Así, como no tengo nada mejor que hacer, voy a trabajar en el caso, suponiendo que todavía exista.
La secretaria de Bergen parece el tipo de mujer con talla de sujetador superior a su cociente intelectual.
—¡Oh, un perrito! —chilla alargando la mano para acariciar a
Juez
.
—Por favor, no lo toque.
Me pongo a soltarle una de mis explicaciones estudiadas, pero ¿para qué malgastarlas con ella? Entonces me dirijo a la puerta del fondo.
Allí me encuentro a un hombre pequeño y rechoncho con un pañuelo con las barras y estrellas cubriéndole los rizos de color gris. Está vestido con ropa de yoga y hace Tai Chi.
—Ocupado —gruñe Bergen.
—Tenemos algo en común, doctor. Soy Campbell Alexander, el abogado que solicitó información de la chica Fitzgerald.
Con los brazos extendidos hacia adelante, el psiquiatra suspira:
—Se los envié.
—Envió los datos de Kate Fitzgerald. Necesito los de Anna Fitzgerald.
—Sabe —replica—, ahora no es un buen momento para esto…
—No pretendo interrumpir sus ejercicios.
Me siento con
Juez
a sus pies.
—Como estaba diciendo… Anna Fitzgerald… ¿Tiene informes del Comité de Ética sobre ella?
—El Comité de Ética no se ha reunido nunca para tratar de Anna Fitzgerald. La paciente es su hermana.
Lo observo mientras arquea la espalda y se mueve hacia adelante.
—¿Sabe cuántas veces ha sido Anna paciente externa o interna de este hospital?
—No —dice Bergen.
—Creo que ocho.
—Pero esos tratamientos no tienen que llegar necesariamente al Comité de Ética. Cuando los médicos están de acuerdo con lo que quieren los pacientes, y viceversa, no hay conflicto. No hay motivo siquiera para prestarle atención.
El doctor Bergen baja los pies, que mantenía suspendidos en el aire, y coge una toalla para secarse debajo de los brazos.
—Todos tenemos mucho trabajo, señor Alexander. Somos psiquiatras, enfermeras, doctores, científicos y curas. No vamos buscando problemas.
Julia y yo nos apoyamos contra el armario mientras hablamos sobre la Virgen María. Estaba tocando su medalla milagrosa. Bueno, en realidad buscaba su clavícula, y la medalla se interpuso.
—¿Y si no era más, que una chica que se encontró con un problema y se inventó una historia ingeniosa para salir de él?
Julia casi se ahoga.
—Creo que pueden echarte de la Iglesia Episcopal por eso, Campbell.
—Piénsalo. Tienes trece años, o la edad que tuvieran entonces cuando se enrollaban, y te das un buen revolcón en el heno con José, y antes de que te des cuenta estás embarazada. Puedes afrontar la cólera de tu padre o inventarte una buena historia. ¿Quién va a contradecirte si dices que es Dios el que te ha dejado preñada? ¿No crees que el padre de María podría haber pensado: «Si no la creo y es verdad, quizá venga una plaga»?
Entonces abrí mi taquilla y un centenar de condones se desparramaron. Un grupo de tíos del equipo de vela sacaron la cabeza, riendo como hienas.
—Pensé que podrías necesitar más —dijo uno de ellos.
Bueno, ¿qué podía hacer? Sonreí.
Antes de darme cuenta, Julia se había ido. Para ser una chica, corría muy rápidamente. No la atrapé hasta que la escuela se convirtió en una mancha distante detrás de nosotros.
—Cariño —dije sin saber qué más decir.
No era la primera vez que hacía llorar a una chica, pero era la primera vez que me dolía hacerlo.
—¿Me debería haber pegado con ellos? ¿Eso es lo que quieres?
Se dio la vuelta.
—¿Qué les dices de nosotros cuando estás en el vestidor?
—No les digo nada.
—¿Qué les dices a tus padres?
—Nada —admití.
—Vete a la mierda —dijo echando a correr de nuevo.
Las puertas del ascensor se abren en el tercer piso y ahí está Julia Romano. Nos miramos un momento. Entonces
Juez
se levanta y empieza a menearla cola.
—¿Bajas?
Entra y pulsa el botón de recepción, que ya estaba encendido. Para hacerlo tiene que inclinarse por delante de mí, de manera que le huelo el pelo. Vainilla y canela.
—¿Qué haces aquí? —pregunta.
—Me decepciona terriblemente el estado de la sanidad americana. ¿Y tú?
—He visto al oncólogo de Kate, el doctor Chance.
—Supongo que significa que todavía estamos de juicio.
Julia sacude la cabeza.
—No lo entiendo. Nadie de la familia me devuelve las llamadas, menos Jesse, y eso es únicamente hormonal.
—¿Has subido a…?
—¿La habitación de Kate? Sí. No me han dejado entrar. No sé qué de la diálisis.
—Me han dicho lo mismo —le digo.
