El juez DeSalvo golpea la mesa con los dedos.
—¿Señora Fitzgerald? ¿Se lo ha dicho a Anna?
—¡Sí, por supuesto! —exclama en un arrebato—. ¡Estoy intentado llegar al fondo del asunto!
La confesión es como una carpa de circo que se viene abajo, sumiéndonos en un silencio absoluto. Julia elige ese momento para irrumpir en la sala.
—Siento llegar tarde —dice sin aliento.
—Señora Romano —dice el juez—, ¿ha tenido ocasión de hablar con Anna hoy?
—Sí, hace poco.
Me mira, y luego mira a Sara.
—Creo que está muy confundida.
—¿Cuál es su opinión sobre la petición que el señor Alexander ha presentado?
Se pone un mechón de pelo rebelde detrás de la oreja.
—No creo disponer de suficiente información para tomar una decisión formal, pero mi instinto me dice que sería un error para la madre de Anna que la echasen de su casa.
Me pongo tenso al instante. Reaccionando, el perro se prepara.
—Juez, la señora Fitzgerald acaba de admitir que ha violado la orden de la corte. Como mínimo, debería ser denunciada al colegio por violaciones éticas y…
—Señor Alexander, en este caso hay más que la ley escrita.
El juez DeSalvo se dirige ahora a Sara.
—Señora Fitzgerald, le recomiendo vivamente contratar a un abogado independiente para que represente a usted y a su marido en esta petición. No voy a conceder hoy la orden de restricción, pero la aviso una vez más de que no hable con su hija sobre el caso hasta la vista de la próxima semana. Si me entero en el futuro de que ha vuelto a ignorar esta orden, yo mismo la denunciaré al colegio y la escoltaré personalmente a su casa.
Cierra la carpeta y se levanta.
—No vuelva a importunarme hasta el lunes, señor Alexander.
—Necesito ver a mi cliente —anuncio, y me apresuro hacia el vestíbulo donde sé que Anna está esperando con su padre.
Cómo no, Sara Fitzgerald se me pega a los talones. Siguiéndola para mantener la paz, sin duda alguna, está Julia. Los tres nos paramos súbitamente al ver a Vern Stackhouse, dormitando en el banco donde Anna estaba sentada.
—¿Vern? —digo.
Se pone en pie de inmediato, aclarándose la garganta a la defensiva.
—Es un problema lumbar. Tengo que sentarme de vez en cuando para relajarme.
—¿Sabes dónde ha ido Anna Fitzgerald?
Estira la cabeza hacia la puerta delantera del edificio.
—Se ha ido con su padre hace un momento.
Por la expresión de la cara de Sara, ella tampoco se lo esperaba.
—¿Necesitas que te lleve de vuelta al hospital? —pregunta Julia.
Ella sacude la cabeza y echa un vistazo a través de las puertas de cristal, donde los periodistas se han reunido.
—¿Hay una salida trasera?
A mi lado,
Juez
se pone a olerme la mano. «¡Joder!».
Julia lleva a Sara a la parte de atrás del edificio.
—Tengo que hablar contigo —me dice volviéndose y mirándome.
Espero que vuelva a mirar al frente. Entonces cojo con rapidez el arnés de
Juez
y lo arrastro hacia el otro lado del pasillo.
—¡Eh!
Un momento después, los tacones de Julia golpean las baldosas tras de mí.
—He dicho que quiero hablar contigo.
Por un instante considero seriamente huir por una ventana. Pero me detengo abruptamente, me doy la vuelta y le ofrezco mi sonrisa más agradable.
—Técnicamente hablando, has dicho que tenías que hablar conmigo. Si hubieses dicho que querías hablar conmigo, te habría esperado. —
Juez
me clava los dientes en un extremo del traje, del caro Armani, y tira—. Pero ahora tengo una reunión.
—¿Qué cono te pasa? —dice—. Me dijiste que habías hablado con Anna sobre su madre y que todos estábamos en el mismo barco.
—Lo hice, y lo estábamos. Sara la estaba coaccionando, y Anna quería que dejase de hacerlo. Le expliqué las alternativas.
—¿Alternativas? Es una chica de trece años. ¿Sabes cuántos niños veo cuya idea de un juicio es completamente diferente de la de sus padres? Una madre viene y promete que su hijo testificará contra un chico que molesta, porque quiere que aparten de por vida al criminal. Pero al niño no le importa lo que le pase al criminal, mientras no tenga que estar con él en la misma habitación otra vez. O él cree que quizá el criminal debería tener otra oportunidad, como sus padres se la dan cuando él se porta mal. No puedes esperar que Anna sea como un cliente adulto normal. No tiene la capacidad emocional de tomar decisiones independientemente de su situación en casa.
—Bueno, por eso estamos con esta querella —digo.
—De hecho, no hace ni una hora que Anna me ha dicho que ha cambiado de opinión sobre la querella. No lo sabías ¿verdad? —dice Julia arqueando una ceja.
—No me ha dicho nada.
