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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

La dama del Nilo (64 page)

BOOK: La dama del Nilo
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Hatshepsut se incorporó y los abrazó, apretando a cada uno con intensidad contra su cuerpo antes de soltarlo, y lloró con ellos en el silencio del amanecer. Uno por uno se postraron, le besaron los pies descalzos y se escabulleron hacia el olvido, llevándose con ellos los días de poderío y de felicidad que le habían brindado y desvaneciéndose como las ondas que el viento forma sobre la superficie plácida de las aguas. Hatshepsut se volvió a Senmut, con el rostro blanco, consumido y, sin embargo, más joven en esa luz que comenzaba a propagarse.

—Subamos al techo —le dijo, tomándolo de la mano.

Abandonaron la alcoba, ascendieron por la escalera adosada a las paredes del palacio y salieron finalmente al techo plano que coronaba la sala de audiencias. Allí se sentaron, tomados de la mano, y Senmut supo que ésa era la última vez que su mirada se posaba sobre los majestuosos pilones y obeliscos de Tebas.

Muy lejos, hacia el oeste, todavía flotaba una faja dominada por la noche y una nube gris se aferraba a las cimas de los acantilados y oscurecía el sol. Las amplias márgenes del Nilo resplandecían con el nuevo día, con sus aguas remolineantes y reverberantes, y los cañaverales y las altas palmeras formaban un oasis de un verde refrescante. Más cerca surgían los jardines, parques, estatuas, amplias avenidas y serpenteantes senderos por los que había caminado, soñado, reído y llorado. En ese momento se encontraban vacíos en el silencio que precedía al clamor del día; el césped estaba cubierto de gotas de rocío, las banderas imperiales flameaban con la brisa de la mañana. A lo lejos vio los reflejos intermitentes del sol en la proa dorada de la Barca Real, amarrada junto al desembarcadero. Senmut hizo una inspiración profunda para llenarse de todos los perfumes de Egipto: de las aguas cenagosas y los lotos dulzones, la frescura de las plantas y un leve soplo de mirra.

Se volvió lentamente a Hatshepsut.

—Gracias, hermosísimo Dios —le dijo en voz baja—. Gracias, Divina Encarnación, Que Vivirá Por Siempre. No me olvidaré.

La tomó suavemente, la abrazó y la besó, mientras las brumas invernales se desvanecían y los dedos ardientes de Ra acariciaban sus rostros cansados.

28

Senmut regresó a su palacio y pasó la mañana poniendo en orden sus asuntos. Antes del mediodía, embarcó a Ta-kha'et y a la mayor parte de los criados en su barco, ordenándole al capitán que los llevara al norte, a la granja de sus padres. Ella protestó airadamente, intuyendo algún peligro, pero él la besó en la mejilla.

—¡No discutas! —le dijo con firmeza—. Ve a la casa de mi padre y quédate allí hasta que te mande llamar. No será una espera muy larga. ¡Mira! ¡Si hasta he ordenado a mis músicos que te acompañen! ¡Te lo ruego, Ta-kha'et, no armes más alboroto, pues de lo contrario llamaré a mi mayordomo y le ordenaré que te dé unos buenos azotes!

Ella lo miró con ternura y dejó de gritar.

—Muy bien, Senmut. Me iré. ¡Pero si no me mandas a buscar antes de que finalice el invierno, volveré por mis propios medios! Y tú, ¿qué harás aquí?

—Algo muy difícil —respondió.

La besó nuevamente y se quedó de pie en su pequeño desembarcadero mientras el alegre esquife rojo y blanco comenzaba a alejarse y los remos salían a relucir. Ta-kha'et lo saludó con el brazo y se introdujo en la cabina, todavía enfadada, pero Senmut permaneció allí hasta que la popa de la nave desapareció en un recodo del río y el reflujo del agua cesó. Subió lentamente las gradas y recorrió las avenidas desiertas. El sol ya calentaba bastante, pero no con la intensidad abrumadora del verano. Se acercó al estanque y se sentó con las piernas cruzadas sobre el césped, contemplando los movimientos de los peces y los desplazamientos de las libélulas, con la mente en blanco. Por más que lo intentara, no podía cerrar sus oídos a su respiración acelerada ni al galope desenfrenado de su corazón. Aunque trató de sofocarlo, sintió nacer en él un inmenso amor por la vida. Gimió y se cubrió la cara con las manos.

