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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

La decisión más difícil (11 page)

BOOK: La decisión más difícil
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—Lo siento —dice—. Sin animales.

—Éste es un perro de asistencia.

Confundido, el alguacil se inclina hacia mí y se esfuerza por ver dentro de mis ojos. Hago lo mismo, mirándole fijamente.

—Soy miope. Me ayuda a leer las señales de tráfico.

Rodeando al muchacho,
Juez
y yo nos dirigimos al vestíbulo de la sala de justicia.

Adentro, el secretario de justicia está siendo incomodado por la madre de Anna Fitzgerald. Ésa es mi suposición, al menos, porque en realidad la mujer no se parece en absoluto a su hija, que está al lado de ella.

—Estoy seguro de que en este caso el juez entenderá —argumenta Sara Fitzgerald. Su esposo espera un par de pasos detrás de ella, alejado.

Cuando Anna nota que estoy, una estela de alivio sube a sus rasgos. Me vuelvo hacia el secretario de justicia.

—Soy Campbell Alexander —digo—. ¿Hay algún problema?

—He estado intentando explicarle a la señora Fitzgerald que sólo admitimos ahogados en el recinto.

—Bueno, yo estoy aquí en representación de Anna —replico.

El secretario se vuelve hacia Sara Fitzgerald.

—¿Quién está representando su parte?

La madre de Anna se queda paralizada un momento. Se vuelve hacia su esposo.

—Es como andar en bicicleta —dice tranquilamente.

Su esposo sacude la cabeza.

—¿Estás segura de que quieres hacerlo?

—No quiero hacerlo. Tengo que hacerlo.

Las palabras encajan como dientes.

—Esperad —digo—. ¿Usted es abogada?

Sara responde.

—Bueno, sí.

Echo una mirada a Anna, incrédulo.

—¿Y omitiste mencionarlo?

—Nunca lo preguntaste —susurra.

El secretario nos da a cada uno un formulario de comparecencia y cita al
sheriff
.

—Vern. —Sonríe Sara—. Qué bueno verte de nuevo.

Oh, esto va mejorando.

—¡Oye! —El
sheriff
besa su mejilla, se da la mano con su esposo—. Brian.

Entonces, no sólo ella es abogada, sino que tiene además a todos los funcionarios en la palma de la mano.

—¿Terminamos con el día internacional del reencuentro? —pregunto, y Sara Fitzgerald hace un gesto con los ojos al
sheriff
, como diciendo «el chaval es gilipollas, pero ¿qué le vamos a hacer?».

—Quédate aquí —le digo a Anna y sigo a su madre hacia el recinto.

El juez DeSalvo es un hombre bajo con una sola ceja y afición al café con leche.

—Buenos días —dice, señalando con la mano nuestros asientos—. ¿Qué pasa con el perro?

—Es un perro de asistencia, señoría. —Antes de que pueda decir nada más, salto la genial conversación que precede a cada encuentro en la cámara de Rhode Island. Somos un Estado pequeño, más pequeño todavía en la comunidad legal. No es sólo concebible que tu asistente legal sea la sobrina o cuñada del juez con el que te encuentras, sino completamente probable. Mientras conversamos, echo una mirada a Sara, que necesita entender quiénes de nosotros participamos en este juego y quiénes no. Puede ser que ella sea abogada, pero no en los diez años que lo he sido yo.

Está nerviosa, haciendo pliegues con el extremo de la blusa. El juez DeSalvo se da cuenta.

—No sabía que estuvieras ejerciendo de nuevo.

—No estaba en mis planes, señoría, pero la demandante es mi hija.

Ahora el abogado se vuelve hacia mí.

—Bueno, ¿de qué trata todo esto, abogado?

—La hija menor de la señora Fitzgerald está buscando la emancipación médica de sus padres.

Sara sacude la cabeza.

—Eso no es cierto, juez. —Al escuchar su nombre, mi perro mira hacia arriba—. He hablado con Anna y me ha asegurado que realmente no quiere hacer eso. Ha tenido un mal día y quería un poco de atención extra. —Sara se encoge de hombros—. Usted sabe cómo pueden ser las niñas de trece años.

Se hace tal silencio en la sala que puedo oír mi propio pulso. El juez DeSalvo no sabe cómo pueden ser las niñas de trece años. Su hija murió cuando tenía doce.

La cara de Sara arde. Como el resto del Estado, ella conoce el caso de Dena DeSalvo. Por lo que sé, tiene una pegatina en el parachoques de su furgoneta.

—Oh, Dios, lo siento. No quise…

El juez mira hacia otro lado.

—Señor Alexander, ¿cuándo fue la última vez que habló con su cliente?

—Ayer por la mañana, señoría. Estaba en mi oficina cuando su madre llamó para decirme que había un malentendido.

Previsiblemente, la mandíbula de Sara cae.

—No puede ser. Ella estaba haciendo ejercicio.

La miro.

—¿Está segura de eso?

