—No cabe duda de que se trata de un gran logro —comentó—; algo que ningún faraón podrá igualar.
Hatshepsut se detuvo y, sin volverse, dijo fríamente:
—Tutmés si lo hará.
Todos los días recibía noticias frescas de sus centinelas, y las cinco naves avanzaban trabajosamente río arriba, luchando contra la colérica y cenagosa corriente provocada por la Lágrima de Isis. Finalmente, un agotado marinero le llevó a Hatshepsut un rollo que ostentaba el sello del propio Senmut. Lo rompió con impaciencia para enterarse lo antes posible de su contenido. Había olvidado que Senmut ignoraba lo acontecido desde su partida y que tal vez la creyera prisionera mientras Tutmés se arrogaba la dignidad real. Las palabras que leyó eran corteses, admirativas; las palabras de un súbdito a su señor. Ningún asomo de afecto campeaba por esas páginas descoloridas. Afirmaba que se encontraba bien y no habían perdido a ningún hombre. Habían llegado a Ta-Neter y era mucho lo que tenían para contar sobre las riquezas y la barbarie que allí encontró. Nehesi también le enviaba sus respetuosos saludos. Hizo la carta a un lado, a punto de llorar, abrumada por todo el tiempo transcurrido. En ese preciso instante llegó otro despacho, esta vez de Gaza. Mientras le echaba un vistazo superficial al informe, al principio sonrió y terminó riendo histéricamente. El rollo era de Tutmés y en él le anunciaba que había tomado Gaza y se encontraba camino de Tebas.
Esa última noche, cuando la flota ancló río abajo a sólo treinta kilómetros de allí y esperaba su arribo a la mañana siguiente, creyó que no podría conciliar el sueño. Pero durmió profundamente, sin sueños, como solía hacerlo en su juventud. Despertó al despuntar el alba y oír las voces sonoras de los sacerdotes, más vital y fresca de lo que se había sentido en meses. Envió a Hapuseneb a elevar sus plegarias en su nombre para tener tiempo de prepararse para recibir a los hombres que habían realizado una travesía a lugares tan remotos y regresaban, casi como si volvieran de la muerte. También el palacio despertó con nuevo vigor. Las multitudes ya se dirigían a los muelles entre gritos y risas. Las calles que conducían del puerto al palacio habían sido festoneadas con flores. Las banderas flameaban en las altas astas de madera, y los Valientes del Rey se encontraban apostados debajo de ellas, vestidos con sus mejores y relucientes galas.
Amón fue sacado del templo y los moradores de la ciudad hicieron un silencio reverente cuando el sol iluminó su cuerpo de oro. El faraón caminaba junto al Dios, llevando los símbolos de su autoridad cruzados sobre su pecho enjoyado, la cabeza erguida y una tenue sonrisa en su boca roja, mientras a su paso, todos se postraban sobre las calles de piedra. Detrás de Hatshepsut marchaban los nobles de Egipto, y el silencio se hizo más intenso, pues muchos de los hombres que la seguían eran figuras casi legendarias, cuyos nombres estaban en boca de todos desde hacía casi veinte años. Junto con el glorioso júbilo propio de una ocasión tan memorable, flotaba en el aire cierta nota de pesar, como si todo aquello estuviera a punto de derrumbarse con un estallido postrero de majestad. El sol derramaba sobre la procesión una luz clara y transparente que parecía convertir a esas figuras en llamas vivas de la Barca de Ra. El hechizo se rompió y las aclamaciones volvieron a estallar. Hatshepsut y sus nobles llegaron a orillas del río ovacionados por un aplauso ensordecedor.