Su Segundo Mayordomo le tocó el hombro.

—Señor, ¿cuántos invitados cenarán con Vos esta noche?

Senmut lo miró, sorprendido, y luego rompió a reír.

—Pues, ninguno, amigo mío. Esta noche no recibiré a nadie, así que puedes retirarte a tus habitaciones tan pronto como lo desees. Despide a la servidumbre antes de que anochezca y asegúrate de que los esclavos se encuentren bien lejos de mis aposentos. No necesitaré a nadie, creo, hasta la mañana.

El hombre, perplejo, le hizo una reverencia y partió. Senmut siguió contemplando los movedizos peces azules, verdes y violetas, pero de pronto se sintió aliviado, liviano y libre, y sólo cuando las sombras de los árboles le rozaron la espalda se levantó y caminó apresuradamente hacia su hermoso claustro rodeado de columnas.

Llegaron en plena oscuridad, segundos después de que las trompetas del templo sonaron para marcar la medianoche. Senmut los estaba aguardando, sentado junto a su lecho, leyendo a la luz de la lámpara. Oyó sus pasos furtivos en el vestíbulo de entrada y luego avanzaron con mayor lentitud. Senmut sonrió frente a la vacilación de los visitantes, hizo a un lado el papiro y se puso de pie. Sin duda habían esperado toparse con una horda de guardias y un palacio lleno de lámparas encendidas y de soldados alertas. Alguien probó la puerta suavemente, a lo cual siguió una pregunta susurrada y una orden brusca. Senmut permaneció inmóvil, luchando por controlarse mientras las garras candentes del pánico se apoderaban de él. Las altas puertas de cedro con incrustaciones de oro comenzaron a moverse. Senmut no se movió. En el altar ubicado a sus espaldas, el penacho de incienso osciló repentinamente con la corriente del aire, y el rollo de papiro crujió secamente sobre el lecho, pero los ojos de Senmut estaban fijos en ese agujero negro que crecía en la pared. Dentro de él, sus sentidos comenzaron a gritarle: «¡Huye! ¡Corre! ¡Vive!». Una mano oscura apareció, tanteando cautelosamente el canto de la puerta. Senmut cerró los ojos por una fracción de segundo y tragó, mientras el sudor le empapaba el faldellín y le corría por la espalda desnuda. Con un golpe estrepitoso, la puerta se abrió y se incrustó en la pared. Dos hombres se lanzaron contra él con los cuchillos en alto; alcanzó a distinguir la expresión salvaje de sus caras debajo de los cascos azules, la ferocidad de sus ojos, sus dientes apretados. Durante un momento, un instante interminable y congelado en que parecieron avanzar hacia él con intolerable lentitud y el tiempo pareció fusionarse con la eternidad, Senmut contempló las paredes y vio el rostro de Hatshepsut, majestuoso e incólume debajo de la doble corona, sus ojos dorados fijos en él con una mirada de mansa autoridad. Senmut le sonrió y de pronto sintió a los hombres sobre él, y en la agonía de su muerte gritó y cayó, y el sonido de su propio miedo le tapó los oídos, y borbotones de su propia sangre le llenaron la boca. Encima de él, el techo azul tachonado de estrellas plateadas se sacudió y se disolvió en una oscuridad más profunda y más amplia, como enormes fauces de hielo que se abatían sobre él para devorarlo.

Cayeron sobre Hapuseneb mientras caminaba por entre el silencio de su jardín iluminado por la luna. Murió diez minutos después sobre el césped mojado, herido en el estómago y en el pecho.

