—Menos mal que tenemos los huevos —dice Julia Romano.
En una casa ardiendo, aparece tu sexto sentido. No puedes ver, por el humo. No puedes oír porque el fuego es estruendoso. No puedes tocar porque sería tu fin.
Enfrente de mí, Paulie dirigía la boquilla. Una línea de bomberos lo respaldaba; una manguera cargada es un gran peso muerto. Nos hicimos un camino hasta la escalera, todavía intacta, intentamos empujar el fuego lejos del sombrero rojo que hay puesto en el techo. Como cualquier cosa que está confinada, el fuego tiene un instinto natural para escapar.
Me agaché hasta ponerme sobre mis manos y rodillas, y empecé a gatear por el vestíbulo. La madre dijo que era la tercera puerta a la izquierda. El fuego rodaba a lo largo del otro lado del techo, corriendo hacia la rejilla de ventilación. Ante el ataque con el rociador, un vapor blanco se tragó al resto de los bomberos.
La puerta de la habitación de la niña estaba abierta. Entré gateando y gritando su nombre. Una forma grande en la ventana me atrajo como un imán, pero resultó ser un enorme animal disecado. Revisé los armarios y debajo de la cama también, pero no había nadie.
Regresé al vestíbulo otra vez y casi tropecé con la manguera, gruesa como un puño. Un humano podría pensar; un fuego no. Un fuego seguiría un camino específico; un niño no. ¿Adónde hubiera ido si hubiera estado aterrorizado?
Moviéndome de prisa, empecé a meter la cabeza en cada entrada. Una era rosa, la habitación de un bebé. Otra tenía coches Matchbox por todo el suelo y camas deshechas. Una no era una habitación sino un vestidor. El dormitorio principal estaba al otro lado de la escalera.
Si fuera un niño, querría a mi madre.
A diferencia de los otros dormitorios, de ése estaba saliendo humo denso y negro. El fuego había quemado la juntura en la parte de encima de la puerta. La abrí, sabiendo que estaba dejando entrar el aire, sabiendo que no estaba bien lo que hacía y que era la única opción que tenía.
Como era de esperar, se encendió una línea de fuego, las llamas llenaron la entrada. La embestí como un toro, sintiendo la lluvia de brasas que caía sobre la parte trasera del casco y el abrigo.
—¡Luisa! —grité.
Percibí a mi alrededor el perímetro de la habitación y encontré el armario. Golpeé con fuerza y llamé de nuevo.
Era débil, pero definitivamente había un golpe de respuesta.
—Hemos tenido suerte —le digo a Julia Romano, las últimas palabras que probablemente esperaba escuchar de mí—, la hermana de Sara cuida de los niños cuando la ingresan mucho tiempo. Para los ingresos más cortos, nos turnamos, sabes; Sara se queda con Kate una noche en el hospital y yo voy a casa con los otros chicos, y viceversa. Ahora es más fácil. Son lo suficientemente grandes para cuidarse solos.
Escribe algo en su librito cuando digo eso, lo que hace que me retuerza en el asiento. Anna sólo tiene trece, ¿es demasiado pequeña para quedarse sola en casa? Para los servicios sociales tal vez sí, pero Anna es diferente. Anna creció hace muchos años.
—¿Cree que a Anna le va bien? —pregunta Julia.
—No creo que hubiera presentado una demanda si así fuera —dudo—. Sara dice que lo que quiere es atención.
—Y usted, ¿qué piensa?
Para ganar tiempo, como un poco de huevos. Los rábanos picantes resultan ser algo sorprendentemente bueno. Acentúan el sabor de la naranja. Se lo digo a Julia Romano.
Dobla la servilleta junto a su plato.
—No ha respondido a mi pregunta, señor Fitzgerald.
—No creo que sea tan simple. —Dejo muy cuidadosamente el tenedor—. ¿Tiene hermanos o hermanas?
—Las dos cosas. Seis hermanos mayores y una hermana melliza.
Silbo.
—Vuestros padres deben de haber tenido muchísima paciencia.
Se encoge de hombros.
—Buenos católicos. No sé cómo lo hicieron tampoco, pero ninguno de nosotros fracasó rotundamente.
—¿Siempre ha pensado eso? —pregunto—. ¿Alguna vez sintió cuando era niña que estuvieran haciendo favoritismos?
Su cara se tensa, sólo un poquito, y me siento mal por haberla puesto en un aprieto.
—Todos sabemos que se supone que hay que amar a los hijos por igual, pero no siempre funciona así. —Me pongo de pie—. ¿Tiene un ratito más? Hay alguien que me gustaría que conociese.
El invierno pasado nos llamaron desde la ambulancia, cuando el frío era de muerte, por un chico que vivía en la carretera rural. El trabajador que había llamado para quitar la nieve de la entrada de su casa lo encontró y llamó al 911. Aparentemente, el chico había salido del coche la noche anterior, se había resbalado y congelado justo sobre la grava; el operario casi pasa por encima de él, creyendo que era un montón de nieve.