Se sentó y los miembros de la corte se agruparon junto a ella. Estaba inmóvil, mirando fijamente río arriba hacia el recodo todavía vacío, un estanque de agua cenagosa entre los campos de tierra oscura que se extendían hasta unas colinas distantes. Gradualmente los sonidos fueron acallándose y transformándose en una quietud tensa y expectante. Todas las cabezas estaban vueltas hacia el norte; los ojos de todos se cansaron de escudriñar en vano en esa dirección. Permanecieron así durante una hora, como congelados por un hechizo; un extraño conjunto de estatuas ancestrales.
Alguien lanzó un grito excitado, sofocado a medias y señaló. Hatshepsut se puso de pie de un salto, mareada y débil por el repentino estremecimiento de temor y de júbilo que la recorrió de arriba abajo. Allí venían, doblando el recodo con majestuosa lentitud, los remos hundiéndose y saliendo de nuevo a la superficie, las velas izadas para aprovechar el viento del norte. Las cubiertas estaban atestadas de diminutas figuras oscuras que comenzaron a agitar los brazos y a gritar, cuyas voces llegaron vagamente a la bullente ciudad. Hatshepsut asió el cayado y el desgranador, se aferró a ellos y se los estrujó contra el pecho, consumida por la impaciencia. Los barcos siguieron acercándose. Ahora se divisaban con claridad dos personas inmóviles, de pie en el extremo de la proa de la primera nave. La mirada de Hatshepsut voló hacia ellas y no las abandonó. Los remos se hundían una y otra vez pero Hatshepsut no pudo seguir escuchando los gritos de los marineros pues, a su alrededor, estalló una clamorosa ovación que fue creciendo y creciendo en intensidad.
Al cabo de un momento de contemplación y de espera que le resultó interminable, por fin encontró su cara y su mirada firme y cálida. Se miraron a través de ese trecho de agua que era cada vez más angosto, sin moverse ni decir nada, sólo bebiéndose con los ojos. Ambos comenzaron a sonreír y Hatshepsut lanzó los brazos hacia arriba, riendo ya sin control, mientras el incienso se elevaba una vez más, triunfalmente, los sacerdotes entonaban cánticos y la gente aullaba su bienvenida.
—Tebas y todo Egipto os saluda, guerreros y príncipes —gritó Hatshepsut cuando el primer barco viró suavemente hacia sus amarras y bajaron la rampa.
Los otros barcos maniobraban para amarrar, con las cubiertas repletas de toda clase de extrañas maravillas. Todos la miraban con regocijo, pero ella sólo tuvo ojos para Senmut. Descendió por la rampa en dirección a ella, franqueado por Nehesi, y luego ambos se postraron sobre la piedra caliente del suelo del embarcadero. Luego se incorporaron y aguardaron, mirando cómo ella los observaba fijamente.
Senmut no había cambiado. De hecho, parecía más joven y en mejor estado físico que cuando zarpó. Su mirada era límpida y bajo sus ojos ya no había sombras. Las arrugas que las preocupaciones habían comenzado a trazar alrededor de su nariz y su boca habían desaparecido; sus músculos se veían más tensos y atractivos. También en Nehesi se había operado un leve cambio. Los suaves planos de su rostro negro estaban, tal vez, más destacados; su cuerpo macizo y fuerte lucía más compacto y ágil. La saludó con el mismo respeto sereno y la misma monumental indiferencia que siempre había demostrado ante la muchedumbre exultante y los cortesanos obsecuentes. Hatshepsut le entregó el cayado y el desgranador a User-amun y abrazó a ambos, mientras en sus largas pestañas brillaban algunas lágrimas.
Senmut se volvió hacia las naves e indicó sus cubiertas cargadas.
—Presentes para Amón y para Vos, Majestad —dijo. Antes de mirar las naves, volvieron a intercambiarse una mirada y ella volvió a sonreír, deleitada con esa dulce voz que seguía resonándole en los oídos. En cada cubierta habían instalado un toldo, debajo del cual se apiñaban los árboles de mirra con sus troncos jóvenes y flexibles y sus ramas alegres y oscilantes. Sus raíces seguían hundidas en panes de tierra que habían excavado para extraerlos, y que luego fueron atados flojamente con telas húmedas. Junto a ellos había otra pila de bolsas—. Árboles de mirra para los jardines del valle sagrado —dijo Senmut—, y bolsas de mirra, listas para perfumar e incensar.