Se lanzaron contra Nehesi mientras éste recorría el trayecto entre el palacio y sus propios aposentos, reduciendo primero a sus dos guardias y clavándole luego un cuchillo en el cuello mientras él luchaba ferozmente por sacárselos de encima y correr de regreso al palacio. Se tambaleó, alcanzó a dar tres pasos y luego se desplomó de bruces sobre el frío sendero de piedra. Faltaban cuatro horas para el amanecer.

Hatshepsut todavía se encontraba levantada cuando Paere entró en sus aposentos como una exhalación. Nofret dormía profundamente sobre la estera, junto a la puerta, pero Hatshepsut había comenzado a recorrer la habitación con la cabeza gacha y los brazos cruzados debajo del pecho, demasiado nerviosa para dormir o acostarse. El pequeño criado apareció corriendo por la entrada privada, seguido por un guardia del Ejército de su Majestad. Hatshepsut giró sobre sus talones y corrió hacia él, que temblaba, lloraba y balbuceaba algo ininteligible. Tanto sus manos como una mejilla y el frente de su faldellín estaban manchados de sangre. Trataba desesperadamente de hablar, pero no lograba expresarse. A una seña de Hatshepsut, el soldado levantó la vasija de agua que había en un rincón del cuarto y la vació sobre la cabeza de Paere. El chiquillo se estremeció, jadeó, sin dejar de llorar, y finalmente se desplomó en la silla de Hatshepsut y comenzó a sollozar, mientras sus manos ensangrentadas seguían aferrando un objeto.

—Lo han matado. ¡Lo han asesinado! —exclamó con un grito desgarrador.

Ella se le acercó, sintiendo los pies insensibles y le arrancó el objeto de las manos. Era un rollo de papiro, pegajoso por la sangre. Llevaba el sello de Hatshepsut y había sido abierto muchos años antes. Cuando comenzó a desplegarlo lenta, serenamente, su otra puerta se abrió de golpe y Duwa-eneneh entró corriendo.

—¡Majestad, Hapuseneb! ¡Nehesi! ¡Ambos han sido muertos! ¡Tan pronto! ¿Qué debo…?

Pero ella no le prestó atención y se quedó contemplando a Paere con expresión de absoluto terror y congoja. El papiro pertenecía en realidad a Senmut; era el primer boceto del templo del valle. Cruzando sus líneas armoniosas y prolijas, ella había escrito: «Autorizado y aprobado por mí misma, para el arquitecto Senmut. ¡Vida, Prosperidad y Felicidad!».

Por la mañana, después de una noche de insomnio y horror, en que había intentado consolar a Paere y hablar sensatamente con Duwa-eneneh, cuando lo que en realidad deseaba era subir al techo del templo y arrojarse al vacío, hizo que Nofret la vistiera de blanco y plata y le colocara la doble corona sobre la cabeza. Fue imposible borrar los estragos de las últimas horas, pero la pobre mujer se esmeró lo más posible, desparramándole colorete sobre las mejillas y rodeándole los ojos hinchados con el kohol más negro que encontró. Luego Hatshepsut se llevó a Duwa-eneneh y juntos se encaminaron a la sala de audiencias. Hatshepsut avanzó hacia el trono, ascendió las gradas y se sentó sobre la superficie fría del oro, sin que su furia y su pesar se traslucieran en su rostro arrogante.

Los cuerpos de Hapuseneb y Nehesi habían sido llevados apresuradamente a la Casa de los Muertos, pero nadie sabía el paradero del cadáver de Senmut. Su habitación fue sellada por orden de Hatshepsut hasta que la policía tuviera tiempo de iniciar una investigación, pero cuando las horas transcurrieron y un sirviente tras otro acudió a ella con informes negativos, Hatshepsut comenzó a temer que jamás sería encontrado. Conociendo a Tutmés, estaba segura de que no le bastaría con quitarle la vida; despedazaría y separaría su cuerpo y enterraría sus despojos bien hondo, para que los dioses no pudieran encontrarlo ni darle la bienvenida al paraíso. Sabía de los celos enloquecidos de Tutmés, del odio que le tenía a Senmut por ser su mano derecha; pero esa insensata saña demoníaca superaba su capacidad de comprensión. De pronto la imagen de Tutmés comenzó a despertarle un auténtico miedo. Hapuseneb. Nehesi. Senmut… Ya no quedaba nadie que hablara y actuara en su nombre. Estaba sola.

