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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

La dama del Nilo (59 page)

BOOK: La dama del Nilo
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—Puedo administrarle una solución de arsénico y adormidera para quitarle el dolor, pero no mucho más.

—¿Le servirá de algo la magia?

—Un hechizo podría surtir efecto. He visto este mismo cuadro antes, en muchas oportunidades. A veces la hinchazón desaparece, pero luego vuelve a producirse.

—¿Crees que se trata de algún veneno?

—Ningún veneno podría provocar una inflamación como la que tiene Su Alteza. En ese sentido podéis quedaros tranquila, Majestad.

Ella asintió pero no le creyó.

—Dale la droga, entonces. Nofret, envía a Duwa-eneneh en busca de los magos. Y quiero que Hapuseneb venga inmediatamente.

Nofret salió corriendo, y el médico midió cuidadosamente las dosis de medicamentos y le dio a beber la solución a Neferura en su diminuta copa de alabastro. La muchacha la bebió con esfuerzo, a pequeños sorbos, y se desplomó sobre las almohadas cerrando los ojos. Hatshepsut habría deseado que se quedara dormida, pero ello no ocurrió. Cuando Hapuseneb y los magos llegaron y le ofrecieron sus reverencias, Neferura seguía sacudiéndose de un lado al otro entre gemidos. Los recién llegados quedaron compungidos al verla.

Hatshepsut se puso de pie.

—Tiene el cuerpo trastornado —dijo—. Se le ha hinchado la ingle y siente mucho dolor. Preparen un encantamiento para librarla del demonio que la posee.

Mientras los magos intercambiaban ideas, Hatshepsut ordenó que le llevaran una silla a Hapuseneb, quien se sentó a su lado y observó a Neferura.

—¿Esto es obra de Tutmés? —le preguntó en voz baja.

—No lo creo. El médico lo niega rotundamente. ¿Por qué habría Tutmés de destruir un instrumento tan dispuesto a servirlo? Para él, Neferura sigue representando el Trono de Horus.

Los magos se adelantaron y rodearon el lecho, llenando el recinto con sus monótonos exorcismos. Hatshepsut los oyó con desesperanza y su mente se retrotrajo a la muerte de Tutmés. Hapuseneb permaneció inmóvil, con sus ojos grises fijos en la princesa. Momentos después, cuando las drogas comenzaron a surtir efecto, Neferura se durmió, pero su sueño fue agitado. Sollozaba y balbuceaba, moviéndose sin cesar en ese lecho de oro. La mano con que seguía aferrando a Hatshepsut estaba caliente; la frente, húmeda y fría bajo los dedos del médico.

Alguien saludó con una reverencia y Hatshepsut levantó la cabeza; para su sorpresa, comprobó que se trataba de Tutmés. Todavía llevaba puesto el faldellín para dormir y su cabeza rapada estaba descubierta, lo cual acentuaba aún más sus ojos oscuros y las facciones que lo asemejaban tanto a su abuelo.

—¿Está muy enferma?

—No lo sé —murmuró Hatshepsut, abatida.

—¿Puedo quedarme?

Escudriñó su rostro pero sólo encontró en él la expresión cortés de una pregunta. Hatshepsut indicó que le acercaran otra silla. Tutmés tomó asiento y se echó hacia adelante, los codos apoyados sobre las rodillas y las manos colgando.

El encantamiento prosiguió interminablemente, como una monótona canción de cuna. De vez en cuando el médico apartaba las mantas y palpaba la piel inflamada. La noche fue transcurriendo y Neferura pareció calmarse un poco.

Cuando llegó el amanecer, la enferma abrió los ojos y esbozó una leve sonrisa.

—¿Tutmés? —susurró, con la cara iluminada.

Su prometido se arrodilló junto a la cama y le acarició el cabello.

—Soy yo, mi pequeña. Tranquilízate. No me apartaré de tu lado.

—Ya me siento un poco mejor. El dolor ha desaparecido.

El médico se aproximó inmediatamente. Cuando volvió a incorporarse, la expresión de su rostro era grave.

