—No soy su abogado.
—Pero puedes serlo.
—¿Por qué no llamas a tu madre? —le sugiero—. He oído que está buscando clientes nuevos.
Julia me golpea en el brazo.
—Cállate —dice volviéndose hacia Anna—. ¿Qué ha sucedido?
—Jesse ha robado un coche y lo han pillado.
—Dame más detalles —digo arrepintiéndome ya.
—Era un Humvee, creo. Uno grande y amarillo.
Sólo hay un Humvee grande y amarillo en todo el Estado, y pertenece al juez Newbell. Comienza a dolerme la cabeza entre los ojos.
—¿Tu hermano ha robado el coche de un juez y tú quieres que lo saque?
Anna se me queda mirando.
—Pues sí.
«Dios mío».
—Déjame hablar con el oficial.
Dejo a Anna con Julia, me dirijo al cabo, que (lo juro) ya se está riendo de mí.
—Represento a Jesse Fitzgerald —suspiro.
—Lo siento.
—Es el coche del juez Newbell, ¿verdad?
El oficial sonríe.
—Sí.
Respiro profundamente.
—El chico no tiene antecedentes.
—Porque acaba de cumplir los dieciocho. Tiene una ficha juvenil de un kilómetro de largo.
—Mire —digo—, su familia lo está pasando muy mal. Una hermana se está muriendo y la otra ha denunciado a los padres. ¿Puede darle un respiro?
El oficial mira a Anna.
—Hablaré con el fiscal, pero mejor que usted defienda al chico, porque estoy seguro de que el juez Newbell no querrá venir a testificar.
Tras un rato de negociación regreso con Anna, que se levanta de un salto en cuanto me ve.
—¿Lo has arreglado?
—Sí. Pero no volveré a hacerlo, y no he terminado contigo.
La sigo a la parte trasera de la comisaría, donde están las celdas.
Jesse Fitzgerald está tumbado de espaldas en la cama de metal, tapándose los ojos con un brazo. Me quedo un momento parado fuera de su celda.
—Sabes, eres el mejor argumento que he visto en mi vida para la selección natural.
Él se incorpora.
—¿Quién cono eres?
—Tu hada madrina. Pequeño capullo, ¿te das cuenta de que has robado el Humvee de un juez?
—Bueno, ¿y cómo iba a saber de quién era el coche?
—¿Quizá por la vanidosa chapa que dice «En pie»? —le digo—. Soy abogado. Tu hermana me ha pedido que te represente. Contra mi propio criterio, he aceptado.
—¿En serio? ¿Así que puede sacarme?
—Te dejarán en libertad condicional. Tienes que darles tu carné de conducir y comprometerte a no salir del Estado, cosa que harás, así que no debería haber ningún problema.
Jesse se lo piensa.
—¿Tengo que darles mi coche?
—No.
Ya se ven los engranajes moviéndose. Un chico como Jesse no podría preocuparse menos por un pedazo de papel que le permita conducir siempre y cuando conserve el coche.
—Entonces vale —dice.
Me dirijo a un oficial cercano, que abre la celda para que Jesse salga. Caminamos juntos hasta la sala de espera. Es tan alto como yo, pero tiene los hombros inacabados. La cara se le ilumina cuando doblamos la esquina, y por un momento creo que es posible redimirlo, que quizá sienta lo suficiente por Anna para permanecer a su lado.
Pero ignora a su hermana y se acerca a Julia.
—Eh —dice—, ¿estabas preocupada por mí?
En ese momento quiero volver a encerrarlo para después matarlo.
—Lárgate —suspira Julia—. Anna, vamos a comer algo.
Jesse levanta la cabeza.
—Perfecto, tengo hambre.
—Tú no —aclaro—. Nos vamos al juzgado.
El día que me gradué en Wheeler hubo una plaga de langostas. Llegaron como una espesa tormenta de verano, enmarañándose en las ramas de los árboles y haciendo un ruido sordo en el suelo. Los meteorólogos hicieron su agosto, intentando explicar el fenómeno. Mencionaron plagas bíblicas, El Niño y nuestra prolongada sequía. Recomendaron paraguas, sombreros de ala ancha y quedarse en casa.
De todos modos, la ceremonia de graduación tuvo lugar al aire Ubre, bajo una gran carpa de lona blanca. Mientras el estudiante hablaba, los saltos suicidas de los bichos salpicaban su discurso. Las langostas se deslizaban por el techo inclinado, cayendo en el regazo de los espectadores.
Yo no quería asistir, pero mis padres me obligaron a ir. Julia me encontró mientras me ponía la capa. Me abrazó por la cintura e intentó besarme.
—Eh —dijo—, ¿se puede saber dónde estabas?
Recuerdo pensar que con las togas blancas parecíamos fantasmas. La aparté de mí.
—No lo hagas, ¿vale? Déjalo.
En todas las fotos de la graduación que mis padres se quedaron, yo sonreía como si ese nuevo mundo fuese un lugar en el cual yo quisiese vivir, mientras alrededor de mí los insectos caían, tan grandes como puños.
