—Bueno, quizá…
Paulie se da la vuelta. Está haciendo fajitas con ternera para esta noche.
—¿Va todo bien, capitán?
—Sí, Paulie, gracias por preguntar.
—Si alguien la molesta —dice Red—, tendrá que vérselas con nosotros cuatro.
Los demás asienten. Me pregunto qué pensarían si les dijese que los que molestan a Anna somos Sara y yo.
Dejo a los chicos preparando la cena y vuelvo a mi habitación. Anna está en la segunda cama gemela, sentada sobre las piernas cruzadas.
—Eh —le digo sin que me conteste.
Me doy cuenta de que lleva cascos, metiéndose Dios sabe qué en los oídos.
Me ve y apaga la música. Se cuelga los auriculares del cuello como una gargantilla.
—Eh.
Me siento en el borde de la cama y me la quedo mirando.
—Así que tú… ¿quieres hacer algo?
—¿Como qué?
Me encojo de hombros.
—No sé. ¿Jugar a cartas?
—¿Como al póquer?
—Póquer, canasta. Lo que sea.
Me mira atentamente.
—¿Canasta?
—¿Quieres hacerte trenzas?
—Papá —pregunta Anna—, ¿estás bien?
Me siento más cómodo entrando en un edificio que se cae a pedazos que intentando hacerla sentir bien.
—Yo sólo… me gustaría que supieras que puedes hacer lo que quieras aquí.
—¿Puedo dejar una caja de tampones en el lavabo?
Me pongo rojo al instante, y luego Anna, como si fuese contagioso. Sólo hay una bombera, a tiempo parcial, y la habitación de mujeres está en la planta inferior del parque. Y aún así…
El pelo le cae sobre la cara.
—No quería… puedo guardarlos…
—Déjalos en el lavabo —le digo.
Y añado con autoridad:
—Si alguien se queja, diremos que son míos.
—Me parece que no te creerían, papá.
Le paso un brazo por los hombros.
—Quizá no lo haga bien a la primera. Nunca he dormido con una chica de trece años.
—Tampoco me junto a menudo con tíos de cuarenta y dos años.
—Mejor, porque tendría que matarlos.
Su sonrisa me desarma. Quizá no sea tan difícil como pensaba. Quizá me convenza de que este movimiento conseguirá mantener unida a la familia, aunque el primer paso conlleve romperla.
—¿Papá?
—¿Sí?
—Que sepas que nadie juega a la canasta si tiene algo mejor que hacer.
Me abraza con mucha fuerza, como cuando era pequeña. Recuerdo, en ese momento, la última vez que llevé a Anna en brazos, íbamos de excursión por un campo, los cinco, y los juncos y las margaritas salvajes eran más altas que ella. La cogí en brazos y cruzamos juntos un mar de cañas. Pero por primera vez nos dimos cuenta de cuánto le colgaban las piernas, de lo grande que era para llevarla en brazos, y, al poco rato, ya se retorcía para bajar y caminar sola.
Los peces de colores se adaptan a la pecera donde los metes. Los bonsáis se retuercen en miniatura. Habría dado lo que fuera para que no creciese. Los hijos se nos hacen grandes mucho más de prisa de lo que nos quedamos pequeños para ellos.
Es singular que mientras una de nuestras hijas nos lleva a una crisis legal, la otra está en la agonía de una crisis médica. Sabemos desde hace tiempo que Kate está al borde de un fallo renal. Es Anna, esta vez, la que nos asombra. Pero, como siempre, te haces cargo y consigues salir adelante. La capacidad humana para soportar cargas pesadas es como la del bambú: mucho más flexible de lo que crees a primera vista.
Mientras Anna recogía sus cosas esa tarde, yo fui al hospital. Kate estaba terminando la diálisis cuando entré en la habitación. Estaba dormida con los auriculares del CD puestos. Sara se levantó de la silla con un dedo en los labios, como aviso.
Me llevó al vestíbulo.