Cuando llegamos a la escena, había estado fuera cerca de ocho horas y no era más que un cubo de hielo sin pulso. Sus rodillas estaban torcidas; lo recuerdo porque cuando finalmente lo pusimos en una camilla, allí estaban, clavadas, rígidas en el aire. Encendimos la calefacción en la ambulancia, lo metimos y comenzamos a cortarle la ropa. Cuando tuvimos el papeleo para el traslado al hospital en orden, el chico estaba sentado conversando con nosotros.
Le digo esto para mostrarle que, más allá de lo que usted piense, los milagros ocurren.
Es un cliché, pero la razón por la que me convertí en bombero fue, en primer lugar, porque quería salvar gente. Por eso, el momento en el que salí por el arco ardiente de la puerta con Luisa en los brazos, cuando su madre la vio y cayó de rodillas, supe que había hecho mi trabajo y que lo había hecho bien. La niña se desmoronó al lado del segundo equipo, que le puso una vía en el brazo y la conectaron al oxígeno. Estaba tosiendo, asustada, pero se repondría.
El fuego había pasado; los muchachos estaban dentro, ocupados en el rescate de lo que quedara y revisando. El humo pintó un velo sobre el cielo de la noche; no pude distinguir ni una sola estrella de la constelación de Escorpio. Me quité los guantes y me pasé las manos por los ojos, que me seguirían ardiendo durante horas.
—Buen trabajo —le dije a Red, mientras recogía la manguera.
—Buen rescate, Cap —respondió.
Hubiera sido mejor, claro, que Luisa hubiese estado en su habitación, como esperaba su madre. Pero los niños no se quedan donde se supone que tienen que estar. Te das la vuelta y la encuentras, no en su habitación, sino escondida en un armario; te das la vuelta y no tiene tres años, sino trece. En realidad, ser padres es sólo una cuestión de seguir la pista, esperando que tus hijos no se alejen tanto para que no puedas seguir viendo sus próximos movimientos.
Me quité el casco y estiré los máscalos del cuello. Miré hacia arriba, a la estructura que alguna vez fue un hogar. De repente sentí unos dedos agarrados a mi mano. La mujer que vivía allí estaba de pie, con lágrimas en los ojos. Su hijita menor todavía estaba en sus brazos; los otros niños estaban sentados en el camión bajo la supervisión de Red. Silenciosamente, levantó mis nudillos hasta sus labios. Un poco de hollín cayó de mi abrigo y le trazó una raya en la cara.
—De nada —dije.
En el camino de regreso al parque, dirigí a Caesar por el camino más largo, para pasar exactamente por la calle en la que vivía. El jeep de Jesse estaba en la entrada y las luces de la casa apagadas. Imaginé a Anna con las mantas estiradas hasta la barbilla, como siempre; la cama de Kate, vacía.
—¿Estamos listos, Fitz? —preguntó Caesar. El camión apenas se arrastraba; casi se para enfrente de mi entrada.
—Sí, estamos listos —dije—. Llevémoslo a casa.
Me hice bombero porque quería salvar gente. Pero debería haber sido más específico. Debería haber puesto nombres.
El coche de Brian Fitzgerald está lleno de estrellas. Hay mapas en el asiento del acompañante y gráficos atiborrando el salpicadero y entre nosotros, el asiento de atrás es una paleta de fotocopias de nebulosas y planetas.
—Lo siento —dice, enrojeciendo—. No esperaba compañía.
Le ayudo a hacer espacio para mí, y en el proceso levanto un mapa con agujeros.
—¿Qué es esto? —pregunto.
—Un mapa estelar. —Se encoge de hombros—. Es una especie de hobby.
—Cuando era pequeña, una vez intenté ponerle a las estrellas el nombre de todos mis parientes. La parte graciosa es que ni siquiera había acabado con todos los nombres cuando me quedé dormida.
—El nombre de Anna viene de una galaxia —dice Brian.
—Eso está mucho mejor que un nombre puesto por un santo patrón —digo—. Una vez le pregunté a mi madre por qué brillaban las estrellas. Me dijo que eran luces nocturnas para que los ángeles pudieran encontrar su camino en el Cielo. Cuando le pregunté a mi padre, empezó a hablar de gas, y de alguna manera junté todo y me imaginé que la comida que servía Dios causaba muchos viajes al baño en medio de la noche.
Brian se ríe con ganas.
—Y yo intentaba explicar la fusión atómica a mis niños.
—¿Funcionó?
Lo consideró por un momento.
—Probablemente podrían encontrar la Osa Mayor con los ojos cerrados.
—Eso es impresionante. Las estrellas me parecen todas iguales.
—No es tan difícil. Ubicas una parte de una constelación, como el cinturón de Orión, y de repente es más fácil encontrar a Rigel en su pie y Betelgeuse en sus hombros —duda—. Pero el noventa por ciento del universo está hecho de cosas que ni siquiera podemos ver.
—Entonces, ¿cómo sabes que están ahí?
Aminora la velocidad y se detiene en un semáforo en rojo.
—La materia oscura tiene efecto gravitacional sobre otros objetos. No puedes verlo, ni puedes sentirlo, pero puedes ver algo que está siendo atraído en su dirección.