—Bueno, si hablas con ella…
—Mira —la interrumpo—, tengo que suponer que todavía tenemos una vista dentro de tres días a menos que Anna me diga lo contrario. Si es así, tú y yo tendremos que sentarnos y adivinar qué cono le pasa a esa niña. ¿Quieres un café?
—No —dice Julia saliendo.
—Espera.
Al cogerla del brazo se queda helada.
—Sé que esto no te resulta cómodo. A mí tampoco. Pero que tú y yo no podamos crecer no significa que Anna no deba tener ninguna oportunidad de hacerlo —digo con un aire particularmente avergonzado.
Julia cruza los brazos.
—¿Quieres apuntarte este tanto para volverla a utilizar?
Me pongo a reír.
—Dios mío, no hay quien pueda contigo…
—Déjalo estar, Campbell. Tienes tanta labia que te pones aceite en la boca cada mañana.
Eso me evoca todo tipo de imágenes, que implican su cuerpo.
—Tienes razón —dice luego.
—Ahora quisiera apuntarme éste…
Se pone a andar de nuevo, pero
Juez
y yo la seguimos.
Sale del hospital y toma una calle lateral, un callejón y un bloque de pisos hasta que llegamos de nuevo a un espacio abierto en la avenida Mineral Spring, en North Providence. En ese momento, agradezco tener la mano izquierda sujetando la correa de un perro con muchos dientes.
—Chance me dijo que no hay nada que hacer con Kate —dice Julia.
—Quieres decir fuera del trasplante de riñón.
—No. Eso es lo increíble —dice deteniéndose y poniéndose delante de mí—. El doctor Chance no cree que Kate sea suficientemente fuerte.
—Y Sara Fitzgerald sigue queriéndolo —digo.
—Cuando lo piensas, Campbell, no puedes reprochárselo. Si Kate va a morir de todos modos sin un trasplante, ¿por qué no hacerlo?
Rodeamos con cuidado a un vagabundo con un montón de botellas.
—Porque el trasplante implica una operación seria para su otra hermana —señalo—. Y poner en peligro la salud de Anna por una intervención que no es necesaria parece fuera de lugar.
Julia se detiene frente a una chabola con las palabras
Luigi Ravioli
pintadas a mano. Parece el típico sitio que está oscuro para que no se vean las ratas.
—¿No hay un Starbucks cerca? —pregunto justo cuando un calvo enorme con delantal blanco abre la puerta y casi golpea a Julia.
—¡Isobella! —grita besándola en las mejillas.
—No, tío Luigi, soy Julia.
—¿Julia? —pregunta apartándose y frunciendo el ceño—. ¿Estás segura? Deberías cortarte el pelo, chica.
—Ya te metías con mi pelo cuando lo llevaba corto.
—Nos metíamos con tu pelo porque era rosa.
Entonces me mira.
—¿Tiene hambre?
—Queríamos un poco de café y una mesa tranquila.
Sonríe.
—¿Una mesa tranquila?
Julia suspira.
—No ese tipo de mesa tranquila.
—Vale, vale, todo es un gran secreto. Venid, os daré la habitación trasera. Los perros se quedan aquí —añade echando un vistazo a
Juez
.
—El perro viene —respondo.
—No a mi restaurante —insiste Luigi.
—Es un perro de asistencia, no puede quedarse fuera.
Luigi se inclina a un par de centímetros de mi cara.
—¿Es usted ciego?
—Ciego a los colores —contesto—. El perro me indica cuándo cambian las luces de tráfico.
El tío de Julia hace una mueca con la boca.
—Todo el mundo va de listillo hoy día —dice acompañándonos dentro.
Durante semanas, mi madre intentó enterarse de quién era mi novia.
—Es Bitsy, ¿verdad? La que conocimos en Vineyard. O no, espera, ¿no será la hija de Sheila, la pelirroja?
Le dije una y otra vez que no la conocía, cuando lo que en realidad quería decir era que nunca la reconocería.
—Sé lo que le conviene a Anna —me dice Julia—, pero no estoy segura de que sea suficientemente madura para tomar decisiones.
Me tomo otro
antipasto
.
—Si crees que está justificado que presente la petición, ¿cuál es el problema?
—Compromiso —dice Julia secamente—. ¿Quieres que te dé una definición?
—Sabes que no es educado sacar las garras en la mesa.
—Ahora mismo, cada vez que la madre de Anna se enfrenta a ella, desiste. Cada vez que sucede algo con Kate, desiste. Y, a pesar de lo que ella crea que es capaz de hacer, nunca antes ha tomado una decisión de tal magnitud, considerando las consecuencias que su hermana va a sufrir.
—¿Y si te dijera que cuando tengamos la vista, ya será capaz de tomar esa decisión?
Julia me mira.
—¿Por qué estás tan seguro de que eso va a pasar?
—Siempre estoy seguro de mí mismo.
Coge una oliva de la bandeja que nos separa.
—Sí —dice con tranquilidad—. Eso lo recuerdo.