—¿Cómo está Kate? —le pregunté.
—Está igual —contestó—. ¿Cómo está Anna?
Intercambiábamos el estado de nuestras hijas como cromos de béisbol que enseñásemos un momento, sin querer canjearlos todavía. Miraba a Sara, preguntándome cómo iba a decirle lo que había hecho.
—¿Adónde os habéis escapado mientras yo hablaba con el juez? —dijo.
Bueno. Si te paras a pensar en lo caliente que estará el fuego, no te decides a apagarlo.
—He llevado a Anna al parque de bomberos.
—¿Pasa algo en el trabajo?
Tomé aire y salté el obstáculo en que se había convertido mi matrimonio.
—No. Anna se va a quedar allí conmigo unos días. Creo que necesita tiempo para sí misma.
Se me quedó mirando.
—Pero Anna no se va a quedar sola. Se va a quedar contigo.
El vestíbulo parecía brillante y ancho de pronto.
—¿Y eso está mal?
—Sí —dijo—. ¿De verdad crees que seguirle el juego a Anna va a ayudarla en algo a la larga?
—No le estoy siguiendo el juego. Le estoy dando espacio para que llegue por sí misma a las conclusiones correctas. Tú no eres quien se ha quedado con ella mientras estabas en el despacho del juez. Me preocupa.
—Bueno, eso es lo que nos diferencia —arguyó Sara—. Me preocupan nuestras dos hijas.
Me la quedé mirando, y durante una fracción de segundo vi a la mujer que era antes. La que sabía sonreír de forma espontánea, la que mezclaba chistes y hacía reír, la que podía atraparme sin intentarlo siquiera. Le puse las manos en las mejillas. «Oh, aquí estás —pensé—, y me incliné para darle un beso en la frente».
—Sabes dónde encontrarnos —dije. Y me fui.
Poco después de medianoche nos piden una ambulancia. Anna parpadea en la cama mientras las alarmas suenan y la luz inunda la habitación automáticamente.
—No hace falta que vengas —le digo, pero ya está en pie y poniéndose los zapatos.
Le he dado equipamiento de nuestra bombera a tiempo parcial: un par de botas y un casco. Se mete la chaqueta y sube a la parte trasera de la ambulancia, abrochándose el cinturón del asiento que mira hacia atrás y está detrás de Red, el conductor.
Hacemos bastante ruido por las calles de Upper Darby hasta la Casa de Reposo Sunshine Gates, un anexo del Saint Peter. Red coge la camilla de la ambulancia mientras yo entro el botiquín de asistencia. Una enfermera nos espera en la puerta de entrada.
—Se ha caído y ha perdido la conciencia un momento. Está confusa.
Nos llevan a una de las habitaciones. Dentro, una mujer mayor yace en el suelo, pequeña y huesuda como un pájaro, con sangre brotándole de la cabeza. Huele como si hubiese perdido el control de los esfínteres.
—Hola, bonita —digo agachándome inmediatamente.
Le cojo la mano. Tiene la piel como un crep.
—¿Puede apretarme los dedos?
Entonces miro a la enfermera.
—¿Cómo se llama?
—Eldie Briggs. Tiene ochenta y siete años.
—Eldie, vamos a ayudarla —digo sin dejar de asistirla—. Tiene una herida en el área occipital. Voy a necesitar la tabla espinal.
Mientras Red corre a la ambulancia para traerla, tomo la presión y el pulso a Eldie. Son irregulares.
—¿Le duele el pecho?
La mujer gime, pero sacude la cabeza con una mueca de dolor.
—Bonita, voy a tener que ponerle un collarín, ¿vale? Parece que se ha golpeado la cabeza con fuerza.
Red vuelve con la tabla. Levanto la cabeza para mirar a la enfermera.
—¿Sabemos si estaba consciente antes de caerse?
—Nadie la vio caer —dice sacudiendo la cabeza.
—Claro —murmuro para mí—. Necesito una manta.
