—Le daremos un poco de reglan —dice y se va.
Cuando Kate no está vomitando, está llorando. Me siento en el borde de la cama, sosteniéndola a medias sobre mi falda. Los enfermeros no tienen tiempo para atender. Faltos de personal, administran los antieméticos en el intravenoso; se quedan un momento para ver que Kate responda, pero inevitablemente los llaman para otra emergencia y el resto queda para nosotros. Brian, que tiene que salir de la habitación si uno de nuestros hijos coge un virus estomacal, es un modelo de eficiencia: le seca la frente, le sostiene los delgados hombros, le aplica pañuelos alrededor de la boca.
—Puedes superar esto —le murmura cada vez que saca una mucosidad, pero puede que sólo se lo esté diciendo a sí mismo.
Y yo, también, me sorprendo de mí misma. Con triste firmeza finjo un ballet para enjuagar el orinal y traerlo de vuelta. Si te concentras en poner grandes sacos de arena en la orilla del río para que no se inunde, puedes ignorar el tsunami que se acerca.
Inténtalo de otra manera y te volverás loco.
Brian trae a Jesse al hospital para su análisis de sangre: un pinchazo simple en el dedo. Lo tienen que sostener entre Brian y dos residentes; sus gritos se oyen por todo el hospital. Me quedo atrás, cruzo los brazos e, involuntariamente, pienso en Kate, que ha dejado de llorar durante los procedimientos hace ya dos días.
Unos médicos mirarán esa muestra de sangre y estarán en condiciones de analizar seis proteínas, que flotan, invisibles. Si esas seis proteínas son las mismas que las de Kate, entonces Jesse será un HLA
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coincidente, un donante potencial de médula ósea para su hermana. «¿Tan pocas pueden ser las probabilidades —pienso—, como para que coincidan seis veces?».
«Tan mal como para que tenga leucemia, en primer lugar».
El hematólogo se va con la muestra de sangre, y Brian y los médicos sueltan a Jesse. Viene corriendo desde la camilla a mis brazos.
—Mami, me han pinchado —mantiene el dedo levantado, festoneado con una tirita de los Rugrats. Su cara húmeda y brillante se apoya caliente sobre mi piel. Lo abrazo fuertemente. Digo lo que toca. Pero eso es todo, tan difícil me resulta sentir lástima de él.
—Desafortunadamente —dice el doctor Chance—, su hijo no es compatible.
Mis ojos enfocan la planta de interior, que todavía permanece marchita y marrón en el alféizar. Alguien tiene que deshacerse de esa cosa. Alguien debería reemplazarla con orquídeas, con aves del paraíso u otras flores igualmente raras.
—Es posible que encontremos un donante no emparentado en el registro nacional de trasplantes de médula ósea.
Brian se inclina hacia adelante, rígido y tenso.
—Pero usted ha dicho que un trasplante de un donante no emparentado era peligroso.
—Así es —dice el doctor Chance—. Pero a veces es todo lo que tenemos.
Levanto la mirada.
—¿Y qué pasa si no encuentra a alguien compatible en el registro?
—Bueno —dice el oncólogo frotándose la frente—, entonces trataremos de mantenerla funcionando hasta que las investigaciones se pongan al día con ella.
Está hablando de mi pequeña como si fuera algún tipo de máquina: un coche con un carburador defectuoso, un avión con el tren de aterrizaje atascado. Antes que hacer frente a eso, me doy la vuelta justo en el momento en que una hoja de la planta se suicida tirándose en la moqueta. Sin ninguna explicación, me pongo de pie y cojo la maceta. Salgo de la consulta del doctor Chance, delante de la recepcionista y de los otros padres con neurosis de guerra esperando con sus hijos enfermos. En el primer recipiente de residuos que encuentro, vierto la planta y toda su tierra reseca. Miro fijamente la vasija de terracota en mi mano, y estoy pensando en hacerla pedazos contra el suelo de baldosas cuando oigo una voz detrás de mí.
—Sara —dice el doctor Chance—, ¿está usted bien?
Me doy la vuelta lentamente, con lágrimas brotando de los ojos.
—Estoy bien. Estoy sana. Viviré una larga, larga vida.
Entregándole la maceta, me disculpo. Él asiente con la cabeza y me ofrece un pañuelo de su bolsillo.
—Creí que sería Jesse quien pudiera salvarla. Quería que fuese Jesse.
—Todos queríamos —responde el doctor Chance—. Escuche. Hace veinte años, el rango de supervivencia era todavía menor. Y he conocido a muchas familias en las que un hermano no coincide, pero otro hermano resulta ser coincidente.
«Sólo tenemos estos dos», empiezo a decir y entonces me doy cuenta de que el doctor Chance está hablando de la familia que todavía no hemos tenido, de niños que nunca pensamos tener. Lo miro con una pregunta en los labios.
—Brian se estará preguntando adonde hemos ido. —Empieza a caminar hacia su despacho con la maceta—. ¿Qué plantas —pregunta con ánimo de conversar— sería menos probable que matara?