—Se suponía que estaba haciendo ejercicio…

—Señoría —digo—, éste es precisamente mi argumento, y la razón por la que la petición de Anna Fitzgerald tiene mérito. Su propia madre no es consciente de dónde está una determinada mañana; las decisiones médicas que competen a Anna son hechas de la misma forma caótica…

—Abogado, cállese. —El juez se vuelve hacia Sara—. ¿Su hija le dijo que quería cancelar el juicio?

—Sí.

Me echa una mirada.

—¿Y le dijo a usted que quería que continuara?

—Así es.

—Entonces, mejor hablo directamente con Anna.

Cuando el juez se levanta y sale del recinto le seguimos. Anna está sentada en un banco en el vestíbulo con su padre. Una de sus zapatillas está desatada.

—Veo algo verde —la oigo decir, y luego levanta la mirada.

—Anna —digo en el momento exacto en que lo dice Sara Fitzgerald.

Es mi responsabilidad explicarle a Anna que el juez DeSalvo quiere hablar con ella unos minutos a solas. Necesito prepararla para que diga las cosas correctas, para que el juez no descarte el juicio antes de que ella logre lo que quiere. Ella es mi cliente; por definición, se supone que debe seguir mi consejo.

Pero, cuando digo su nombre, ella se vuelve hacia su madre.

A
NNA

Creo que nadie vendría a mi entierro. Mis padres, supongo, y la tía Zanne y tal vez el señor Ollincott, el profesor de estudios sociales. Me imagino el mismo cementerio al que fuimos para el funeral de mi abuela, aunque era en Chicago, y por eso no tiene ningún sentido. Habría colinas onduladas que se verían como el terciopelo y estatuas de dioses y ángeles menores, y ese gran agujero marrón en la tierra como un desgarrón en la costura, esperando para tragar el cuerpo que solía ser yo.

Imagino a mi madre con un sombrero negro con velo tipo Jackie O., sollozando. Mi padre, agarrándola. Kate y Jesse, mirando fijamente al brillo del ataúd y tratando de pedir o negociar con Dios por todas las veces que me hicieron algo malo. Es posible que algunos chicos de mi equipo de hockey vinieran, apretando azucenas y su propia serenidad.

—Esa Anna —dirían y no llorarían pero querrían hacerlo.

Habría una necrológica en la página veinticuatro del periódico, y puede que Kyle McFee la viera y viniera al funeral, con su hermosa cara contraída con los «y si…» de la novia que nunca llegó a tener. Pienso que habría flores, dulces margaritas y ramos de hortensias azules. Me gustaría que alguien cantara
Amazing Grace
, no sólo el primer verso famoso, sino todos. Y luego, cuando las hojas se cayeran y la nieve viniera, de vez en cuando aparecería en las mentes de todos como una marea.

Al funeral de Kate vendrán todos. Estarán las enfermeras del hospital de las que nos hicimos amigas, otros enfermos de cáncer que todavía cuentan sus estrellas de la suerte y la gente de la ciudad que ayudó a reunir dinero para sus tratamientos. Se alejarán dolientes de las verjas del cementerio. Habrá tantas cestas de flores que algunas serán donadas a la caridad. El periódico convertiría en noticia su corta y trágica vida.

Escuchen lo que digo: estará en primera plana.

El juez DeSalvo lleva chanclas, como las que usan los jugadores de fútbol cuando se quitan las botas. No sé por qué, pero eso me hace sentir un poco mejor. Quiero decir, ya es suficientemente malo estar en este juzgado y que me lleven hacia una sala privada al fondo; hay algo agradable en saber que no soy la única que no cuadra.

Saca una lata de la nevera enana y me pregunta qué me gustaría beber.

—Coca-cola estaría bien —digo.

El juez abre la lata.

—¿Sabías que si dejas un diente de bebé en vaso de coca-cola desaparecería en pocas semanas? Ácido carbónico. —Me sonríe—. Mi hermano es dentista en Warwick. Hace ese truco cada año para los niños del jardín de infancia.

Tomo un sorbo de coca-cola e imagino mi interior disolviéndose. El juez DeSalvo no se sienta detrás de su escritorio sino que acerca una silla a mi lado.

—Aquí hay un problema, Anna —dice—. Tu madre me dice que quieres hacer una cosa. Y tu abogado me dice que quieres hacer otra. Ahora, en circunstancias normales, esperaría que tu madre te conociera mejor que un joven que has conocido hace sólo dos días. Pero nunca lo hubieras conocido si no hubieras buscado sus servicios. Y eso hace que piense que necesito oír qué es lo que piensas tú de todo esto.

—¿Puedo preguntarle algo?

—Claro —dice.

—¿Tiene que haber un juicio?

—Bueno… tus padres podrían estar de acuerdo con la emancipación médica y eso sería todo —dice el juez.

Como si eso pudiera pasar alguna vez.

—Por otro lado, una vez que uno presenta una petición, como has hecho tú, entonces el demandado, tus padres, tienen que ir a juicio. Si tus padres realmente creen que no estás lista para tomar ese tipo de decisiones por ti misma, tienen que presentarme sus razones a mí o si no arriesgarse a que yo me dicte a tu favor por defecto.