Lo que es ético para un abogado difiere de lo que es ético para el resto del mundo. De hecho, tenemos un código escrito (las Reglas de Responsabilidad Profesional): tenemos que leerlas, aceptarlas y seguirlas para ejercer. Pero esas normas requieren que hagamos cosas que la mayor parte de la gente considera inmorales. Por ejemplo, si entras en mi habitación y dices «He matado al hijo de los Lindbergh», tengo que preguntarte dónde está el cadáver. «Bajo el suelo de mi habitación —me dices—, un metro por debajo de los cimientos de la casa». Si tengo que hacer mi trabajo correctamente, no puedo decirle a nadie dónde está el niño. De hecho, si lo hiciese, podrían echarme.
Todo eso significa que en realidad me han educado para pensar que la moral y la ética no van necesariamente juntas.
—Bruce —digo al fiscal—, mi cliente renunciará a la información. Y si te deshaces de esos delitos menores, te juro que nunca se volverá a acercar a cinco metros del juez ni de su coche.
Me pregunto hasta qué punto la población de este país sabe que el sistema legal tiene que ver mucho más con jugar una buena mano de póquer que con la justicia.
Bruce es un buen chico. Además, resulta que sé que le acaban de asignar un doble asesinato. No quiere perder tiempo con la condena de Jesse Fitzgerald.
—Sabes, estamos hablando del Humvee del juez Newbell, Campbell —dice.
—Sí, me he dado cuenta —respondo con seriedad, cuando lo que estoy pensando es que cualquiera que sea tan vanidoso para tener un Humvee está pidiendo a gritos que se lo roben.
—Déjame hablar con el juez —suspira Bruce—. Seguramente me mate por sugerirlo, pero le diré que a los policías no les importa si damos un respiro al chico.
Veinte minutos después, hemos rellenado todos los formularios y Jesse está a mi lado en el juzgado. Veinticinco minutos después está en libertad provisional, oficialmente, y salimos a la escalera del palacio de justicia.
Es uno de esos días de verano que sienta como un recuerdo que te tapona la garganta. En días como éstos solía navegar con mi padre.
Jesse echa la cabeza hacia atrás.
—Solíamos pescar renacuajos —dice de pronto—. Los metíamos en un cubo y observábamos cómo las olas se convertían en piernas. Ni uno, lo juro, se convirtió en rana.
Se vuelve hacia mí y saca un paquete de cigarros del bolsillo de la camisa.
—¿Quiere uno?
No he fumado desde que estaba en la facultad de derecho. Cojo un cigarrillo y lo enciendo.
Juez
me mira con la lengua colgando. Jesse enciende una cerilla a mi lado.
—Gracias —dice— por lo que está haciendo por Anna. Pasa un coche en cuya radio suena una de esas canciones que las emisoras nunca ponen en invierno. Humo azul emana de la boca de Jesse. Me pregunto si ha navegado alguna vez. Si tiene algún recuerdo que haya guardado todos estos años: sentarse en el jardín delantero y relajarse en el césped tras el atardecer, sostener una bengala el Cuatro de Julio hasta quemarse los dedos. Todos tenemos algo.
Ella dejó la nota bajo el limpiaparabrisas de mi jeep setenta días después de la graduación. Antes de abrirla ya me estaba preguntando cómo habría llegado a Newport y cómo habría vuelto. Me la llevé a la bahía para leerla en las rocas. Y al acabar la acerqué a la nariz y la olí, por si olía a ella.
En teoría yo no podía conducir, pero eso no importaba. Nos encontramos, como decía la nota, en el cementerio.
Julia estaba sentada frente a la lápida, sujetándose las rodillas con las manos. Levantó la cabeza al acercarme.
—Pensaba que eras distinto.
—Julia, no es culpa tuya.
—¿No? —dijo poniéndose de pie—. No tengo un fondo de inversiones, Campbell. Mi padre no tiene un yate. Si estabas cruzando los dedos, esperando que me transformase en la Cenicienta un día de éstos, estabas muy equivocado.
—No me preocupa nada de eso.
—Y una mierda —exclamó estrechando los ojos—. ¿Qué pensabas? ¿Qué sería divertido rebajarte? ¿Lo hiciste para cabrear a tus padres? ¿Y ahora puedes deshacerte de mí como si nada?
Se me echó encima, cogiéndome por el pecho.
—No te necesito. Nunca te he necesitado.
—¡Pues yo sí que te he necesitado! —le grité.
Cuando se daba la vuelta la cogí y la besé. Cogí lo que no me atrevía a decir y lo derramé dentro de ella.
Algunas cosas las hacemos porque nos convencemos de que será lo mejor para todos. Nos decimos que es lo correcto, lo altruista. Es mucho más fácil que decirnos la verdad.
Alejé a Julia de mí. Bajé por la colina del cementerio. No miré atrás.
Anna está sentada en el asiento del copiloto, lo que no le gusta a
Juez
. El perro tiene la cara de pena mirando al frente, justo entre nosotros, jadeando con fuerza.