Cuando tu vida se ha detenido absolutamente es muy fácil creer que la del resto del mundo también lo ha hecho. Pero el recolector de basura se ha llevado nuestra basura y ha dejado las latas, como siempre. Hay una factura del camión de aceite metida en la puerta principal. Cuidadosamente amontonada en el mueble está la acumulación de correo de una semana. Sorprendentemente, la vida ha seguido.
Kate es dada de alta del hospital una semana después de administrarle quimioterapia de inducción. La vía central todavía serpentea desde su pecho, hinchándole la blusa como una campana. La enfermera me da palabras de ánimo para darme coraje, una larga lista de instrucciones a seguir: cuándo sí y cuándo no llamar al servicio de emergencia, cuándo se supone que tenemos que volver para más quimioterapia, cómo tener cuidado durante el período de inmunodepresión de Kate.
A la mañana siguiente, a las seis, se abre la puerta de nuestro dormitorio. Kate camina de puntillas hacia la cama, y Brian y yo nos levantamos al instante.
—¿Qué es, cariño? —pregunta Brian.
Ella no habla, sólo levanta la mano hasta la cabeza y enhebra los dedos en el pelo. Se le suelta un mechón fino, que cae lentamente sobre la alfombra como una pequeña ventisca.
—Ya estoy —anuncia Kate, algunas noches después en la cena. Su plato está lleno todavía; no ha tocado las judías ni el pastel de carne. Sale bailando al salón para jugar.
—Yo también. —Jesse se empuja hacia atrás con la mesa—. ¿Puedo levantarme?
Brian coge otro bocado con el tenedor.
—No hasta que te hayas terminado lo verde.
—Odio las judías.
—Ellas tampoco están locas por ti.
Jesse mira el plato de Kate.
—Ella tendría que haber terminado. Eso no es justo.
Brian pone el tenedor a un lado del plato.
—¿Justo? —responde con una voz demasiado tranquila—. ¿Quieres ser justo? Muy bien, Jess. La próxima vez que Kate tenga una aspiración de médula ósea, te haremos una a ti también. Cuando drenemos su vía central, nos aseguraremos de que tú pases por algo igualmente doloroso. Y la próxima vez que vaya a la quimio, bueno, haremos…
—¡Brian! —interrumpo.
Se detiene tan abruptamente como comenzó y se pasa una mano temblorosa sobre los ojos. Luego su mirada aterriza sobre Jesse, que ha buscado refugio bajo mi brazo.
—Yo… lo siento, Jess. No quise… —Pero lo que sea que iba a decir se desvanece mientras sale de la cocina.
Durante un largo rato permanecemos sentados en silencio. Luego Jesse me mira.
—¿Papá también está enfermo?
Pienso bien antes de responder.
—Todos estaremos bien —contesto.
El día en que se cumple una semana de nuestro regreso a casa, nos despertamos en mitad de la noche por un estrépito. Brian y yo corremos hacia la habitación de Kate. Está acostada en la cama, temblando tanto que ha tirado la lámpara de la mesilla de noche.
—Está hirviendo —le digo a Brian cuando apoyo la mano sobre su frente.
Me había preguntado cómo decidiría si llamar o no al médico, si desarrollaría Kate algún síntoma extraño. La miro ahora y no puedo creer que haya sido tan estúpida para creer que no sabría, inmediatamente, cómo se ve una persona descompuesta.
—Vamos a urgencias —anuncio, pese a que Brian ya está estrechando entre los brazos las mantas de Kate a su alrededor y levantándola de la cama. La llevamos apresuradamente al coche y encendemos el motor, y entonces nos damos cuenta de que no podemos dejar a Jesse solo en casa.
—Ve tú con ella —responde Brian, leyéndome la mente—. Yo me quedaré aquí —pero no quita los ojos de Kate.
Unos minutos después, vamos a toda velocidad hacia el hospital, Jesse en el asiento trasero junto a su hermana, preguntando por qué hemos de salir cuando el sol no lo ha hecho.
En urgencias, Jesse duerme en un nido hecho con nuestros abrigos. Brian y yo miramos a los médicos planeando sobre el cuerpo enfebrecido de Kate, como abejas sobre un campo de flores, haciendo lo que pueden. Le hacen todo tipo de cultivos y una punción lumbar para intentar aislar la causa y descartar que sea meningitis. Un radiólogo trae un aparato de rayos equis portátil para hacerle una placa del pecho y ver si la infección se encuentra en los pulmones.
Más tarde, coloca la radiografía del pecho en el panel iluminado que está en el exterior de la puerta. Las costillas de Kate parecen cerillas y hay un gran borrón gris a un lado. Mis rodillas se debilitan, y me encuentro agarrada del brazo de Brian.
—Es un tumor. El cáncer ha hecho metástasis. —El médico pone la mano en mi hombro—. Señora Fitzgerald —dice—, es el corazón de Kate.
Pancitopenia
es la estrambótica palabra que significa que no hay nada en el cuerpo de Kate que la esté protegiendo de la infección. Eso quiere decir, dice el doctor Chance, que la quimio funcionó: se ha aniquilado la gran mayoría de leucocitos en el cuerpo de Kate. También quiere decir que una infección posquimio no es probable, pero ocurre.
