.

—Es una niña —respondo.

—¡Oh, estoy tan celosa! Mi marido y yo no lo descubrimos en la ecografía. Pensé que si oía que era otro varón, no pasaría los cinco meses que me quedan. —Apaga el secador y lo empuja hacia atrás—. ¿Has elegido nombres?

Me sorprende no haberlo hecho. Aunque estoy embarazada de nueve meses, aunque he tenido muchos sueños, no he considerado realmente los detalles de este bebé. He pensado en esta hermana sólo en los términos de lo que hará por la suya y lo que ya ha hecho. Ni siquiera he admitido esto ante Brian, que yace cada noche con la cabeza apoyada en mi considerable barriga, esperando las contracciones que anuncien —piensa— a la lanzadora de los Patriots. Luego también, mis sueños no son menos exaltados; planeo que le salve la vida a su hermana.

—Estamos esperando —le digo a la mujer.

A veces, es todo lo que hacemos.

Hubo un momento, el año pasado, después de tres meses de quimioterapia de Kate, que era lo suficientemente estúpida para creer que habíamos superado las probabilidades. El doctor Chance dijo que parecía estar en remisión, y todo lo que teníamos que hacer era prestar atención a lo que viniera luego. Y, por un breve espacio de tiempo, mi vida incluso volvió a la normalidad: llevaba en coche a Jesse a sus entrenamientos de fútbol y ayudaba a Kate con las clases de preescolar e incluso tomaba algún baño caliente para relajarme.

Pero, incluso así, había una parte de mí que sabía que el otro zapato estaba a punto de caerse. Ésa es la parte que revisaba el cojín de Kate cada mañana, incluso después de que su pelo comenzara a crecer de nuevo, con las puntas crespadas y quemadas, sólo por si eventualmente volvía a caérsele. Entonces fuimos al genetista que nos recomendó el doctor Chance. Manipularon un embrión al que los científicos dieron el visto bueno para que fuera genéticamente idéntico a Kate. Tomaron hormonas para fertilización in vitro y concibieron el embrión, por las dudas.

Fue durante una aspiración de médula de rutina cuando supimos que Kate tenía una recaída molecular. Por fuera se veía como cualquier niña de tres años. Por dentro, el cáncer había surgido de nuevo en su sistema, demoliendo el progreso que se había hecho con la quimio.

Ahora, con Jesse en el asiento trasero, Kate está pateando y jugando con un teléfono de juguete. Jesse está sentado a su lado, mirando con avidez por la ventana.

—Mamá, ¿los autobuses se caen encima de la gente?

—¿Como los árboles?

—No, como… sólo encima. —Hace con la mano un movimiento giratorio.

—Sólo si el tiempo es horriblemente malo o si el conductor va demasiado de prisa.

Asiente con la cabeza, aceptando mi explicación para sentirse seguro en este universo. Luego:

—Mamá, ¿tienes un número favorito?

—Treinta y uno —le digo. Es la fecha en que salgo de cuentas—. ¿Y tú?

—Nueve. Porque puede ser un número, la edad que tienes o el seis cabeza abajo. —Hace una pausa para tomar aliento.

—Mamá, ¿tenemos tijeras especiales para cortar carne?

—Tenemos. —Giro a la derecha y conduzco frente a un cementerio, con las lápidas distribuidas delante y detrás como una doble fila de dientes amarillos.

—Mamá, ¿es ahí donde irá Kate?

La pregunta, tan inocente como cualquiera de las otras que Jesse podría preguntar, hace que se me aflojen las piernas. Detengo el coche a un lado y enciendo las luces de emergencia. Luego me desabrocho el cinturón de seguridad y me vuelvo.

—No, Jess —le digo—. Se quedará con nosotros.

—¿Señor y señora Fitzgerald? —dice el productor—. Aquí es donde los pondremos.

Nos sentamos en el plato del estudio de televisión. Hemos sido invitados porque nuestro bebé es de concepción no ortodoxa. De algún modo, en el esfuerzo por mantener sana a Kate, nos convertimos, sin querer, en la cara visible del debate científico.

Brian me busca la mano cuando somos abordados por Nadya Carter, la reportera del programa de noticias.

—Estamos casi listos. Ya he grabado una introducción sobre Kate. Todo lo que haré será preguntaros un par de cosas y terminaremos antes de que os deis cuenta.

Justo antes de que la cámara comience a grabar, Brian se limpia las mejillas con la manga de la camisa. La maquilladora, que está detrás de las luces, gruñe.

—Vale, por Dios santo —me susurra—. No apareceré en la televisión nacional con colorete.

La cámara cobra vida con mucha menos ceremonia de la que esperaba; sólo un pequeño zumbido que me sube por los brazos y las piernas.

—Señor Fitzgerald —dice Nadya—, en primer lugar, ¿puede explicarnos por qué han elegido visitar a un genetista?

