—Usted es consciente de que su mujer es parte oponente —me advierte. Lo miro a los ojos.
—Supongo que con eso quiere preguntarme si soy consciente de que no debería estar aquí sentado con usted.
—Eso sólo es un problema si su mujer todavía lo representa.
—Nunca he pedido a Sara que me represente.
Alexander frunce el ceño.
—No estoy seguro de que ella lo sepa.
—Mire, con todo respeto, esto puede parecer un asunto increíble, y lo es, pero tenemos otro asunto increíble en las manos. Nuestra hija mayor está hospitalizada y… bueno, Sara está luchando en dos frentes.
—Lo sé. Y lo siento por Kate, señor Fitzgerald —dice.
—Llámame Brian —digo cogiendo la taza con ambas manos—. Y me gustaría hablar contigo… sin Sara presente.
Se inclina hacia atrás en la silla plegable.
—¿Hablamos ahora?
No es buen momento, pero nunca será un buen momento.
—Vale.
Tomo mucho aire.
—Creo que Anna tiene razón.
Al principio no creo ni siquiera que Campbell Alexander me haya oído. Entonces me pregunta:
—¿Le dirá eso al juez en el juicio?
Hundo la mirada en el café.
—Creo que debo.
Cuando Paulie y yo respondimos esa mañana a la llamada de la ambulancia, el novio ya había metido a la chica en la ducha. Estaba sentada en el suelo, con las piernas alrededor del desagüe, totalmente vestida. El pelo enmarañado le caía por la cara, pero era obvio que estaba inconsciente.
Paulie entró con rapidez y la sacó.
—Se llama Magda —dijo el novio—. Se pondrá bien, ¿verdad?
—¿Es diabética?
—¿Qué importancia tiene eso?
«Por el amor de Dios».
—Dime qué estabais metiéndoos —le digo.
—Sólo nos estábamos emborrachando —dijo el chico—. Tequila.
No tenía más de diecisiete años. Suficientemente mayor para haber oído el mito de que una ducha saca a alguien de una sobredosis de heroína.
—Voy a explicártelo. Mi compañero y yo queremos ayudar a Magda, salvarle la vida. Pero si me dices que se ha metido alcohol y luego resulta que no es eso sino una droga, lo que le demos podría hacerla empeorar. ¿Lo entiendes?
Fuera de la ducha, Paulie le había quitado a Magda la camisa. Tenía marcas arriba y abajo en el brazo.
—Si es tequila se lo ha estado inyectando. ¿Cóctel coma?
Saqué la naxolona de la bolsa paramédica y fe pasé el equipo a Paulie para que le pusiese el microsuero.
—Así que… —titubeó el chico—. No se lo va a decir a la policía, ¿verdad?
Con un movimiento rápido, lo cogí del cuello de la camisa y lo empujé contra la pared.
—¿Tan imbécil eres?
—Es que mis padres me matarían.
—No parece preocuparte mucho matarte a ti mismo o a ella —dije volviéndole la cabeza hacia la chica, que ya estaba vomitando en el suelo—. ¿Crees que la vida es algo de lo que puedas deshacerte como si fuese basura? ¿Crees que puedes sufrir una sobredosis y tener otra oportunidad?
Le estaba gritando en la cara. Noté la mano de Paulie en el hombro.
—Cálmate, capitán —dijo resoplando.
Lentamente me di cuenta de que el chico estaba temblando en mis manos, que él no tenía nada que ver con el motivo por el que yo estaba gritando. Salí para despejarme. Paulie terminó con la paciente y vino hacia mí.
—Sabes que si no puedes, nosotros te sustituiremos —me dice—. El jefe te dará tantos permisos como quieras.
—Necesito trabajar.
Por encima de su hombro vi a la chica, que se estaba recuperando, y al chico, llorando con las manos en la cara. Miré a Paulie a los ojos.
—Cuando no estoy aquí —le expliqué—, tengo que estar allí.
El abogado y yo terminamos el café.
—¿Quieres otro? —le ofrezco.
—Mejor que no. Debo volver a la oficina.
Nos saludamos con la cabeza, pero no hay nada que decir.
—No te preocupes por Anna —añado—. Me aseguraré de que tenga todo lo necesario.
—Quizá quieras pasarte por casa —dice Alexander—. Acabo de hacer que suelten a tu hijo en libertad condicional por robar el Humvee de un juez.
Pone la taza de café en el fregadero y me deja con esa información, sabiendo que tarde o temprano deberé tenerlo en cuenta.
No importa cuántas veces vayas a la sala de emergencia, porque nunca se vuelve rutina. Brian lleva a nuestra hija en los brazos mientras la sangre le cae por la cara. La enfermera nos lleva adentro y mueve a los otros chicos a la fila de sillas de plástico donde pueden esperar. Un residente entra en el bóxer haciéndose el ocupado.
—¿Qué ha ocurrido?