Le dan una dosis de tylenol para reducirle la fiebre. Le han tomado muestras de sangre, orina y secreciones respiratorias, para administrarle los antibióticos apropiados. Pasan seis horas antes de que se encuentre libre de rigores, una serie de violentos sacudones tan fieros que corre el riesgo de caerse de la cama temblando.
La enfermera —una mujer que peinaba el pelo de Kate en sedosas hileras de trenzas, una tarde hace un par de semanas, para hacerla sonreír— toma la temperatura de Kate y luego me mira.
—Sara —dice amablemente—, ahora puedes respirar.
La cara de Kate se ve tan pequeñita y blanca como una luna de ésas que a Brian le gusta mirar por el telescopio: inmóvil, remota, fría. Parece un cadáver… y lo peor es que eso es un alivio comparado con verla sufrir.
—Eh. —Brian me toca la coronilla. Hace malabarismos con Jesse con el otro brazo. Es casi mediodía y todavía estamos en pijama; en ningún momento pensamos en cambiarnos de ropa.
—Lo llevaré abajo a la cafetería, a almorzar. ¿Quieres algo?
Sacudo la cabeza. Mientras arrastro la silla más cerca de la cama de Kate, le aliso las mantas sobre las piernas. Cojo su mano y la mido contra la mía.
Abre los ojos. Por un momento se mueve con dificultad, sin saber bien dónde está.
—Kate —susurro—, estoy aquí. —Cuando vuelve la cabeza y me mira, levanto la palma de su mano hasta mi boca y le doy un beso en el centro.
—Eres muy valiente —le digo y luego sonrío—. Cuando crezca quiero ser como tú.
Para mi sorpresa, Kate sacude la cabeza con energía. Su voz es una pluma, un fino hilo.
—No, mami —dice—. Estarías enferma.
En mi primer sueño, el fluido intravenoso está goteando muy de prisa en la línea central de Kate. El suero sube de adentro afuera, como una pelota que se infla. Intento tirar del tubo, pero se pega a la vía central. Mientras miro, los rasgos de Kate se suavizan, se hacen borrosos, se obstruyen hasta que su cara se transforma en un óvalo blanco que podría ser de cualquier persona.
En mi segundo sueño, estoy en la sala de maternidad, pariendo. Mi cuerpo entra en la etapa de expulsión, mi corazón late despacio. Hay una ráfaga de presión, y luego mi bebé llega en un relámpago urgente y fluido.
—Es una niña. —La enfermera sonríe abiertamente y me entrega a la recién nacida.
Retiro la manta rosada de su cara y me paralizo.
—Ésta no es Kate —digo.
—Claro que no —concuerda la enfermera—, pero así y todo es suya.
El ángel que llega lleva puesto un Armani y está ladrando en un móvil mientras entra a la sala del hospital.
—Véndelo —ordena mi hermana—. No me importa si tienes que poner un puesto de limonadas en Fanueil Hall y regalar las ganancias, Peter. Dije
vende
. —Aprieta el botón y me extiende los brazos—. Eh —Zanne me tranquiliza cuando rompo a llorar—, ¿realmente creías que le haría caso cuando me dijiste que no viniera?
—Pero…
—Faxes. Teléfonos. Puedo trabajar desde tu casa. ¿Quién cuidaría de Jesse sino?
Brian y yo nos miramos el uno al otro; no habíamos pensado tanto. En respuesta, Brian se levanta, abraza a Zanne torpemente. Jesse corre hacia ella a toda velocidad.
—¿Quién es este niño que has adoptado, Sara…? Porque es imposible que Jesse esté tan grande… —Suelta a Jesse de sus rodillas y se inclina hacia la cama del hospital en la que Kate está durmiendo—. Apuesto a que no te acuerdas de mí —dice Zanne. Sus ojos brillan—, pero yo sí me acuerdo de ti.
Se hace tan fácil dejarla hacerse cargo. Zanne hace que Jesse se implique en un juego de ta-te-tí y le da cortezas de cerdo de un restaurante chino que no reparte comida para llevar. Me siento al lado de Kate, regodeándome en la competencia de mi hermana. Hago como si ella pudiera solucionar las cosas que yo no puedo.
Después de que Zanne se llevó a Jesse a casa a pasar la noche, Brian y yo nos convertirnos en sujetalibros en la oscuridad, sosteniendo a Kate por los lados, como entre paréntesis.
—Brian —murmuro—, he estado pensando.
Él se mueve en su asiento.
—¿En qué?
Me inclino para poder ver sus ojos.
—En tener un bebé.
Los ojos de Brian se hacen más pequeños.
—Por Dios, Sara. —Se pone de pie, dándome la espalda—. Por Dios.
Yo también me levanto.
—No es lo que piensas.
Cuando me mira, el dolor dibuja cada línea de sus rasgos tensos.
—No podemos simplemente reemplazar a Kate si muere —dice.
En la cama del hospital, Kate se cambia de posición, haciendo ruido con las sábanas. Me esfuerzo por imaginarla a la edad de cuatro años, llevando un disfraz de Halloween; a los doce, probándose brillo labial; a los veinte, bailando en un dormitorio.