El mayordomo permanecía desmañadamente de pie, con los ojos bajos y las manos entrelazadas detrás de la espalda.
Hatshepsut lanzó un suspiro y lo despidió.
—¿Hoy no me preguntas si necesito algo? —le gritó cuando él ya había franqueado la puerta.
El mayordomo regresó, sonrojándose por la vergüenza y por algo más, algo que ella no pudo alcanzar a comprender.
—Perdonadme, Majestad. Me estoy volviendo muy olvidadizo.
—Qué mal presagio para mi día —dijo ella.
El hombre se puso tenso y la miró con expresión consternada.
—Aceptad mis sinceras excusas por arruinaros el día, Majestad.
—Tú no me arruinarás el día, mi amigo, pero el faraón si lo hará. ¿No es verdad? —y le lanzó una mirada sombría y penetrante.
El mayordomo perdió todo control. Le hizo una reverencia torpe, se desplomó junto a la cama para besarle la mano y se precipitó corriendo hacia la puerta.
De pronto Hatshepsut quedó paralizada. «De modo que será ahora, hoy, sin ningún aviso previo». Aunque noche tras noche había tratado de reunir coraje para el fin que podría sobrevenirle antes de que otro atardecer se volcara sobre los muros, en ese momento supo que no estaba lista; que jamás lo estaría. Saltó de la cama y fue a la antecámara en busca de su estuche de marfil. Lo llevó a la alcoba, se instaló en su silla y levantó la tapa, revolviendo su contenido con delicadeza. Allí estaba el pequeño abanico de plumas de avestruz que Neferura le había regalado hacía mucho tiempo en vísperas de la fiesta de Año Nuevo; acarició lentamente las espigadas plumas. Allí, una carta de Senmut, la que le había enviado por mensajero cuando sus barcos abandonaron el delta y viraron hacia el canal camino a Punt. Comenzó a desplegaría pero el coraje la abandonó, así que la dejó caer con un leve suspiro. Y allá, en el fondo, debajo de las brillantes joyas de ayer, los papiros y las flores secas, las cintas y dijes que la inundaron con dulces recuerdos de épocas pasadas, estaba el grueso anillo de oro que Wadjmose llevaba puesto el día de su muerte. Todavía se veía negro por obra del fuego que había reducido su cuerpo a cenizas. Lo tomó y lo hizo girar un buen rato en la mano, viendo el rostro de Nehesi cuando lo depositó en su palma temblorosa. Se lo deslizó en el pulgar. Wadjmose. El hermano que jamás había conocido. ¡Cuántos rostros ignorados, cuántos lugares cuyos placeres ocultos ya no tendría oportunidad de descubrir! Con gesto solemne se quitó el anillo y lo puso de nuevo en la caja. Cerró la tapa con llave, pues Merire llamaba a la puerta y era hora de vestirse.
Hacía mucho tiempo que no usaba faldellines. Merire la miró azorada cuando Hatshepsut hizo a un lado la túnica que le había preparado y le ordenó que buscara una de esas prendas de antaño. Los faldellines estaban apilados en un armario detrás de la puerta, prolijamente doblados, tal como Nofret los había dejado. Mientras Merire seguía contemplándola con la boca abierta, Hatshepsut escogió uno y se envolvió en él. Le quedaba tan bien como si se lo hubiese quitado el día anterior; se lo sujetó con un cinturón enjoyado y se colocó un casco amarillo. Merire le sujetó al cuello el collar de oro argentífero con flores de amatista y jaspe. Mientras Hatshepsut se calzaba las botas blancas de cuero, le ordenó que fuera en busca de Per-hor y le dijera que tuviera su carro preparado.
Merire abandonó la habitación pero, antes de dirigirse a los establos, fue a hablar con el Mayordomo Principal de Tutmés. Hatshepsut nunca conducía su carro por la mañana, y sin duda el faraón querría enterarse de ello. El hombre la despidió e hizo que su escriba redactara un mensaje para Tutmés.
