—¿Cómo ha recibido Tebas al príncipe heredero? —les preguntó.
—Desde el delta hasta Tebas —le respondió Senmut—, el ejército fue seguido por una verdadera multitud de ciudadanos y labriegos que los aclamaban. No hacían más que gritar su nombre y cuando Tutmés abandonó su carro y se paseó entre ellos, lo llamaron faraón y le besaron los pies. Os aman, Majestad, y siempre os amarán, pero han olvidado vuestra paz y prosperidad. En este momento lo único que anhelan son conquistas.
—El pueblo suele ser voluble —murmuró— y es común que la gente desee lo que no es beneficioso para ella. Si lo que anhelan es guerra, no me cabe duda de que Tutmés les dará el gusto. ¡Cómo me enfurece eso! —exclamó—. ¡Qué todos mis esfuerzos por llenar de oro las arcas del templo y del palacio y brindar a mis súbditos un poco de paz en la que puedan prosperar y desarrollarse se frustren porque las trompetas de guerra encuentran eco en sus corazones simples!
Hatshepsut se mordió los labios y se alejó bruscamente y a Senmut le pareció más prudente no seguirla. La aceptación final, el doloroso momento de hacerse a un lado, era algo que debía enfrentar sola.
Dos meses más tarde, en mitad de la noche, un acólito aterrorizado despertó a Hapuseneb balbuceándole al oído que el príncipe heredero se dirigía a verlo. Hapuseneb luchó contra el sueño y se obligó a abandonar el lecho, agradeciéndole al muchacho y pidiéndole que inmediatamente llamara a Nehesi y a los integrantes del Ejército de Su Majestad. Hizo salir al acólito por una pequeña puerta que conducía directamente al santuario de Amón, después de lo cual la cerró con llave. Se echó sobre los hombros un manto grueso y se lavó la cara. Deseó haber ido a dormir a su casa, río abajo, en lugar de haberse quedado en los departamentos del templo, pero no perdió tiempo en lamentaciones inútiles. Cuando sus puertas fueron abiertas de par en par, ya Hapuseneb se encontraba instalado en su silla, con las manos cruzadas sobre las rodillas. Sus ojos fríos y grises lo recibieron por entre la penumbra.
Tutmés entró solo, pero dos de sus soldados se quedaron montando guardia al final del corredor. Hapuseneb se preguntó qué habría sido de los guardias del templo, pero no le fue difícil adivinarlo: el oro era un imán irresistible. No se puso de pie ni le hizo una reverencia al recién llegado sino que se limitó a saludarlo con una leve inclinación de cabeza. Tutmés avanzó hasta quedar pegado al Sumo Sacerdote, bajó la vista y lo miró. Sólo entonces se levantó Hapuseneb, y los dos hombres quedaron cara a cara. Como lo exigía el ceremonial, Hapuseneb permaneció en silencio hasta que el príncipe hablara. Era obvio que Tutmés había bebido, pero no estaba borracho.
—No perderé tiempo —dijo Tutmés—, pues tengo tantos deseos de irme a dormir como tú. Quiero hacerte una proposición. —Esperó que Hapuseneb le contestara algo, pero sus ojos grises siguieron contemplándolo con una sonrisa casi imperceptible, así que Tutmés prosiguió—: Los días de mi tía-madre como faraón han terminado. Ella lo sabe y yo lo sé, pero a pesar de eso no se quita de en medio. Ya he esperado bastante. Habrá cambios en el palacio, y no necesito decirte cuáles serán, pues descuento que lo sabes.
—Sí, lo sé —dijo Hapuseneb, con el pulso acelerado—. Todos lo sabemos.
—Me lo imagino. —De pronto Tutmés se alejó y comenzó a caminar por la habitación. Rezumaba un aire de impaciencia, una fuerza bruta casi palpable y desasosegada. Hapuseneb tuvo un escalofrío y colocó las manos bajo el manto de lana, pues en el resplandor amarillento de la lámpara de noche le pareció que era Tutmés I, el Poderoso Toro de Maat, quien recorría majestuosamente su alcoba—. Tú la has servido durante mucho tiempo y con gran lealtad, Sumo Sacerdote. Tu padre, el visir, sirvió a mi abuelo con la misma loable devoción, y por eso he venido a verte personalmente en lugar de convocarte a una audiencia pública. —Tutmés giró bruscamente y lo encaró—. ¿A quién sirves tú: a Egipto o a Hatshepsut?