—Porque estás hablando de algo equivocado. Hablaste con ella sobre la forma legal de evitar que se la presione para que suspenda el juicio. Por supuesto, ella se lo saltó todo. Pero ¿de verdad crees que ella estaba considerando lo que significa realmente: que habrá un progenitor menos en casa para cocinar, conducir o ayudarla con los deberes, que no podrá dar un beso de buenas noches a su madre, que el resto de su familia probablemente estará muy disgustada con ella? Todo lo que oía cuando hablabas eran las palabras «basta de presión». No oía «separación».
Juez
comienza a gruñir en serio.
—Tengo que irme.
Pero ella me sigue.
—¿Adónde?
—Te lo he dicho, tengo una cita.
El pasillo está lleno de salas, todas cerradas. Al final encuentro un pomo y lo giro. Entro y cierro la puerta con cerrojo.
—Señores —digo con sinceridad.
Julia intenta abrir. Golpea el panel de cristal ahumado. Siento que la frente se me empapa de sudor.
—No te me vas a escapar esta vez —me grita a través de la puerta—. Te estoy esperando.
—Sigo ocupado —le grito.
Cuando
Juez
señala con el morro hacia adelante, hundo los dedos en el espeso pelo de su cuello.
—No pasa nada —le digo.
Entonces me doy la vuelta hacía la habitación vacía.
De vez en cuando me contradigo a mí mismo y creo en Dios, como en este preciso momento, cuando llego a casa y me encuentro con una tía impresionante en la puerta. Se pone de pie y me pregunta si conozco a Jesse Fitzgerald.
—¿Quién pregunta?
—Yo.
Sonrío de la manera más encantadora.
—Pues soy yo.
Deja que me detenga un momento y te diga que es mayor que yo, pero cuanto más la miro menos me importa. Podría perderme en su pelo, y su boca es tan suave y carnosa que me cuesta no mirar el resto de su cuerpo. Tengo ganas de tocarle la piel, ni que sea un brazo, sólo para saber si es tan suave como parece.
—Soy Julia Romano —dice—. Soy la tutora ad litem.
Los violines que estaba oyendo se paran de golpe.
—¿Como un policía?
—No, soy abogada, y colaboro con un juez para ayudar a tu hermana.
—¿Quieres decir a Kate?
Su expresión se vuelve algo tensa.
—Quiero decir a Anna. Ha presentado una querella para emanciparse médicamente de tus padres.
—Ah, sí. Ya lo sé.
—¿En serio?
Parece sorprendida, como si sólo Anna pudiese ser la desafiante.
—¿Por casualidad sabes dónde está?
Miro la casa, oscura y vacía.
—¿Soy el cuidador de mi hermana? —digo sonriéndole—. Si quieres esperar, ven conmigo y te enseño mis aguafuertes.
Para mi sorpresa, acepta.
—Pues no es mala idea. Me gustaría hablar contigo.
Me apoyo en la puerta y cruzo los brazos para que me sobresalgan los bíceps. La obsequio con la sonrisa que ha parado en seco a la mitad de la población femenina de la Universidad Roger Williams.
—¿Tienes planes para esta noche?
Se me queda mirando como si hubiese dicho algo en griego. No, joder, seguramente le ha sonado a griego. O marciano. O vulcano de mierda.
—¿Me estás pidiendo una cita?
—Creo que vale la pena —digo.
—Creo que es una pena —responde rotundamente—. Soy suficientemente mayor para ser tu madre.
Tienes los ojos más bonitos que he visto nunca.
Por ojos entiendo tetas, pero da igual.
Julia Romano decide entonces abrocharse el traje chaqueta, lo que me hace reír.
—¿Por qué no charlamos aquí?
—Como quieras —le digo, y la llevo a mi estudio.
No está tan desordenado como suele. Los platos que están en la encimera llevan allí sólo uno o dos días, y los cereales desparramados no quedan tan feos tras un día fuera de casa como la leche derramada. En medio del suelo hay un cubo, trapos y una lata de gasolina. Estoy haciendo unos palos para crear fuego. Hay ropa por todo el suelo, colocada artísticamente para minimizar el efecto de una gotera sobre la inmóvil luz de la Luna.
—¿Qué te parece? —le digo sonriendo—. A Martha Stewart
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le gustaría, ¿no?
—Martha Stewart te planificaría la vida —murmura Julia.
Se sienta en el sofá, se levanta y saca un puñado de patatas fritas que ya han dejado, gracias a Dios, una marca de grasa con forma de corazón en su adorable culo.
—¿Quieres beber algo?
Que no se diga que mi madre no me enseñó modales.
Echa un vistazo y sacude la cabeza.
—No, gracias.
Encogiéndome de hombros, saco una Labatt’s de la nevera.
—¿Así que ha habido problemillas en casa?
—¿No lo sabías?
—Intento mantenerme al margen.
—¿Por qué?
—Porque es lo que sé hacer mejor. —Sonriendo, tomo un buen trago de cerveza—. Aunque es una pena habérmelo perdido.