—Hoy no ha sido un buen anticipo de lo que va a venir —le digo.
—¿De qué estás hablando?
—Si quieres tener derecho a tomar decisiones, Anna, tienes que empezar a tomarlas ya. No puedes confiar en los demás para salir de líos.
Me mira frunciendo el ceño.
—¿Lo dices porque te he llamado para que ayudes a mi hermano? Pensaba que éramos amigos.
—Ya te dije una vez que no somos amigos. Soy tu abogado. Hay una diferencia importante.
—Vale —dice cogiendo la manilla—. Volveré a la comisaría a pedir que arresten otra vez a Jesse.
Se dispone a abrir la puerta del copiloto sin importarle que estemos en una autopista.
—¿Estás loca? —digo agarrando el tirador para cerrar la puerta.
—No lo sé —responde—. Te preguntaría qué crees, pero es probable que no venga en las obligaciones del trabajo.
Con un chirrido de las ruedas desvío el coche al arcén.
—¿Sabes qué creo? El motivo por que nadie te pregunta nunca tu opinión sobre algo importante es porque cambias de opinión tan a menudo que los demás no saben qué creer. Tómame como ejemplo. Ni siquiera sé si todavía estamos pidiendo al juez una emancipación médica.
—¿Por qué no?
—Pregunta a tu madre. Pregunta a Julia. Cada dos por tres alguien me informa de que no quieres seguir con esto.
Dirijo la mirada al tirador de la puerta, donde está su mano. Tiene las uñas, de color púrpura brillante, mordidas por todas partes.
—Si quieres que el tribunal te trate como a una adulta, tienes que empezar a comportarte como tal. La única manera que tengo de luchar por ti, Anna, es que puedas probar a todo el mundo que puedes luchar por ti misma cuando yo desaparezca.
Me incorporo de nuevo a la carretera, mirándola de reojo. Anna está sentada con las manos entre los muslos, mirando al frente con cara de disgusto.
—Estamos casi en tu casa —digo secamente—. Ahora podrás salir y cerrarme la puerta en las narices.
—No quiero ir a mi casa. Tengo que ir al parque de bomberos. Mi padre y yo estamos allí por un tiempo.
—¿Me equivoco o pasé ayer un par de horas en el juzgado de familia discutiendo este punto en concreto? Y pensaba que dijiste a Julia que no querías que te separasen de tu madre. Justamente es eso de lo que estoy hablando, Anna —digo golpeando el volante—. ¿Qué es lo que realmente quieres?
Suspira con fuerza.
—¿Quieres saber qué quiero? Estoy harta de ser una cobaya. Estoy harta de que nadie me pregunte cómo me siento. Estoy harta, pero nunca estoy suficientemente harta para mi familia.
Abre la puerta del coche mientras todavía se mueve y se baja corriendo hacia al parque de bomberos, a unos pocos metros de distancia.
Bueno. En lo más recóndito de mi pequeña cliente está el potencial de hacer que los demás escuchen. Eso significa que, en el estrado, aguantará mejor de lo que imaginaba.
E inmediatamente pienso que Anna puede ser capaz de testificar, pero lo que ha dicho la hace parecer antipática. Incluso inmadura. En otras palabras, es altamente improbable que convenza al juez de dictar sentencia en su favor.
El fuego y la esperanza están conectados. Como dijeron los griegos, Zeus encargó a Prometeo y Epimeteo que creasen vida en la Tierra. Epimeteo hizo los animales, proporcionándoles características como rapidez, fortaleza, pelo y alas. Cuando Prometeo hizo al hombre, las mejores cualidades ya estaban agotadas. Resolvió hacerlos caminar derechos y darles el fuego.
Zeus, enfadado, se lo quitó. Pero Prometeo vio que su orgullo y alegría se tambaleaban y no era capaz de cocinar. Encendió una antorcha con el Sol y volvió a dar el fuego a los hombres. Para castigar a Prometeo, Zeus lo encadenó a una piedra, donde un águila se alimentaba de su hígado. Para castigar al hombre, Zeus creó a la primera mujer, Pandora, y le dio un regalo: una caja que tenía prohibido abrir.
La curiosidad de Pandora pudo con ella, y un día abrió la caja. Salieron plagas, miserias y calamidades. Consiguió cerrar la tapa antes de que se escapase la esperanza. Es la única arma que nos queda para luchar contra las otras.
Pregunta a cualquier bombero. Te dirá que es verdad. Infierno. Pregunta a mi padre.
—Suba —digo a Campbell Alexander cuando llega con Anna—. Hay café recién hecho.
Me sigue por la escalera con su pastor alemán. Sirvo dos tazas.
—¿Para qué es el perro?
—Es un imán para chicas —dice al abogado—. ¿Tiene leche?
Le paso el tetrabrik de la nevera y me siento con mi taza. Hay mucha tranquilidad. Los chicos están abajo lavando los motores y haciendo el mantenimiento diario.
—Bueno —dice Alexander sorbiendo algo de café—. Anna me dice que se han trasladado.
—Sí. Imaginaba que querría preguntarme sobre eso.