Hapuseneb le contestó sin inmutarse, a pesar de que tenía la boca seca.
—Sabéis bien cuál será mi respuesta, príncipe. Sirvo a Egipto personificado por el faraón.
—Puesto que me contestas con evasivas y estoy cansado, te lo preguntaré lisa y llanamente. ¿Estás dispuesto a servirme a mí como Sumo Sacerdote, o seguirás respaldando a un faraón que jamás fue realmente el faraón?
—Sirvo al faraón —dijo Hapuseneb con empecinamiento—, y el faraón es Hatshepsut. Por consiguiente, seguiré sirviéndola mientras viva.
—Lo que te ofrezco es más que tu libertad; te doy la oportunidad de continuar ejerciendo tu autoridad en el templo como lo has hecho durante tantos años, y de seguir siendo el confidente y consejero del faraón. Te necesito, Hapuseneb.
Hapuseneb esbozó una leve sonrisa.
—No puedo abandonarla mientras siga gobernando Egipto.
—¿Y después de eso?
Los ojos de los dos hombres se encontraron y Hapuseneb debió luchar contra la abrumadora magnitud de la voluntad de Tutmés.
—Yo le pertenezco. No puedo ser más claro al respecto.
Tutmés se le acercó, frunciendo el ceño.
—Vamos, vamos, Hapuseneb. Tú no eres un plebeyo advenedizo como Senmut. Perteneces a una familia de rancia aristocracia. Ponte de mi lado y vive una buena vida.
Hapuseneb sacudió la cabeza enfáticamente y, debajo del manto, las manos le temblaron.
—No traicionaré a la que no ha hecho otra cosa que colmarme de afecto y de recompensas desde que ambos éramos muy jóvenes, aunque eso me signifique la muerte. Ella es el faraón, lo ha sido desde que su padre se remontó hacia Ra. En todo caso, los traidores son aquellos que apoyan vuestras pretensiones al trono.
Tutmés parpadeó y dio un paso atrás, y la cólera le hizo apretar las mandíbulas.
—Eres un idiota. Te lo preguntaré una sola vez más, y te aseguro que será la última. Si no estás dispuesto a ponerte a mi servicio, ¿aceptarás por lo menos el exilio y me prometerás no volver a poner los pies sobre suelo egipcio durante el resto de tu vida?
—No huiré. No la dejaré desamparada e indefensa. Antes prefiero morir.
Los ojos grises vacilaron un instante y miraron hacia otro lado. Hapuseneb tuvo que sentarse pues sus piernas se negaban a seguir sosteniéndolo.
Tutmés hizo un gesto despectivo y caminó deprisa hacia la puerta. Al oírlo aproximarse, uno de sus soldados le abrió y se cuadró.
—Tal vez tus deseos se cumplan —dijo Tutmés en voz bien alta—. Sí, es posible. Reflexiona sobre tus palabras y, si llegas a cambiar de idea antes de la mañana, házmelo saber.
Tutmés tenía apoyada la mano sobre la puerta. Hapuseneb lo miró mansamente.
—Lo lamento, príncipe, pero mis convicciones no se tuercen frente a cada ráfaga de viento que se levanta, sea bueno o maligno. Jamás cambiaré de modo de pensar.
—¡Muere, entonces! —estalló Tutmés, y estrelló la puerta tras de sí.
Hapuseneb se puso de pie ceremoniosamente y fue a atizar el brasero. Temblaba violentamente y tenía mucho frío. Cuando apenas había tenido tiempo de arrojar un poco más de carbón sobre las brasas, la puerta volvió a abrirse de golpe y apareció Nehesi, cuchillo en mano. Cuatro integrantes del Ejército de su Majestad corrían detrás de él y se abrieron en abanico, registrando visualmente cada rincón de la habitación. Hapuseneb sonrió trémulamente y acercó las manos a la nueva llama.