—La inflamación ha desaparecido súbitamente —dijo.

Hatshepsut ordenó que los magos interrumpieran su letanía. En el bienvenido silencio que siguió todos oyeron la respiración corta y superficial de Neferura; Hapuseneb intercambió una mirada con el médico, quien respondió a su pregunta muda con una sacudida imperceptible de la cabeza. Hapuseneb volvió a mirar a Neferura, que en ese momento sonreía con embeleso a Tutmés. Había colocado sus manos entre las del muchacho y cerrado los dedos con fuerza sobre ellas.

—¿Estoy muy grave? Quizá si le doy un buen susto a mi madre, nos permitirá casamos —susurró Neferura.

La niña giró entonces la cabeza para sonreír a Hatshepsut, pero ésta vio algo pavoroso en esos ojos desenfocados, con las pupilas dilatadas por las drogas: percibió la sombra vacilante de la Sala del Juicio Final. Saltó con un gemido y se inclinó sobre su hija; Neferura hipó una vez, sólo una, y lanzó un suspiro. Estaba muerta. Los ojos se le cubrieron inmediatamente de un velo vidrioso; la sonrisa se convirtió en una mueca sin vida.

Tutmés liberó lentamente sus manos y se puso de pie. Nadie se movió ni habló. Los rayos del sol bañaban la habitación y las pavesas del brasero se apagaron, pero los presentes quedaron congelados, azorados por la rapidez con que la princesa había muerto. Un momento después, Tutmés saludó y salió del cuarto sin decir una palabra.

Hatshepsut se volvió a Hapuseneb con las manos extendidas y suplicantes.

—Está muerta. ¡Muerta! —exclamó con incredulidad.

El Sumo Sacerdote tomó esas manos heladas y las calentó entre las suyas.

—Estas cosas pasan, Majestad —le dijo serenamente—. Sólo los dioses saben por qué.

Ella seguía contemplándolo fijamente, como mirando a través de él.

—Todos se han ido. ¡Todos! —Volvió junto al lecho, se arrodilló y abrazó el cuerpo fláccido de su hija—. Regresa pronto, Senmut —murmuró en el cabello húmedo que se desparramaba enredado sobre la almohada—. Ahora sí que me haces falta.

Hapuseneb la dejó acunando a su hija, meciendo suavemente su cuerpo como el de una criatura, y se dirigió a la Casa de los Muertos para convocar a los sacerdotes sem. No podía hacer otra cosa.

Hatshepsut sobrellevó los días de duelo estoica y fríamente, y Tutmés la dejó tranquila. Todas las esperanzas que había acariciado de fundar una dinastía de reyes del sexo femenino estaban basadas en Neferura y, con su muerte, tuvo la sensación de que otro clavo de oro penetraba profundamente en el hermoso y enorme sarcófago de cuarzo en el que estaba segura yacería muy pronto. Sintió que su dios la había abandonado y que todos los años que había dejado atrás no eran sino un conglomerado de luchas, muertes y un fracaso tras otro. Olvidó todos los hechos positivos: Senmut, su coronación, y la afectuosa relación que mantenía con el Dios que le había concedido lo que ella tanto anhelaba. Sólo veía a Amón como un padre pérfido que la despojaba con crueldad de los que más amaba. Fue al templo de Karnak y caminó como una fiera enjaulada frente a su estatua, recordándole todas las plegarias a las que no había respondido, pero el dios ya no le hablaba con la misma frecuencia de antes. Cruzó el río y estuvo en la tumba de Osiris-Neferu-khebit, donde tampoco recibió ningún consuelo. Neferu permaneció muda, sonriéndole tristemente con una mirada compasiva e impenetrable. Hatshepsut regresó entonces al palacio para aguardar el momento del funeral, sintiéndose abandonada por los dioses y los hombres.