La mano que me la ofrece es pequeña y temblorosa. Me había olvidado totalmente de que Anna estaba con nosotros.
—Gracias, pequeña —digo sonriéndole—. ¿Quieres ayudarme? ¿Puedes coger los pies de la señora Briggs?
Asiente, pálida, y se agacha. Red alinea la tabla.
—Vamos a moverla, Eldie. A la de tres…
Contamos, la movemos y la atamos. El movimiento hace que sangre de nuevo.
La metemos en la ambulancia. Red conduce hacia el hospital mientras rebusco por los desordenados rincones de la cabina, conectando el tanque de oxígeno, que la ayuda.
—Anna, pásame el kit para ponerle una vía.
Comienzo a cortar la ropa de Eldie.
—¿Está todavía consciente, señora Briggs? Va a sentir un pinchacito —le digo.
Le sujeto el brazo e intento encontrar una vena, pero son como líneas muy finas trazadas a lápiz, sombras desdibujadas. El sudor me gotea de la frente.
—La del veinte no entra. Anna, ¿hay alguna del veintidós?
Que la paciente se queje y llore no ayuda. Tampoco que la ambulancia se balancee adelante y atrás, doblando esquinas, frenando, mientras intento insertar la aguja más pequeña.
—Joder —digo perdiendo la segunda vena.
Le mido las pulsaciones con rapidez y agarro la radio para llamar al hospital y decirles que ya llegamos.
—Paciente de ochenta y siete años, se ha caído. Está consciente y contesta preguntas, presión sanguínea 136 sobre 83, pulso 130 e irregular. He intentado hacer un acceso intravenoso pero no he tenido mucha suerte. Tiene una herida en la parte posterior de la cabeza pero por ahora está controlada. Le estoy dando oxígeno. ¿Alguna pregunta?
A la luz de un camión que se acerca veo la cara de Anna. El camión gira y la luz cae, y me doy cuenta de que mi hija está sujetando la mano de esa extraña.
En la entrada de emergencias del hospital, sacamos la camilla de la cabina y la metemos por las puertas automáticas. Un equipo de doctores y enfermeras está esperando.
—Todavía habla —digo.
Un enfermero le da unos golpecitos en las delgadas muñecas.
—Dios mío.
—Sí, por eso no veía una vena claramente. He necesitado una almohada infantil para tomarle la presión.
De pronto recuerdo a Anna, que está esperando en la entrada con los ojos totalmente abiertos.
—Papá, ¿se va a morir esa señora?
—Creo que puede haber sufrido una apoplejía… pero sobrevivirá. Oye, ¿por qué no vas a esperar allí, en una silla? Estaré listo en cinco minutos como mucho.
—Papá —dice. Me detengo en el umbral—. ¿No sería mejor que fuesen todos así?
Ella no lo ve como yo. No ve que Eldie Briggs es la pesadilla de un paramédico, que no tiene venas, que no hay nada que hacer con ella y que no ha sido una buena idea que nos llamasen. Lo que Anna quiere decir es que todo lo malo de Eldie Briggs se puede arreglar.
Voy adentro y sigo informando al personal de emergencias según conviene. Unos diez minutos después, termino el informe y voy a buscar a mi hija a la sala de espera, pero no está. Me encuentro con Red colocando sábanas limpias en la camilla, atando una almohada bajo el cinturón.
—¿Dónde está Anna?
—Pensaba que estaba contigo.
Miro en un vestíbulo y luego en otro, sólo veo a médicos cansados, a otros paramédicos y pequeños grupos de personas aturdidas sorbiendo café y esperando lo mejor.
—Ahora vuelvo.
Comparado al frenesí de emergencias, la planta octava está en calma. Las enfermeras me saludan por mi nombre mientras me dirijo a la habitación de Kate y abro la puerta con cuidado.
Anna es demasiado grande para el regazo de Sara, pero ahí está. Las dos están dormidas. Sara me ve llegar por encima de la cabeza de Anna.