El faraón estaba sentado en su tienda de campaña en las afueras de Tebas, rodeado por sus generales, y con sus tropas desplegadas en la planicie. Al leer el mensaje, permaneció extrañamente inmóvil.
—Lo sabe —murmuró.
—¿Decíais, Majestad? —preguntó Nakht.
Pero Tutmés sacudió la cabeza y ordenó más vino. Ya no faltaba mucho, y debía esperar. Por la mañana podrían emprender la marcha. Por la mañana…
La pista de carrera reverberaba al sol, convertida en una franja enceguecedora de tierra incandescente. Per-hor la aguardaba de pie en el carro dorado, mientras los caballos hacían cabriolas, impacientes. Cuando la vio acercarse, saltó a tierra y le entregó las riendas.
Hatshepsut sonrió y lo saludó mientras trepaba al carro y se calzaba los guantes.
—Sube y quédate de pie detrás de mí, Per-hor —le dijo, y él la obedeció con presteza—. Hoy no daremos vueltas y más vueltas por la pista —dijo, tensando las riendas—. Hoy nos internaremos un poco en el desierto.
Los caballos resoplaron y rompieron al trote. Per-hor mantuvo el equilibrio sin ninguna dificultad y la brisa le refrescó la cara.
—Al faraón no le gustará esto, Majestad —le gritó al oído.
Ella giró la cabeza por un instante y le sonrió, chasqueando levemente el látigo sobre los caballos.
—¡Qué el faraón se pudra! —gritó, y sus palabras fueron llevadas por el viento.
Recorrieron a galope tendido el camino que bordeaba el río y luego giraron hacia el este tambaleándose al pasar entre los acantilados hasta aparecer en la planicie que se extendía del otro lado.
Toda la mañana hizo restallar el látigo sobre los caballos, recorriendo al galope kilómetros y kilómetros de arena que les picoteaba la cara y les tapaba las ventanillas de la nariz. Alrededor de mediodía el viento comenzó a soplar con violencia, haciendo evaporar el sudor que los cubría y secándoles la piel. Per-hor se prendió de los costados del carro maravillado ante ese súbito estallido de fuerza de Hatshepsut, pues en los tres años que la conocía siempre se había mostrado sumamente calma, casi fría; una mujer de andar despacioso y enigmático. Volaron en una y otra dirección, dejando el desierto surcado por sus huellas, llegando incluso a sofocarse con la arena y el polvo que ellos mismos levantaban. Cuando ya Per-hor se preguntaba si no debería arrancarle las riendas y poner fin a esa descabellada carrera, ella hizo un viraje brusco y enfiló hacia la hendidura entre las rocas y nuevamente el río. Per-hor cerró los ojos y elevó en su interior una plegaria de agradecimiento. Los caballos avanzaron rumbo a los cuarteles y allí se detuvieron, sudados y jadeando. Per-hor se apeó ceremoniosamente y extendió una mano para ayudarla a bajar, pero Hatshepsut permaneció un momento inmóvil recorriendo lentamente con la mirada los edificios bajos de piedra, el bosquecillo de árboles junto al campo de adiestramiento, hasta llegar al borde del río. Cuando finalmente apoyó la mano sobre la suya y saltó a tierra, Per-hor observó que había estado llorando y que las lágrimas aún surcaban sus mejillas, como arroyos que atravesaban el desierto de arena que le cubría el rostro.
—Lávate y cámbiate la ropa, Per-hor —le ordenó—. Y después preséntate inmediatamente en mis aposentos.
Él le hizo una reverencia y ella partió, traspuso los portones y echó a andar con paso cansado por la avenida hasta llegar a su puerta. Per-hor se preguntó qué tendría en mente, pues era raro que solicitara su presencia antes del atardecer.