Diez segundos después de irse Campbell anoche, Izzy entró en la sala cuando estaba a punto de tener uno de esos llantos que te limpian hasta los huesos y que una mujer debe tener por lo menos una vez durante el ciclo lunar.
—Sí —dijo secamente—. Puedo ver que esto es una relación totalmente profesional.
Le frunzo el ceño.
—¿Estabas escuchando a hurtadillas?
—Perdóname si tú y tu Romeo estabais teniendo un pequeño
tête-à-tête
al otro lado de una pared delgada.
—Si tienes algo que decir —sugiero—, dilo.
—¿Yo? —Izzy arrugó la frente—. Oye, no es asunto mío, ¿no?
—No, no lo es.
—Bien, entonces me guardo mi opinión para mí.
Entorné los ojos.
—Suéltalo, Isobel.
—Creí que nunca me lo preguntarías. —Se sentó a mi lado en el sofá—. Sabes, Julia, la primera vez que un insecto ve esa luz inmensa púrpura que va a cazarle, le parece Dios. La segunda vez, corre en otra dirección.
—Primero, no me compares con un mosquito. Segundo, volaría en otra dirección, no correría. Tercero, no hay segunda vez. El insecto está muerto.
Izzy sonríe con suficiencia.
—Eres tan abogada…
—No estoy dejando que Campbell me cace.
—Entonces pide un traslado.
—Esto no es la Marina. —Abracé uno de los cojines del sofá—. Y no puedo hacer eso, ahora no. Haría que él pensara que soy una debilucha que no puede combinar la vida profesional con un… incidente estúpido, tonto, adolescente.
—No puedes. —Izzy sacudió la cabeza—. Es un gilipollas egoísta que te masticará y te escupirá, y tú tienes un horrible historial en eso de caer en los brazos de tiparracos de los que deberías salir corriendo. No tengo ganas de sentarme aquí a oírte llorar para convencerte de que ya no sientes nada por Campbell Alexander, cuando, de hecho, has pasado los últimos quince años intentando llenar el agujero que hizo dentro de ti.
La miré fijamente.
—Guau.
Se encogió de hombros.
—Supongo que tenía mucho para sacarme del pecho, después de todo.
—¿Odias a todos los hombres o sólo a Campbell?
Izzy parece pensarlo por un momento.
—Sólo a Campbell —dijo finalmente.
Lo que quería en ese momento era estar sola en el salón de mi casa para tirar cosas, como el mando de la tele o un jarrón de cristal o, preferiblemente, a mi hermana. Pero no podía ordenarle a Izzy que se fuera de la casa a la que acababa de mudarse hacía apenas dos horas. Me puse de pie y cogí las llaves del mueble.
—Voy a salir —le dije—. No me esperes despierta.
No soy una chica muy fiestera, lo que explica por qué nunca he ido al Shakespeare’s Cat antes, aunque esté a sólo ocho manzanas de mi condominio.
El bar era oscuro, estaba abarrotado y olía a pachuli y clavos de olor.
Empujé para entrar, cogí un taburete y le sonreí al hombre que estaba sentado a mi lado.
Estaba de ánimo para estar sentada en la última fila del cine con alguien que no supiera ni mi nombre. Quería que tres muchachos se pelearan por el honor de pagarme una copa.
Quería mostrarle a Campbell Alexander lo que se estaba perdiendo.
El hombre que estaba detrás de mí tenía los ojos del color del cielo, una cola de caballo negra y la sonrisa franca de Cary Grant. Me hizo un gesto amable con la cabeza, luego se dio la vuelta y comenzó a besar en la boca a un caballero de pelo blanco. Miré alrededor y vi algo que no había visto cuando entré: el bar estaba lleno de hombres solos pero estaban bailando, flirteando, ligando unos con otros.
—¿Qué te pongo? —El camarero tenía el cabello como un puercoespín fucsia y una argolla que le atravesaba la nariz.
—¿Es un bar gay?
—No, es el club de oficiales de West Point. ¿Quieres un trago o no?
Señalé sobre su hombro la botella de tequila y alcanzó un vaso.
Hurgué en mi bolso y saqué un billete de cincuenta dólares.
—¿Toda? —Echando una mirada a la botella, me encogí de hombros—. Apuesto a que Shakespeare ni siquiera tenía un gato.
—¿Quién te ha jodido el día? —preguntó el camarero.
Entrecerrando los ojos, lo miré fijamente.
—Tú no eres gay.
—Claro que sí.
—Basándome en mi experiencia anterior, si fueras gay, probablemente te encontraría atractivo. Si es así… —Miré a la pareja ocupada a mi lado y luego me encogí de hombros. Él palideció, luego me devolvió el billete de cincuenta. Lo guardé de nuevo en la cartera.
—¿Quién dice que no puedes comprar amigos? —murmuré.
Tres lloras más tarde, yo era la única persona que quedaba allí, sin contar a Siete, que era como se había rebautizado el camarero el agosto pasado, después de que decidió tirar por la borda cualquier tipo de etiqueta que sugiriera el nombre de Neil. Siete se quedó sin nada, me había dicho, que era exactamente lo que le gustaba.