Aunque Julia debía de estar recelosa, no le dije nada de mis padres, de mi casa. Mientras entrábamos en Newport con mi jeep, me metí en el camino de entrada de una gran mansión de ladrillos.
—Campbell —dijo Julia—, estás de broma.
Recorrí la curva del camino y salí por el otro lado.
—Pues sí.
Así, cuando entré en la casa por el camino de abajo, aquella inmensidad de estilo georgiano, con avenidas de hayas y vistas a la bahía, resultó tan impresionante. En realidad, era más pequeña que a primera vista.
Julia sacudió la cabeza.
—Tus padres me verán y nos —separarán con una palanca.
—Les vas a gustar —le dije mintiéndole por primera vez.
No sería la última.
Julia se pone debajo de la mesa con un plato lleno de pasta.
—Toma,
Juez
—dice—. ¿Qué pasa con el perro?
—Traduce para mis clientes de habla hispana.
—¿En serio?
Le sonrío.
—En serio.
Se inclina hacia adelante, estrechando los ojos.
—Sabes que tengo seis hermanos. Sé cómo sois los tíos.
—Dime.
—¿Y contar mis secretos comerciales? Ni loca —dice negando con la cabeza—. Quizá Anna te ha contratado porque eres tan evasivo como ella.
—Me ha contratado porque vio mi nombre en el periódico —explico—. Ni más ni menos.
—Pero ¿por qué lo has aceptado? No es el tipo de caso que sueles llevar.
—¿Cómo sabes cuáles son los casos que llevo?
Lo digo con ligereza, bromeando, pero Julia se calla, y entonces me respondo: todo este tiempo ha estado siguiendo mi carrera.
Pero yo también he seguido la suya.
Me aclaro la garganta, incómodo, y le señalo la cara.
—Tienes salsa… ahí.
Coge la servilleta y se seca la comisura de los labios, pero no acierta.
—¿Me lo he quitado? —pregunta.
Inclinándome con mi servilleta, le limpio la manchita, pero me quedo allí. Dejo la mano en su mejilla. Nos miramos fijamente. En ese instante, volvemos a ser unos jóvenes que descubren el cuerpo del otro.
—Campbell —dice Julia—, no me hagas esto.
—¿Que no te haga qué?
—No me hagas saltar al vacío dos veces.
Cuando suena mi móvil, los dos respingamos. Julia vuelca sin darse cuenta el vaso de Chianti mientras contesto.
—No, cálmate. Cálmate. ¿Dónde estás? Vale, ya voy.
Julia deja de frotar la mesa cuando cuelgo.
—Tengo que irme.
—¿Va todo bien?
—Era Anna —le digo—. Está en la comisaría de policía de Upper Darby.
De vuelta a Providence, intenté imaginar al menos cada kilómetro una muerte horrible para mis padres. Pegarles, despellejarlos vivos y sazonarlos con sal. Ahogarlos en ginebra, aunque no sé si eso se consideraría tortura o sólo Nirvana.
Era posible que me hubiesen visto entrando con sigilo en la habitación de invitados, llevando a Julia por la escalera de servicio hasta la puerta trasera de la casa. Es posible que se imaginasen las siluetas mientras nos desnudábamos y nos metíamos en la bahía. Quizá vieran sus piernas enroscándose en mí o me vieran tumbarla en una cama hecha de sudaderas y franela.
Su disculpa, dada en el desayuno siguiente con huevos hervidos y tocino sobre panecillos tostados, fue una invitación a una fiesta en el club esa noche, sólo la familia y con corbata. Una invitación que, por supuesto, no incluía a Julia.
Al llegar a su casa, bacía tanto calor que algún chico listo bahía abierto la boca de incendio, y los niños saltaban como palomitas de maíz sobre el agua.
—Julia, no debería haberte llevado a conocer a mis padres.
—Hay muchas cosas que no deberías hacer —espetó—. Y la mayoría tiene relación conmigo.
—Te llamaré antes de la graduación —le dije.
Me besó y salió del coche.
Pero no la llamé. Y no la vi en la graduación. Ella cree saber por qué, pero no lo sabe.
Lo curioso de Rhode Island es que no tiene nada de Feng Shui. Quiero decir que hay un Little Compton, pero no un Big Compton. Hay un Upper Darby pero no un Lower Darby. Hay todo tipo de lugares definidos en términos de algo más que en realidad no existe.
Julia me sigue en su propio coche.
Juez
y yo habremos superado un récord, porque no parece que hayan pasado ni cinco minutos desde la llamada y el momento en que entramos en la comisaría para encontrarnos con Anna, histérica, al lado de la mesa del cabo. Se me echa encima, frenética.
—Tienes que ayudarme —grita—. Han arrestado a Jesse.
—¿Qué?
Me quedo mirando a Anna, que me ha sacado de una comida muy buena, por no decir de una conversación que habría querido continuar hasta el final.
—¿Por qué es problema mío?
—Porque necesito que lo saques —me explica Anna lentamente, como si fuese tonto—. Eres abogado.