—Gracias por venir, Nehesi.
—No perdí tiempo —dijo Nehesi mientras volvía a envainar el cuchillo y se acercaba a Hapuseneb. Los guardias abandonaron el cuarto ante una señal suya—. Creí que te encontraría herido o muerto. Vi a Tutmés y a sus secuaces cruzar el atrio exterior, armados hasta los dientes.
—Sólo vino a hablar conmigo. Lo hicimos, y partió.
—Estás pálido.
De hecho, Hapuseneb transpiraba profusamente. Seguía temblando, pero ya comenzaba a recuperar su habitual aplomo. Condujo a Nehesi a la mesa, sirvió vino para ambos y luego bebió con avidez.
—Sí, supongo que sí. Tutmés preparará un golpe, posiblemente para dentro de uno o dos días. Vino a ofrecerme protección.
Nehesi rió sombríamente.
—¿De veras? Me imagino cuál habrá sido el precio… y tu respuesta. ¿Dónde están tus guardias?
—Supongo que fueron sobornados y dudo mucho que volvamos a verlos. Debemos ir inmediatamente a ver a Senmut para advertirle. Lo más probable es que se encuentre en los aposentos reales. —Se encogió de hombros con gesto impotente—. ¿Qué podemos hacer nosotros?
—Nada más que morir como hombres —dijo Nehesi con indiferencia—. Al menos podemos afirmar que hemos vivido como hombres. Estaremos justificados delante de los dioses. Nuestro fin será rápido, pero ¿qué ocurrirá con el faraón?
Se miraron desesperanzadamente, con las copas de vino todavía en las manos, furiosos por verse, justo en el momento decisivo, tan impotentes como criaturas recién nacidas. Abandonaron los aposentos de Hapuseneb juntos, con los cuchillos nuevamente desenvainados, deslizándose sigilosamente en la noche, forzando los ojos para horadar la oscuridad, seguidos por los guardias del Ejército de Su Majestad.
Senmut y Hatshepsut dormían cuando Nehesi habló con Duwa-eneneh y solicitó ser recibido por el faraón, pero antes de que el heraldo llamara suavemente a la puerta, ya ambos se encontraban despiertos, escuchando los apremiantes susurros del corredor. Duwa-eneneh los encontró de pie, arrebujados en sus batas.
—El Sumo Sacerdote y el canciller os solicitan audiencia —dijo el heraldo con una inclinación.
Al ver la expresión de su rostro, Hatshepsut tuvo una oleada de pánico. Había ocurrido. ¡Y tan, tan pronto!
Asintió y sus ojos se toparon con la sonrisa de aliento de Senmut.
—Hazlos pasar. Y quédate con nosotros, Duwa-eneneh. Creo que lo que vienen a decimos te concierne también a ti.
Abrió las puertas y Hapuseneb y Nehesi entraron deprisa. Cerró las puertas silenciosamente detrás de ellos, después de haberse asegurado de que los guardias del Ejército de Su Majestad hubieran retomado sus puestos junto a la puerta y en ambos extremos del oscuro corredor.
—Hablad —dijo Hatshepsut— y no temáis enfrentarme a los hechos. Ha llegado la hora. ¿No es verdad?
Nehesi fue a sentarse junto a la mesa, debajo de la pequeña ventana, mientras Hapuseneb se acercaba a Hatshepsut y le relataba, con el mayor tacto posible, la proposición de Tutmés. Ella lo escuchó sin hacer comentarios. Cuando el Sumo Sacerdote terminó su exposición, ella se le acercó y le apoyó la mano sobre el hombro.
—Por tu propio bien, amigo mío muy querido, debes abandonar Tebas esta misma noche y huir hacia el norte. No quiero tener tu sangre sobre mi conciencia.
—No me iré. Mi lugar está aquí y aquí me quedaré. Nehesi, Senmut y vuestros otros ministros os dirán lo mismo.
—Te he despojado de todo, Hapuseneb; hasta de tu corazón. ¿Acabaré quitándote también la vida? —se lo dijo en un murmullo apenas audible, así que los otros hombres presentes sólo escucharon el tono de súplica de sus palabras—. Te daré oro y soldados. No te costará demasiado encontrar paz en Rethennu o en Hurria. Te lo ruego, Hapuseneb, ¡hazlo por mi!