—Árboles para Amón, tal como él lo deseaba —dijo Hatshepsut con los ojos brillantes y brazos que ya le dolían de tanto desear abrazarlo—. Oh, Senmut, ¡esto es realmente maravilloso! Haz que los marineros los descarguen enseguida y los lleven al otro lado del río para que los jardineros puedan comenzar a plantarlos. Necesitarán mucha agua. ¿Cuántos son?
No pudo calcularlo con la vista, pues le parecieron una suerte de bosque verde que nacía de los maderos mismos de los barcos.
—Treinta y uno. También traemos ganado, mucho oro y otras cosas preciosas.
Durante un rato permanecieron allí viendo descargar con gran cuidado los árboles. Amón fue llevado de vuelta al templo, y Hatshepsut y su cortejo regresaron lentamente al palacio, parloteando excitadamente como un grupo de coloridos pavos reales. En la sala de audiencias ella ascendió al trono y los nobles se agruparon a su alrededor, preparados para presenciar la ofrenda de los tributos. Senmut y Nehesi se situaron de pie, uno a cada lado del trono dorado, observando con mirada serena los dones que le eran presentados a Hatshepsut uno por uno, de acuerdo con el ceremonial, y luego quedaban depositados a sus pies. En primer lugar le ofrecieron las bolsas de mirra, que saturaron el recinto con su fragancia pesada y persistente. Tahuti y sus escribas comenzaron a pesarías y a anotar su valor.
Punt abundaba tanto en oro como Egipto, y Tahuti vigiló atentamente idéntico procedimiento con las pepitas, y el polvo y las incontables bandas de oro, que luego se dividieron entre Amón y las arcas del tesoro real. Nehesi se inclinó hacia Hatshepsut y le dijo:
—Prestad atención, Majestad, a la enorme cantidad de bandas muy anchas de oro. Son tantas porque la gente de Punt las confecciona para cubrirse las piernas. Lo veréis en un momento, pues siete de los jefes insistieron en acompañamos con sus correspondientes esposas y familias para manifestarle a Vuestra Majestad su alegría al ver restablecidas las relaciones con Egipto, y presentaros sus votos de paz y prosperidad.
Nehesi lo dijo con una sonrisa un tanto irónica en los labios, y Hatshepsut no pudo menos que sonreír también, segura de que si esos moradores de Punt se encontraban en Egipto, no era precisamente por propia voluntad.
A la derecha del trono comenzaba a apilarse el oro, mientras otros miembros de la servidumbre formaban una verdadera montaña de colmillos de marfil y otros se esforzaban por transportar enormes planchas de renegrido ébano. Detrás aguardaban más esclavos, prácticamente sepultados bajo una serie de pieles de distintos animales: de pantera, de leopardo para los sacerdotes, y otras. Sólo al cabo de un rato Hatshepsut cayó en la cuenta de que no toda esa confusa masa de pelaje pertenecía a animales muertos, pues doce de los ciudadanos de su zoológico encontraban cierta dificultad en inclinarse ante ella y, simultáneamente, sostener de la correa a una variedad de perros, monos y simios que armaban un estruendoso alboroto con sus ladridos, lloriqueos y aullidos. Luego le presentaron un guepardo: una bestia flaca, veteada y señorial que los contempló con mirada fría e impávida. Senmut le aclaró a Hatshepsut que se trataba de una dádiva muy especial que le enviaba Parihu, el más importante de los jefes de Punt, para su uso exclusivo, y que era un animal de caza extremadamente feroz y letal. Ella tomó la cadena de oro sujeta al collar del guepardo y, poco después, la bestia se incorporó, trepó por las gradas y se instaló junto a Hatshepsut, con su tibio y huesudo lomo apoyado contra las piernas desnudas de Senmut.