Brian me mira.

—Nuestra hija de tres años tiene una forma muy agresiva de leucemia. Su oncólogo sugirió que encontráramos un donante de médula ósea, pero su hermano mayor no coincidía genéticamente. Hay un registro nacional, pero cuando aparecieran donantes para Kate, ella tal vez no… estaría. Entonces pensamos que sería una buena idea ver si otro hermano de Kate coincidía con ella.

—Un hermano —dice Nadya— que no existe.

—Todavía no —replica Brian.

—¿Y qué los hizo ir a un genetista?

—El tiempo apremia —digo abruptamente—. No podríamos tener hijos año tras año hasta que uno coincidiera con Kate. El médico estaba en condiciones de analizar los embriones para ver cuál, si es que había alguno, podría ser el donante ideal para Kate. Tuvimos suerte para encontrar uno de cuatro, que fue implantado con inseminación artificial.

Nadya mira sus notas.

—Han recibido manifestaciones en contra, ¿verdad?

Brian asiente con la cabeza.

—La gente parece pensar que estamos intentando hacer un bebé de diseño.

—¿Y no es así?

—No hemos pedido un bebé con ojos azules o uno que creciera hasta un metro noventa de alto o uno que tuviera un cociente intelectual de doscientos. Claro, pedimos características especiales, pero ninguna de ellas podría considerarse rasgos humanos modelo. Son sólo los rasgos de Kate. No queremos un superbebé; sólo queremos salvar la vida de nuestra hija.

Aprieto la mano de Brian. Dios, le amo.

—Señora Fitzgerald, ¿qué le dirá a ese bebé cuando crezca? —pregunta Nadia.

—Con algo de suerte —digo—, podré decirle que pare de molestar a su hermana.

Empiezo a parir la noche de Año Nuevo. La enfermera que me cuida intenta distraerme de las contracciones hablando de los signos del zodíaco.

—Será Capricornio —dice Emelda mientras me masajea los hombros.

—¿Eso es bueno?

—Oh, los Capricornio hacen bien su trabajo.

Inspirar, exhalar.

—Es… bueno… saberlo —le digo.

Hay otros dos bebés a punto de nacer. Una madre, dice Emelda, tiene las piernas cruzadas.

El bebé de Año Nuevo tiene derecho a paquetes de pañales gratis y a 100 dólares en una cuenta de ahorro del Citizens Bank para su educación universitaria.

Cuando Emelda se va al cuarto de enfermeras y nos deja solos, Brian me aprieta la mano.

—¿Estás bien?

Hago una mueca cuando tengo otra contracción.

—Estaría mejor si hubiera terminado.

Me sonríe. Para un paramédico bombero, un parto rutinario en el hospital es algo ante lo que sólo levantar los hombros. Si hubiera roto aguas en un accidente de tren o estuviera pariendo en el asiento trasero de un taxi…

—Sé lo que estás pensando —interrumpe, aunque no he dicho una sola palabra en voz alta—, y estás equivocada. —Me levanta la mano y me besa los nudillos.

De repente siento como si un ancla se soltara dentro de mí. La cadena, gruesa como un puño, gira en mi abdomen.

—Brian —jadeo—, trae al médico.

Llega mi obstetra y pone las manos entre mis piernas. Levanta la vista hacia el reloj.

—Si puedes esperar un minuto, la niña nacerá famosa —dice, pero yo sacudo la cabeza.

—Sácala —le digo—. Ahora.

El médico mira a Brian.

—¿Deducción de impuestos? —adivina.

Estoy pensando en ahorrar, pero eso no tiene nada que ver con los impuestos. La cabeza del bebé se desliza sobre mi piel. La mano del médico la sostiene, libera su cuello de ese magnífico cordón, saca un hombro y luego el otro.

Me incorporo sobre los codos para mirar qué sucede abajo.

—El cordón umbilical —le recuerdo—. Ten cuidado. —Lo corta, brota sangre hermosa, y se apresura a sacarla de la sala y llevarla a un lugar que estará criogénicamente preservado hasta que Kate esté lista.

El Día Cero del plan pretrasplante de Kate comienza a la mañana siguiente del nacimiento de Anna. Bajo de la sala de maternidad y me encuentro con Kate en radiología. Las dos llevamos trajes de aislamiento amarillos y eso la hace reír.

—Mami —dice—, vamos a juego.

Le han dado un cóctel pediátrico para sedarla y, en otras circunstancias, eso hubiera sido gracioso. Kate no puede encontrar su propio pie. Cada vez que se pone de pie, se desploma. Me impresiona pensar que así es como se sentirá cuando coja su primera borrachera con chupitos de melocotón en el instituto o en la universidad, e inmediatamente después me recuerdo a mí misma que puede que Kate nunca llegue a esa edad.

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