Esperó su llegada pacientemente, apoyada contra el respaldo del trono. Duwa-eneneh permanecía inmóvil a su lado, sosteniendo su estandarte, y el palacio comenzó a despertar ante un nuevo día.

Tutmés llegó por fin, recorriendo a grandes trancos el largo vestíbulo, mientras sus sandalias marcaban un ritmo sonoro y dominante. Hatshepsut permaneció en silencio y lo observó avanzar, pero lo único que veía eran sus manos teñidas con la sangre de sus fieles colaboradores. Leyó en los ojos de Tutmés un desafió culpable y un despertar al poder. Lo odiaba y lo temía.

Vio a Yama-nefru, Djehuty y Sen-nefer detrás de él. Hatshepsut se puso de pie, consternada y lacerada por el peso insoportable de esa nueva herida que se sumaba a las que ya sufría. Se tragó su dolor y los tres militares finalmente se detuvieron frente a ella y la saludaron. Tutmés levantó la vista y la miró, y así permanecieron durante largo rato, en silencio, hasta que Hatshepsut se sentó en el trono.

—Tú los mataste.

—¡Por supuesto que los maté! ¿Qué otra cosa esperabas? ¿Creías que dejaría que transcurrieran los meses y los años sin hacer nada?

—No.

—No me quedaba otra alternativa. ¡Estoy seguro de que hasta tú lo comprendes!

—Siempre existe otra alternativa. Lo que hiciste fue apelar al recurso empleado por los cobardes.

—¡Era lo único sensato! —gritó Tutmés.

Ella lo contempló, impasible, y miró a los tres hombres que permanecían de pie detrás de Tutmés.

—Adelantaos, Yamu-nefru, Djehuty, Sen-nefer —pronunció sus nombres lenta y pausadamente.

Ellos se apartaron de Tutmés y le hicieron una reverencia al pie del trono. Sus rostros eran imperturbables, carentes de expresión, y precisamente esa indiferencia le provocó un sufrimiento intolerable.

—¿Estáis implicados de alguna manera en esos viles asesinatos?

Yamu-nefru extendió una mano, exaltado.

—No, Majestad, ¡lo juro por vuestro nombre! ¡Sólo esta mañana nos enteramos de la muerte de Senmut y de los otros!

Hatshepsut buceó en sus ojos y asintió, satisfecha.

—Podéis agradecer a los dioses por eso. Tutmés o no Tutmés, os habría castigado con mis propias manos. ¿Hay alguna otra cosa que deseéis decirme?

Hatshepsut no podía creer que se hubieran cambiado de bando sin una palabra ni una explicación. Los tres se intercambiaron miradas y fue finalmente Yamu-nefru quien volvió a tomar la palabra.

—Os hemos venerado, Flor de Egipto, y os hemos servido con nuestra propia sangre. Hemos combatido a vuestro lado y cumplido nuestras funciones con honestidad bajo vuestra mirada y la del Dios. Pero ahora el príncipe heredero reclama sus derechos al trono y, legalmente, no podemos desestimarlos. No es el miedo lo que nos mueve.

—Eso lo sé bien.

—Nuestra decisión se funda en la creencia de que Tutmés es realmente el Halcón-en-el-Nido, el auténtico heredero de la doble corona.

—¿En virtud de qué ley?

—La que estipula que el faraón debe ser varón.

Hatshepsut se pasó una mano por los ojos con gesto cansado y los despidió con el brazo.

—¡Está bien! ¡Está bien! Comprendo vuestro razonamiento y la extraña y artera honestidad que os anima. Yo también os he tenido mucho afecto. Ahora podéis iros. ¿O preferís quedaros y contemplar cómo el faraón pierde su corona?

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