—Háblame de Kate y Anna.
—¿Qué se supone que tengo que decirte?
Me acerco a ella en el sofá, mucho. A propósito.
—¿Cómo te llevas con ellos?
Me inclino hacia adelante.
—A ver, señora Romano. ¿Me estás preguntando si finjo bien? —Dado que ni siquiera parpadea, lo dejo estar—. Me soportan —contesto—. Como todo el mundo.
Esa respuesta ha tenido que interesarle, ya que apunta algo en un bloc.
—¿Cómo ha sido crecer en tu familia?
Se me ocurren una docena de respuestas, pero la que suelto es la peor.
—Cuando yo tenía doce años, Kate enfermó. Nada grave, sólo una infección, pero no podía sobreponerse por sí misma. Así que se llevaron a Anna para que diera granulocitos, células sanguíneas blancas. No es que Kate lo hubiese planeado, pero casualmente era Nochebuena. Teníamos que hacer una salida familiar, ya sabes, para coger un árbol. —Saco un paquete de tabaco del bolsillo—. ¿Te importa? —pregunto, pero no la dejo responder y lo enciendo—. Me endilgaron en casa de un vecino en el último momento, cosa que me jodió porque estaban pasando una gran Nochebuena con sus parientes y se pusieron a murmurar sobre mí como si fuera un caso perdido de beneficencia. Bueno, todo se fue al garete muy rápidamente, así que dije que tenía que ir a mear y me largué. Caminé hasta casa, cogí una de las hachas de mi padre y una sierra y corté ese pequeño pino de en medio del jardín delantero. Cuando el vecino se dio cuenta de que me había ido, ya había colocado todo eso en nuestro comedor, el árbol, las guirnaldas, la decoración, como quieras llamarlo.
Todavía puedo ver las luces, rojas, azules y amarillas, parpadeando una y otra vez en un árbol tan recargado y fuera de lugar como un esquimal en Bali.
»Así que el día de Navidad por la mañana, mis padres fueron a casa de los vecinos para recogerme. Ambos tenían un aspecto horrible, pero cuando me llevaron a casa había regalos bajo el árbol. Estoy muy emocionado y cojo uno con mi nombre, que resulta ser ese pequeño coche, algo que habría sido magnífico para un chico de tres años pero no para mí. Además, yo sabía que se vendía en la tienda de regalos del hospital. Como todos mis regalos de ese año. Imagínatelo. —Apago el cigarrillo en el muslo—. Ni siquiera dijeron nada del árbol —añado—. Así es crecer en esta familia.
—¿Te parece que sucede lo mismo con Anna?
—No. Controlan a Anna porque tiene un papel en su gran plan para Kate.
—¿Cómo deciden tus padres en qué momento Anna ayudará a Kate médicamente?
—Lo dices como si fuese un proceso o algo así. Como si en realidad hubiese otra alternativa.
Ella levanta la cabeza.
—¿No la hay?
No le hago caso, porque es la pregunta retórica por antonomasia, y miro por la ventana. En el patio de enfrente todavía se ve el tronco del pino. En esta familia no hay nadie que cubra sus errores.
Cuando tenía siete años se me metió en la cabeza cavar hasta China. ¿Sería muy difícil, me preguntaba, hacer un túnel que fuese directamente? Saqué una pala del garaje y me puse a cavar un agujero suficientemente ancho para mí. Cada noche arrastraba conmigo la tapa del viejo cajón de arena, por si llovía. Trabajé en eso durante cuatro semanas, mientras las piedras me mordían en los brazos, haciéndome cicatrices de guerra, y las raíces se me aferraban a los tobillos.
Con lo que no contaba era con las altas paredes que crecían alrededor de mí o el vientre del planeta, caliente bajo mis zapatillas de deporte. Cavando en línea recta me había perdido sin esperanza. En un túnel tienes que iluminarte el camino, y nunca he sido muy bueno en eso.
Cuando me puse a gritar, mi padre me encontró en segundos, aunque me parecieron siglos. Reptó por el hoyo, desgarrándose entre mi duro trabajo y mi estupidez.
—¡Se te podría haber derrumbado encima! —me dijo, y me sacó a tierra firme.
Desde ese punto de vista, me di cuenta de que mi agujero no era ni mucho menos de kilómetros. De hecho, si mi padre se quedaba de pie en él, sólo le llegaba al pecho.
Como sabes, la oscuridad es relativa.
Anna no tarda ni diez minutos en meterse en mi habitación del parque de bomberos. Mientras pone la ropa en un cajón y deja el peine al lado del mío en el tocador, voy a la cocina donde Paulie está haciendo la cena. Los chicos están esperando una explicación.
—Se va a quedar conmigo un tiempo —les digo—. Estamos solucionando unas cosas.
Caesar aparta los ojos de una revista.
—¿Va a venir con nosotros?
No he pensado en eso. Quizá la ayude a desconectar, a sentirse como una aprendiz.