Sus aposentos estaban vacíos, silenciosos y frescos, a pesar del calor abrasador de media tarde que azoraba sus gruesos muros. Sin llamar a Merire se quitó el casco, el faldellín y las enarenadas joyas, arrojando todo descuidadamente sobre el lecho. Fue al cuarto de baño, se lavó con agua fría, y regresó a su alcoba con el agua goteándole de su cuerpo bronceado. Abrió todos los armarios y con gran concentración eligió la ropa que se pondría: el faldellín azul entretejido con oro que se había mandado hacer en ocasión de la Purificación de Neferura, un cinturón de eslabones de oro y plata, pulseras sencillas de oro, sandalias doradas, una pequeña corona de oro con las plumas de Amón asomando por la parte posterior y un amplio collar de oro tachonado de turquesas. Se acercó al altar y rezó sus oraciones en voz baja, con los ojos apretados, esforzándose por no pensar en otra cosa que no fuera la presencia de su Padre.
Se puso de pie, llamó a Merire y se sentó frente al espejo de cobre mientras la muchacha juntaba sus potes y cosméticos.
—Maquíllame con gran esmero —le dijo—. Usa el azul y espolvoréalo con un poco de polvo de oro, y procura esfumarme el kohol hacia las sienes.
«Si tan sólo mi cuerpo hubiese cambiado. Si tuviera la cara floja y llena de arrugas. Si la sangre ya no me cantara en las venas como agua que sonríe y burbujea sobre las piedras. Si tan sólo…, oh, sí, si tan sólo…».
Cuando Merire tomó el peine y lo deslizó por su abundante cabellera negra, Hatshepsut se colocó la pequeña corona y echó una última ojeada al reflejo opaco de su rostro sin par. Depositó el espejo sobre la mesa con gesto brusco.
—Ya está bien —dijo—. Ve y dile al mayordomo principal que estoy lista.
Merire vaciló.
—Majestad, no comprendo.
—Me lo imagino, pero él si entenderá. Vete deprisa, pues estoy impaciente.
La criada se inclinó y partió.
Hatshepsut abandonó su mesa y sus cosméticos y atravesó la habitación para salir al balcón bañado por el sol. Oyó que Per-hor entraba silenciosamente a la alcoba y le dijo:
—Alcánzame una silla.
Cuando él lo hizo, Hatshepsut se sentó a disfrutar de esa tarde luminosa y se puso a contemplar los jardines, los árboles, el río y las colinas cobrizas que había al otro lado.
—Ra se dirige ya hacia el oeste.
Per-hor, asomado sobre la balaustrada, no le respondió; su rostro joven y terso carecía por completo de expresión. Permanecieron un rato así, compartiendo un silencio profundo y afable: él, preguntándose cuándo le diría Hatshepsut por qué lo había convocado; ella, absorbiendo la gloria gozosa y veteada por el sol del panorama que se abría a sus pies, soltando una por una las cuerdas de la vida y sintiendo que el puño con que las asía se iba aflojando a medida que escapaban de su mano y retrocedían sinuosamente hacia el pasado.
Cuando el mayordomo principal llamó a la puerta de la habitación, allá lejos, a sus espaldas, y luego avanzó hasta el balcón con una bandeja de plata en las manos, ella lo miró aterrada, como si jamás lo hubiese visto antes.
—Vuestra copa de vino de la tarde —dijo, con una reverencia, colocando la bandeja junto a la silla, sobre la piedra gris.
Per-hor volvió súbitamente a la vida y cruzó el balcón como una exhalación.
—¡Pero si Vos jamás bebéis vino antes de la cena, Majestad! ¡Me consta! —dijo con alarma, mientras su mirada se desplazaba de la copa de plata al rostro inexpresivo del mayordomo principal.
Y, al observar los ojos sonrientes de Hatshepsut, comprendió.
—Pero hoy sí lo haré, Per-hor —dijo con voz calma—. Mayordomo, puedes retirarte.
—Lo siento, Majestad —dijo con gran embarazo—, pero he recibido órdenes del mismo faraón de no apartarme de vuestro lado.