Todos los miembros de la corte asistieron al funeral. Ineni, Tahuti, Menkh, User-amun, Amun-hotpe, Puamra, Hapuseneb e incluso Anen, el Escriba Real: hombres cansados y abatidos, desgastados por años y años de abrumadoras responsabilidades. Hatshepsut caminó delante de ellos, con la cabeza gacha y los ojos fijos en el pequeño ataúd, sintiéndose tan vacía y sin vida como el cuerpo de su hija. Tutmés avanzó a su lado, balanceándose silenciosamente. De alguna manera, Hatshepsut experimentó cierto consuelo al ver esa vitalidad desbordante, la frescura y elasticidad de su paso. Sintió la ausencia de Senmut y Nehesi como la afilada punta de una lanza que se le clavaba en el corazón, y necesitó desesperadamente tenerlos a su lado cuando por fin entró en los oscuros pasadizos de la tumba y permaneció allí mientras colocaban a Neferura dentro de los demás ataúdes.

Y aquí estoy, pensó Hatshepsut tétricamente, todavía en pie, sin ceder, aunque me sienta tan cansada de mí misma, de Tutmés y de todos los demás. ¿Es que yo, la Hija del Sol, la imagen y encarnación de Amón, no moriré jamás?

Dejó a los sacerdotes profiriendo las maldiciones finales sobre cualquiera que, en el futuro, osara violar la tumba, y a los trabajadores iniciando la tarea de sellar las puertas de piedra, y regresó lentamente al palacio. Ascendió al esquife real y se sentó con la cabeza gacha, preguntándose por primera vez en la vida qué haría el resto de la jornada, y el día siguiente, y el otro.

Había transcurrido un año desde que las cinco naves cargadas abandonaron el puerto de Tebas, pero ese evento maravilloso y feliz ya parecía pertenecer a una época muy remota, una época llena de esperanzas y expectativas a pesar de los disturbios. Aquella mañana parecía brillar como el último resplandor amigo en una noche fría del desierto.

Antes de ascender por las gradas que conducían a su amplia avenida, vio que Tutmés y Meryet ya habían desembarcado y caminaban por entre los árboles. Hatshepsut se detuvo un momento para observarlos alejarse, con las cabezas juntas absortos en la conversación. «Así que ésa es la dirección en que ahora sopla el viento. Por supuesto».

Dos días después del funeral, Yamu-nefru, Sen-nefer y Djehuty se llevaron sus carros, sus carpas y su servidumbre y partieron al desierto a cazar leones. La partida de caza duró tres días, en los cuales avistaron a dos leones y abatieron a un tercero, regresando cada noche a la sombra de los acantilados de Tebas para sentarse alrededor del fuego, las carpas armadas a sus espaldas, y contemplar las espectaculares puestas de sol. Ninguno se sentía cómodo ni tranquilo. A pesar de ser amigos desde que, muy jóvenes, compartieron las aulas del palacio, a pesar de haber combatido y celebrado juntos, un manto de inhibiciones parecía haberse abatido sobre ellos, aislando a cada uno de los demás.

Fue sólo la última noche de la cacería, después que Yamu-nefru envió a los criados a sus tiendas de campaña y sirvió él mismo vino a sus amigos, que decidió enfrentar las cosas y hablar sin ambages con sus compañeros.

—No hemos tenido muy buena caza que digamos —comentó—. ¿Será acaso porque nuestras mentes albergan otros pensamientos además de los leones?

—Diría más bien que hemos estado pensando solamente en un león —gruñó Sen-nefer—. Creo que ha llegado el momento de hablar francamente.

Los demás asintieron.

Djehuty fue el primero en expresar sus pensamientos. Lo hizo en voz baja, los ojos fijos en el cielo anaranjado.

—El león lucha ferozmente en la trampa, buscando cuchillos afilados con los cuales liberarse. Sus ataduras se debilitan. Pronto pegará un salto y abandonará su encierro. ¡Y pobres de aquellos que no estén de su lado!