Me arrodillo frente a mi mujer y aparto el pelo de las sienes de Anna.
—Cariño —suspiro—, es hora de irse a casa.
Anna se incorpora despacio. Deja que la coja de la mano y la ponga en pie, mientras la mano de Sara le recorre la columna.
—No vamos a casa —dice Anna, pero de todos modos me sigue fuera de la habitación.
Pasada la medianoche, me inclino al lado de Anna y le susurro al oído:
—Ven a ver esto.
Se incorpora, coge una sudadera y mete los pies en las zapatillas. Subimos juntos al tejado.
La noche nos rodea. Los meteoritos caen como fuegos artificiales, rasgones fugaces en la textura de la oscuridad.
—¡Oh! —exclama Anna sentándose para verlo mejor.
—Son las Perseidas —le digo—, una lluvia de meteoros.
—Es increíble.
Las estrellas fugaces no son estrellas. Sólo son piedras que penetran en la atmósfera y se encienden con la fricción. Lo que deseamos cuando vemos una no es nada más que una cola de escombros.
En el cuadrante izquierdo superior del cielo, una radiante, estalla en una nueva corriente de centellas.
—¿Cada noche es así, mientras dormimos? —pregunta Anna.
Es una pregunta interesante. «¿Todo lo maravilloso sucede cuando no nos damos cuenta?». Niego con la cabeza. Técnicamente, la ruta de la Tierra cruza la cola arenosa del cometa una vez al año. Pero un espectáculo tan magnífico como ése debe de suceder sólo una vez en la vida.
—¿No sería estupendo que una estrella aterrizase en el patio de atrás? ¿Y si pudiésemos encontrarla al salir el sol, ponerla en una pecera y usarla como una luz nocturna o una linterna de acampada?
Puedo imaginarla haciéndolo, peinando el césped en busca de marcas de hierbas quemadas.
—¿Crees que Kate puede verlas por la ventana?
—No estoy seguro.
Me incorporo sobre un codo y la miro con atención.
Pero Anna mantiene los ojos pegados a la bóveda celeste.
—Sé que quieres preguntarme por qué estoy haciendo todo esto.
—No tienes que decir nada si no quieres.
Anna se tumba, apoyando la cabeza en mi hombro. Cada segundo brilla otro rayo de plata; paréntesis, signos de exclamación, comas. Toda una gramática hecha de luz, en lugar de palabras demasiado duras de pronunciar.
Duda de que las estrellas estén hechas de fuego, Duda de que el sol se mueva, Duda de que la verdad sea mentira, Pero nunca dudes de que amo. W Hamlet |
En cuanto entro con
Juez
en el hospital, me doy cuenta de que hay un problema. Un guarda de seguridad (tipo Hitler en versión dragqueen con una permanente horrible} se cruza de brazos y me impide la entrada a la zona de ascensores.
—No pueden entrar perros —ordena.
—Es un perro de asistencia.
—Usted no es ciego.
—Tengo pulsaciones irregulares y una reanimación cardiopulmonar demostrada.
Me dirijo a la oficina del doctor Peter Bergen, un psiquiatra que resulta ser el presidente del Comité de Ética médica del Hospital de Providence. Estoy aquí para nada: no parece que vaya a encontrar a mi cliente, que puede o no querer seguir adelante en la demanda. Francamente, tras la vista de ayer me enfadé. Quería que ella viniese a mí. Como no lo hizo, llegué incluso a sentarme durante una hora en la puerta de su casa, pero nadie se presentó. Esta mañana, suponiendo que Anna estaba con su hermana, fui al hospital sólo para que me dijeran que no podía ver a Kate. Tampoco encuentro a Julia, aunque creía que la vería ayer esperando aún al otro lado de la puerta cuando
Juez
y yo salimos, tras el incidente en los juzgados. Pedí a su hermana su móvil, por lo menos, pero algo me dice que vete-a-cagar está fuera de cobertura.