—Ha salido disparada por encima de la bicicleta —digo—. Ha chocado contra el suelo. No parece tener conmoción cerebral, pero tiene un golpe en la cabeza, en la línea del pelo, de alrededor de dos centímetros.
El doctor la tumba con cuidado en la mesa, se pone unos guantes y echa un vistazo a la frente.
—¿Es usted médico o enfermera?
Esbozo una sonrisa.
—Es que estoy acostumbrada.
Son necesarios veintiocho puntos para coser la herida. Después, con un parche de gasa blanca en la cabeza y una dosis considerable de tylenol infantil en las venas, salimos a la sala de espera cogidos de la mano.
Jesse le pregunta cuántos puntos ha necesitado. Brian le dice que ha sido tan valiente como un bombero. Kate observa el vendaje nuevo de Anna.
—Prefiero no venir aquí —dice.
Comienza cuando Kate chilla en el lavabo. Subo corriendo y fuerzo la cerradura para encontrarme a mi niña de nueve años de pie, delante del lavabo salpicado de sangre. La sangre le cae por las piernas y ha empapado las bragas. Es la tarjeta de visita de la leucemia aguda promielocítica: hemorragias bajo todo tipo de presentaciones y disfraces. A Kate le había sangrado el recto anteriormente, pero era muy pequeña. No lo recordaría.
—No pasa nada —le digo con calma.
Cojo una toallita caliente para limpiarla y encuentro una compresa. Veo que intenta ponerse un lampón entre las piernas. Ése es el momento que habríamos pasado juntas cuando tuviese el período. ¿Vivirá lo suficiente para eso?
—Mamá —dice Kate—. Ha vuelto.
—Recaída clínica.
El doctor Chance se quita las gafas y se presiona los lagrimales con los pulgares.
—Creo que lo que hay que hacer es un trasplante de médula ósea.
La mente se me va al recuerdo de un muñeco para golpear que tenía a la edad de Anna. Lo llenaba con arena en los pies y lo golpeaba sólo para ver cómo volvía a enderezarse.
—Pero hace unos meses —dice Brian—, nos dijo que es peligroso.
—Y lo es. El cincuenta por ciento de los pacientes que reciben un trasplante de médula ósea se curan. La otra mitad no sobrevive a la quimioterapia ni a la radiación que conlleva al trasplante. Unos mueren por las complicaciones posteriores al trasplante.
Brian me mira y entonces expresa el temor que se tensa entre nosotros.
—¿Entonces para qué arriesgar la vida de Kate?
—Porque si no —explica el doctor Chance—, morirá.
La primera vez que llamo a la aseguradora, me cuelgan por error. La segunda vez, espero con Muzak veintidós minutos antes de que me atienda un empleado del servicio de atención al cliente.
—¿Puede decirme su número de póliza?
Le doy el que tenemos todos los trabajadores municipales y el número de la seguridad social de Brian.
—¿En qué puedo ayudarla?
—Hablé con alguien de aquí hace una semana —le explico—. Mi hija tiene leucemia y necesita un trasplante de médula ósea. El hospital ha dicho que nuestra aseguradora tiene que autorizar la cobertura.
Un trasplante de médula ósea cuesta, al menos, 100 000 dólares. No hace falta decir que no tenemos ese dinero. Pero que un médico haya recomendado el trasplante no significa que la aseguradora esté de acuerdo.
—Ese tipo de intervención requiere una revisión especial…
—Sí, lo sé. Ahí es donde lo dejamos hace una semana. Llamo porque todavía no he tenido noticias suyas.
Me hace esperar mientras comprueba mi expediente. Oigo un ligero clic y luego la voz débil, grabada, de un operador. «Si desea llamar…».
—¡Mierda!
Cuelgo el teléfono de golpe.
Anna, a la expectativa, saca la cabeza por la puerta.
—Has dicho una palabra fea.
—Lo sé.
Levanto el auricular y aprieto el botón de rellamada. Vuelvo a pasar por el menú. Al fin llego a un ser vivo.
—Se ha cortado otra vez.
A la empleada le lleva otros cinco minutos apuntar los mismos números, nombres e historial que ya había proporcionado a sus predecesores.
—Pues sí que hemos revisado el caso de su hija —dice la mujer—. Desafortunadamente, en este momento, no creemos que ese tratamiento sea lo más adecuado.
Siento un calor que me invade la cara.
—¿Sabe que se está muriendo?
Como preparativo para la extracción de médula ósea, tengo que poner a Anna inyecciones de factor de crecimiento progresivo, como las que le di a Kate hace tiempo, tras su primer trasplante de células madre. La intención es atestar la médula de Anna para que, cuando sea el momento de retirar las células, haya muchas para Kate.
También se lo hemos dicho a Anna, pero todo lo que sabe es que, dos veces al día, su madre tiene que ponerle una inyección.
Uso una crema anestésica tópica. La crema debería impedir que sintiera el pinchazo de la aguja, pero aun así grita. Me pregunto si duele tanto como que tu hija de seis años te mire y te diga que te odia.