El desfile de ofrendas prosiguió: una infinita variedad de maderas, oscuras y duras, ligeras y con atractivas vetas y texturas, con fragancias dulzonas, capaces de llenar de gozo a cualquier tallador. También había plumas de avestruz, pintura para los ojos y aceite de mirra. Y Nehesi se había ocupado personalmente de llevarle una selección de flores y plantas exóticas de Punt para que ella pudiera incorporarlas a su propio jardín.
Cuando todas las dádivas quedaron finalmente depositadas a sus pies, Hatshepsut recorrió los distintos montones de pilas y ayudó a dividir los tributos mientras los sacerdotes de Amón aguardaban su tajada, mirando y tocando cada objeto con el júbilo entusiasta de las criaturas. Cuando el salón fue despejado, volvió a ocupar el trono y le presentaron a los siete jefes. Hatshepsut quedó sorprendida al comprobar que se parecían mucho a los egipcios, pues tenían tez clara, cabello negro y largo y eran de constitución pequeña. Como Nehesi le había adelantado, todos usaban bandas y pulseras de oro en una pierna, desde el tobillo hasta la cadera. Se le acercaron reptando por el suelo dorado y ella les indicó que se pusieran de pie. Los hombres llevaban barba y en sus rostros delgados y austeros asomaban ojos curiosos; las mujeres y los niños vestían como ellos: faldellines cortos muy semejantes a los de la misma Hatshepsut. Les dio la bienvenida con tono cordial y recalcó el respeto que les profesaba como habitantes de la tierra de donde procedían los dioses, y también expresó votos para que entre ambos países hubiera siempre una relación de paz y de intercambio comercial como antaño. Los visitantes la escucharon con rostro impasible, sin apartar los ojos oscuros de su cara maquillada. Uno de los hombres dio un paso adelante, se inclinó y comenzó a cantarle loas con voz entrecortada y palabras apresuradas.
De pronto, Hatshepsut comprendió lo que sentía esa gente. Levantó una mano y el hombre interrumpió su discurso.
—Os he dado la bienvenida —les dijo— y he hecho preparar una gran fiesta para vosotros, pues esta noche comeremos juntos. Pero vosotros no os sentís bienvenidos. Teméis que, así como habéis sido arrancados de vuestros hogares, jamás regresaréis a ellos. Quiero haceros la siguiente promesa: quedaos en Egipto todo el tiempo que se os antoje y, cuando queráis regresar a vuestras tierras, os enviaré a Ta-Neter con una escolta de soldados y muchos regalos. Os lo juro formalmente como rey y faraón de Egipto.
Las gentes de Punt sintieron un profundo alivio al escuchar esas palabras y comenzaron a parlotear entre sí en su extraño idioma. Hatshepsut se puso de pie.
—Ahora iremos al templo para agradecerle a Amón y ofrecerle su tributo —dijo.
Abandonó la sala de audiencias precedida por Hapuseneb y flanqueada por Senmut, y echaron a andar solemnemente hacia el templo de Karnak. Frente a las puertas abiertas del santuario, Hatshepsut pudo por fin pronunciar las plegarias que 'debió reprimir durante esos dos años de espera.
Oró fervientemente, primero tendida sobre el suelo y luego de pie, para dirigirse al Dios públicamente.
—Quiero que sepáis lo que me fue ordenado. He prestado oídos a mi Padre Amón, quien me expresó sus deseos de que, en su nombre, estableciera un Punt en Egipto y plantara los árboles de la tierra del Dios junto a su templo, en su jardín. No me mostré remisa en cumplir sus deseos. Él me eligió como su predilecta y yo conozco todos sus deseos. Por eso le he creado un Punt en su jardín, tal como me lo solicitó.