Per-hor se incorporó con furia y se lanzó hacia el hombre, pero Hatshepsut asintió con la cabeza, como si esperase esa respuesta.
—Tutmés todavía teme que yo me las ingenie para escapar y, de alguna manera, sea su perdición —dijo riendo—. ¡Pobre Tutmés! ¡Pobre e inseguro Tutmés! Pero te ruego, mayordomo, que te retires y esperes fuera, en el corredor. Te prometo que no saltaré por el balcón para luego huir. ¡Si quieres, puedes enviar a un guardia del Ejército de Su Majestad para que se siente a mi lado, pues prefiero hacer esto en compañía de un soldado íntegro y no junto a un esbirro de mi sobrino!
El mayordomo palideció.
—Eso no será necesario, Majestad —dijo rígidamente.
Se dio media vuelta y echó a andar hacia la puerta, que aseguró con cerrojo después de haberla franqueado.
Per-hor se puso de rodillas ante ella y Hatshepsut le tomó las manos.
—¡No lo bebáis, Majestad! —le suplicó—. Aguardad. ¡Todavía es posible que las corrientes de la suerte cambien!
Ella sacudió la cabeza con pesar y se agachó para besar la testa oscura del muchacho.
—Avanzan con demasiada rapidez para que se produzca un nuevo cambio —dijo—. Muchas, muchas veces han tirado para mi lado, elevándose en oleadas de triunfo, pero eso no volverá a suceder. Ahora se inclinan hacia Tutmés y ya no están dispuestas a llevarme en su seno. Vamos, levántate y tráeme el laúd.
Per-hor así lo hizo. Volvió sosteniendo el instrumento entre sus brazos y se lo entregó con gran delicadeza.
Ella pulsó las cuerdas con aire pensativo.
—¿Recuerdas la canción que él solía cantarme cuando nos sentábamos juntos sobre el césped y nos quedábamos contemplando las ondas que se formaban en la superficie de las aguas, cuando los pájaros se lanzaban en picado sobre nuestras cabezas y lo acompañaban con sus gorjeos? —El muchacho sacudió la cabeza en silencio y Hatshepsut sonrió—. Desde luego que no. ¿Cómo podrías recordarlo?
Sus dedos se posaron sobre las cuerdas y comenzó a cantar en voz muy baja, la mirada perdida a lo lejos, en dirección al sol que se hundía lentamente.
Siete días ayer no que veo a mi amada
Y ya el mal se ha abatido sobre mí
Me duelen los brazos y las piernas
Y hasta me olvido de mi propio cuerpo.
Si los médicos más reputados acuden a yerme,
Mi corazón no encuentra consuelo en sus remedios,
Y tampoco los magos logran curarme
La dolencia que me aqueja no figura en sus textos.
Mi bienamada me cura más que cualquier remedio,
Es más importante para mí que toda la ciencia médica.
Mi salud regresa a mí en cuanto ella aparece.
Cuando la veo, entonces me siento sano;
Apenas me mira, mi cuerpo rejuvenece;
Ella me habla y vuelvo a sentirme fuerte;
Y cuando la abrazo… cuando la abrazo…
Su voz vaciló y se quebró. No pudo terminar la canción. Dejó el laúd y tomó la copa, los ojos fijos en sus rojizas profundidades. Per-hor se quedó inmóvil, sentado a los pies de Hatshepsut, rodeándose las rodillas con los brazos, la cara vuelta hacia otro lado. Hatshepsut apuró el contenido de la copa, saboreando la dulce frescura del vino y un dejo de algo más, algo amargo. Volvió a colocar el copón en la bandeja de plata con un pequeño suspiro.
—Tómame de la mano, Per-hor —le pidió—, y no me la sueltes.
El muchacho extendió el brazo y le aferró la mano, apretando sus dedos con fuerza. Hatsepsut se recostó en la silla.
—Que mi bendición se derrame sobre ti, hijo de Egipto —susurró—. Senmut, Senmut, ¿estás allí? ¿Me estás esperando?