Asiento con la cabeza. Me he dicho a mí misma que, pase lo que pase, me mantendré fría. Si me desbarato, no hay manera de que este juez piense que soy capaz de decidir nada. Tengo estas intenciones brillantes, pero me salgo de mi objetivo a la vista del juez, sosteniendo su lata de zumo de manzana.

No hace mucho tiempo, cuando Kate estaba en el hospital para hacerse un control de los riñones, una nueva enfermera le entregó un recipiente y le pidió una muestra de orina.

—Mejor que esté listo para cuando vuelva —dijo. Kate, que no es una fanática de los requerimientos petulantes, decidió que había que poner a la enfermera en su lugar. Me envió en una misión a las máquinas expendedoras, a comprar exactamente el mismo zumo que el juez está bebiendo ahora. Lo vertió en el recipiente de la muestra y, cuando la enfermera volvió, lo miró a la luz.

—Umm —dijo Kate—. Se ve un poco turbio. Mejor lo filtro de nuevo. —Y lo levantó hasta los labios y se lo bebió.

La enfermera se volvió blanca y salió volando de la habitación. Kate y yo nos reímos hasta que se nos acalambró el estómago. Durante el resto del día, todo lo que hicimos fue cruzar miradas cómplices, y el recuerdo se disolvió.

Como un diente y entonces no queda nada.

—¿Anna? —el juez DeSalvo interrumpe y luego apoya esa estúpida lata de Mott en la mesa que está entre nosotros, y rompo a llorar.

—No puedo darle un riñón a mi hermana. Simplemente no puedo.

Sin decir palabra, el juez DeSalvo me da una caja de Kleenex. Hago una bola con algunos pañuelos, me seco los ojos y la nariz. Por un momento se queda callado, dejándome recuperar la respiración. Cuando levanto la vista lo encuentro esperando.

—Anna, ningún hospital en este país sacará un órgano de un donante que no esté dispuesto a ello.

—¿Quién cree usted que firma la autorización? —pregunto—. No el niño pequeño al que llevan al quirófano, sino sus padres.

—Tú no eres una niña pequeña. Seguramente puedes dar a conocer tus objeciones —dice.

—Oh, claro —digo, rompiendo a llorar de nuevo—. Cuando te quejas porque alguien te está clavando una aguja por décima vez, se considera una operación de procedimiento estándar. Todos los adultos miran alrededor con sonrisas falsas y se dicen entre ellos que nadie, voluntariamente, pide más agujas. —Me sueno la nariz con un Kleenex—. El riñón, hoy sólo es eso. Mañana será algo más. Siempre es algo más.

—Tu madre me dijo que quieres suspender el juicio —dice—. ¿Me mintió?

—No. —Trago con dificultad.

—Entonces… ¿por qué le mentiste a ella?

Hay mil respuestas para eso; elijo la fácil.

—Porque la quiero —digo, y las lágrimas vuelven de nuevo—. Lo siento, realmente lo siento.

Me mira seriamente.

—¿Sabes qué, Anna? Voy a designar a alguien que ayudará a tu abogado a decirme qué es lo mejor para ti. ¿Qué tal suena eso?

Se me cae el pelo en la cara; lo pongo detrás de la oreja. Mi cara está tan roja que la siento hinchada.

—Vale —contesto.

—Vale. —Presiona un botón del intercomunicador y pide a todos que vuelvan.

Mi madre viene la primera hacia la sala y empieza a caminar hacia mí, hasta que Campbell y su perro la interceptan. Él levanta las cejas y me hace una seña con los pulgares hacia arriba, pero es una pregunta.

—No estoy seguro de lo que está pasando —dice el juez DeSalvo—, por lo que asignaré un tutor ad litem para que pase dos semanas con ella. No hace falta decir que espero absoluta colaboración de las dos partes. Quiero el informe de! tutor ad litem y luego celebraremos una audiencia. Si hay algo más que necesite saber para ese momento, traedlo con vosotros.

—Dos semanas… —dice mi madre. Sé lo que está pensando—. Señoría, con el debido respeto, dos semanas es un tiempo muy largo, dada la gravedad de la enfermedad de mi otra hija.

No la reconozco. La he visto antes ser un tigre, luchando contra el sistema sanitario que no se movía lo suficientemente de prisa para ella. La he visto ser una roca, dándonos al resto de nosotros algo a lo que agarrarnos. La he visto ser un boxeador, fintando antes de que el destino pudiera dar su próximo golpe. Pero nunca antes la había visto ser una abogada.

El juez DeSalvo asiente con la cabeza.

—De acuerdo. Entonces tendremos la audiencia el próximo lunes. Mientras tanto, quiero que me traigan la historia clínica de Kate para…

—Señoría —interrumpe Campbell Alexander—, como usted bien sabe, debido a las extrañas circunstancias de este caso, mi cliente está viviendo con el abogado de la otra parte. Eso es un incumplimiento flagrante de la justicia.

Mi madre toma aire.

—Usted no estará sugiriendo que alejen a mi hija de mí.

¿Alejarme? ¿Adónde iría?

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