El Sumo Sacerdote se tanteó las insignias de su cargo, sacudió la cabeza lentamente y le dedicó una sonrisa.
—No, no y no —dijo—. ¿Cómo podré vivir, sabiendo que os he dejado librada a vuestra suerte?
—¡Tonto! ¡Pedazo de tonto! —exclamó ella con furia—. ¿Qué ganarás tú, o cualquiera de vosotros, quedándoos? ¡La corriente se ha vuelto en contra mía, y nada de lo que hagáis logrará evitar la inundación!
—Podemos morir. —La voz de Nehesi flotó hasta ellos desde el otro extremo de la habitación—. Podemos morir por Vos. Podemos demostrarle a Tutmés lo que significa la verdadera lealtad, y podemos ofreceros el sacrificio postrero de nuestra devoción. Ningún soldado podría pedir más que eso —agregó, con el mismo tono con que solía comentar los despachos diarios que se recibían de los nomos.
Hatshepsut se mordió los labios mientras pensaba a toda prisa.
—¿Cuánto tiempo nos queda? —le preguntó.
Nehesi abandonó la silla y se acercó al círculo iluminado por la lámpara.
—Ninguno; ninguno en absoluto —afirmó—. Ahora que Tutmés nos ha mostrado su juego, actuará sin tardanza. Tú serás su primer blanco, Senmut, por ser el príncipe más poderoso de Egipto. Luego eliminará a Hapuseneb, por ser el funcionario más alto del templo, y luego a mí, por ser la escolta personal del faraón.
—Opino que caerá sobre nosotros en forma simultánea —dijo Senmut. La conversación había adquirido para él cierta cualidad onírica de pesadilla: la luz mortecina y amarillenta; las figuras inmóviles; el viento de la noche lanzando tenues gemidos por las aberturas del techo, y sobre sus cabezas, un telón de tinieblas que descendía con rapidez para ocultar definitivamente las luces del día—. Asestará un golpe veloz y definitivo, entre un día y el siguiente, temiendo que si os da suficiente tiempo, Majestad, tal vez logréis reunir fuerzas y terminéis por derrotarlo.
—¡Qué poco me conoce! —respondió Hatshepsut—. Si Tutmés se encontrara en mi lugar, estoy segura de que no vacilaría en derramar la sangre del ejército nada más que para aventurar un intento, pero yo no. No permitiré que esto se convierta en una matanza.
Sobre ellos se abatió un silencio ominoso, una sensación casi apática de derrota. Hatshepsut envió a Duwa-eneneh a buscar a Nofret y a sus esclavas.
—Comeremos y beberemos juntos mientras Ra se eleva en los cielos —dijo—, y no hablaremos más de estas cosas. Sabéis bien lo que siento por cada uno de vosotros. Si no puedo hacer otra cosa que interceder por vosotros ante los dioses, entonces os prometo que por lo menos eso haré. Más adelante, cuando caminemos juntos por los verdes prados del paraíso con la eternidad frente a nosotros, sonreiremos al recordar esto y nos parecerá que sólo fue un juego.
Los tres hombres no se movieron ni la miraron, pues cada uno luchaba por controlar sentimientos que eran demasiado profundos para ser expresados con palabras. Nofret apareció y Hatshepsut la envió a buscar alimentos y vino. Cuando regresó portándolos, se sentaron sobre almohadones diseminados en el suelo y comieron y bebieron, conversando acerca de todo lo que habían hecho juntos desde aquellos días lejanos en que asumieron sus primeros cargos, evocando momentos triunfales, de terror o humorísticos, mientras se sonreían mutuamente, con los ojos llenos de afecto y de resignación. Hasta que de pronto despuntó el alba y, mientras Hatshepsut se arrodillaba, ellos entonaron abrazados el Himno de Alabanzas, y sus voces finalmente se quebraron y las lágrimas asomaron a sus ojos cuando Ra los contempló a través de la ventana superior y los bañó con su límpido resplandor.