—Señora Fitzgerald —dice el encargado del servicio de atención al cliente de la aseguradora—, somos conscientes de lo que está pasando. De verdad.
—Pues me parece difícil de creer —le digo—. Dudo que usted tenga una hija en situación de vida o muerte y que su comité no esté mirando algo más que el coste mínimo de un trasplante.
Me he repetido que no voy a perder el control, pero en treinta segundos de conversación telefónica con la aseguradora ya he perdido esa batalla.
—AmeriLife pagará el noventa por ciento de lo considerado razonable y habitual para una trasfusión de linfocitos donantes. De todos modos, si usted todavía eligiese hacer un trasplante de médula ósea, cubriremos el diez por ciento del coste.
Tomo aire.
—¿Cuál es la especialidad de los médicos del comité que recomienda eso?
—Yo no…
—¿Acaso no es leucemia aguda promielocítica? Porque incluso un oncólogo que se haya graduado el último de la clase en una facultad de medicina de Guam podría decirle que una trasfusión no va a curarla. Que en tres meses volveremos a tener esta misma discusión. Además, si usted hubiese preguntado a un doctor que tuviese cierta familiaridad con la enfermedad de mi hija, le diría que, al repetir un tratamiento que ya se ha probado, es altamente improbable que se produzcan resultados en una paciente con leucemia promielocítica, porque desarrollan resistencia. Lo que significa que AmeriLife, básicamente, está de acuerdo con tirar el dinero a la basura, pero no con gastarlo en lo único que puede salvar de verdad la vida de mi hija.
Hay un silencio elocuente al otro lado del teléfono.
—Señora Fitzgerald —sugiere el supervisor—, la condición es que si sigue este protocolo, entonces la aseguradora no tendrá problemas para pagarle el trasplante.
—A menos que mi hija ya no esté viva para recibirlo. No hablamos de un coche, donde podamos usar primero una pieza y, si no funciona, poner otra. Estamos hablando de un ser humano. Un ser humano. ¿Saben ustedes, los autómatas, qué es eso?
Ahora sí que espero el clic cuando me cuelga.
Zanne aparece la noche antes de que vayamos al hospital para empezar el tratamiento preparatorio del trasplante de Kate. Deja que Jesse la ayude a montar su oficina portátil, recibe una llamada de Australia y luego entra en la cocina para que Brian y yo la pongamos al día de las rutinas diarias.
—Anna tiene gimnasia los martes —le digo—. A las tres. Y espero que el camión de gasoil venga esta semana.
—La basura se saca los miércoles —añade Brian.
—No lleves a Jesse a la escuela. Se ve que eso es un pecado para los de sexto.
Ella asiente, escucha e incluso toma notas, y luego dice que tiene un par de preguntas.
—El pez…
—Come dos veces al día. Jesse le dará de comer si se lo recuerdas.
—¿Hay alguna hora para que se vayan a la cama? —pregunta Zanne.
—Sí —contesto—. ¿Quieres que te diga la de verdad o la que puedes utilizar si vas a añadir una hora extra como trato especial?
—Anna a las ocho en punto —dice Brian—. Jesse a las diez. ¿Algo más?
—Sí.
Zanne mete la mano en el bolsillo y saca un cheque de 100 000 dólares a nuestro nombre.
—Suzanne —digo, aturdida—, no podemos aceptarlo.
—Sé lo que cuesta. Vosotros no podéis cubrirlo. Yo sí. Déjame.
Brian coge el cheque y se lo devuelve.
—Gracias —dice—, pero en realidad ya tenemos el trasplante pagado.
Eso es nuevo para mí.
—¿Cómo?
—Los chicos del parque de bomberos hicieron un llamamiento a nivel nacional y llegaron montones de donaciones de otros bomberos —dice Brian mirándome—. Me he enterado hoy.
—¿De verdad? —digo notando alivio.
Él se encoge de hombros.
—Son mis hermanos —explica.
Me vuelvo hacia Zanne y la abrazo.
—Gracias por ofrecerlo.
—Seguirá aquí si lo necesitáis —responde.
Pero no lo necesitamos. Al menos, salimos adelante.
—¡Kate! —la despierto a la mañana siguiente—. ¡Es hora de irnos!
Anna está en el sofá, acurrucada en el regazo de Zanne. Se saca el pulgar de la boca pero no dice adiós.
—¡Kate! —vuelvo a gritar—. ¡Nos vamos!
Jesse sonríe con suficiencia detrás del mando de la Nintendo.
—Como que te irías de verdad sin ella.
—Ella no lo sabe. ¡Kate!
Suspirando, subo la escalera hacia su habitación.
La puerta está cerrada. Llamo con suavidad y la abro. Me la encuentro haciendo la cama. El edredón está tan tenso que se podría hacer rebotar una moneda en medio. Ha sacudido y centrado las almohadas. Los peluches, reliquias ya, están sentados en la ventana en sucesión gradual, de mayor a menor. Incluso los zapatos están perfectamente dispuestos en el armario y la mesa ordenada.