—Su cólera no nos asusta —acotó Sen-nefer—. Por lo menos yo quiero hablar sin reparos. Los sueños del faraón se han visto frustrados con la muerte de la princesa Neferura. Durante muchos años ella ha gobernado Egipto con mano firme y ojo alerta, pero ahora se enfrenta a un sucesor tumultuoso y vociferante. Tutmés reclama su derecho al trono desde el día de la muerte de su padre. ¿Tiene razón en hacerlo?

—Según las leyes, si —respondió Djehuty—. Esto lo sabemos todos. Pero hemos servido a Hatshepsut durante mucho tiempo. Hemos combatido a su lado y hemos puesto nuestras tropas a su servicio, y ella nos ha tratado con infinita bondad y largueza. No cabe duda de que ha sido un gran faraón. La paz que ha propiciado le ha brindado a Egipto una seguridad preciosa y, si la abandonamos, esa paz desaparecerá.

—Ya está desapareciendo de todos modos —dijo bruscamente Sen-nefer—. Tutmés se propone ocupar el trono muy pronto, con o sin su permiso. En este último caso, es evidente que habrá derramamiento de sangre. Si, a pesar de todo, seguimos apoyándola, no haremos sino prolongar la lucha, pues son muchos los soldados que tenemos bajo nuestro mando, lo mismo que Tutmés. Pero si acudimos a Tutmés y le ofrecemos nuestra cooperación, ella quedará debilitada y la contienda será más corta. Su derrota será prácticamente indolora.

—¡Será indolora para Tutmés! —le retrucó Yamu-nefru—. Para ella, cualquier sublevación será una decidida traición. Y es natural que así sea, pues es evidente que ella es, realmente, el Dios. No creo que presente lucha. Ha dedicado toda su vida a proteger a sus súbditos. Si sospecha que Tutmés piensa luchar y estirar de Egipto hasta destrozarlo, estoy seguro de que optará por rendirse antes que derramar sangre egipcia.

—Muy cierto —asintió Djehuty—. Y, en ese caso, Tutmés será faraón en poco tiempo más. Yo estoy de su parte. Es un hombre capaz, fuerte y será un espléndido Halcón-en-el-Nido. Hatshepsut está perdiendo terreno. A medida que se bate en retirada, su poder se debilita y con ello todo Egipto sufre. Antes que tener que contemplar el espectáculo de un gobierno caótico, prefiero ponerme yo mismo y mis tropas a disposición de Tutmés.

Todos bebieron un momento en silencio, meditando las palabras de Djehuty.

—Yo te acompañaré —dijo Sen-nefer, con desaliento—, pero detesto tener que hacerlo. Es una mujer de gran coraje y recursos. Será un golpe cruel para ella vemos desertar.

—¡No será una deserción! —le recordó Yamu-nefru—. Nosotros servimos a Egipto, y muy pronto Tutmés será Egipto. Es muy fácil conversar de todas estas cosas lejos de su presencia, pero ¿seremos capaces de plantamos frente a ella en la sala de audiencias y repetirle nuestras palabras?

—¿Es preciso hacerlo? ¿No podemos hablar con Tutmés y luego desaparecer durante un tiempo de la corte?

Era obvio que Sen-nefer se sentía acongojado.

—No somos cobardes —dijo Yamu-nefru con desdén—. Si decidimos plegarnos a Tutmés, ella debe enterarse por nuestros propios labios; de lo contrario no seré de la partida.

El sol ya se había puesto y sobre sus cabezas el cielo iba trocando sus llamaradas rojas por un celeste muy pálido, en el que destacaban una luna redonda y despejada y el diminuto punto plateado del lucero de la tarde.

Djehuty giró la cabeza lentamente, escudriñando la vastedad del horizonte. Luego miró a Yamu-nefru cara a cara.

—Todos amamos a la Hija del Dios —afirmó—, pero es hora de que tengamos un nuevo Horus, un Horus varón, y una nueva administración. No tiene por qué ser mañana. De hecho, todavía es demasiado pronto, pues Senmut y Nehesi le traerán una nueva gloria de Punt y Tutmés deberá esperar a que su pueblo lo aclame nuevamente. Opino que debemos esperar, pero habiendo decidido cuál será nuestra posición.

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