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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

La dama del Nilo (55 page)

BOOK: La dama del Nilo
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—Has sido muy descuidado, y también Hapuseneb fue muy poco prudente. Conozco tus pensamientos, Senmut, tanto como los de Hapuseneb, Nehesi y el resto. Tampoco ignoro la avasallante impaciencia de Tutmés, su decisión de dominarme y derrocarme. ¡Pero no toleraré ningún asesinato! Es la última vez que te lo digo. Si llego a descubrir que estás implicado en un complot de esta naturaleza, te haré disciplinar como si fueras un delincuente común. Tutmés es de mi propia sangre. No permitiré que nadie le haga daño.

—Entonces, al menos alejadlo de aquí.

—¿Para qué urda sus intrigas a mis espaldas? ¡No! ¿Por qué me trajiste a esa criatura? ¿No podrías haberte ocupado tú mismo de él?

—Majestad, ¿puedo sentarme?

Ella asintió, sorprendida, y se desplomó en una silla.

—Lo traje porque hoy, finalmente, un sacerdote
we'eb
asustado y cobarde que no se animó a cumplir con su deber debe enfrentar el juicio de Amón.

—No te comprendo.

Senmut sonrió con expresión cansada.

—Hace muchos años yo también era un sacerdote hambriento que acudía por las noches a las cocinas del Dios para robar comida. Y, como este pequeño, fui testigo de un diálogo que no estaba destinado a mis oídos. —Hatshepsut permaneció inmóvil y su cuerpo se tensó; a pesar de advertirlo, Senmut no se detuvo—. Vuestra hermana, Su Alteza Osiris-Neferu-khebit, no murió a causa de ninguna enfermedad: Menena la hizo envenenar.

Senmut se sintió de pronto libre de un enorme peso, y en el silencio profundo que siguió, roto sólo por la respiración entrecortada de Hatshepsut, se puso de pie y se acercó a ella.

Hatshepsut palideció y de las sombrías profundidades de su mente fue surgiendo un recuerdo muy lejano, vago y confuso: apenas el fragmento de un sueño. Neferu encarnada en el cuerpecillo del pobre corzuelo prisionero y Nebanum de pie, con la llave en sus manos. Pero ¿se trataba en realidad de Nebanum?

—Yo quería ir a hablar con vuestro padre y relatarle todo como este sacerdote ha hecho hoy, pero tuve miedo porque pensé que el faraón deseaba que el plan se llevara a cabo. Mientras yo me debatía y me torturaba, los conspiradores le administraron el veneno y Neferu murió.

Los hombros de Hatshepsut se abatieron y, tras lanzar un suspiro, instintivamente buscó su amuleto con las manos.

—Por fin, por fin. He visto tu odio hacia Menena y siempre quise conocer los motivos de tu miedo. Durante todos estos años yo misma he reflexionado sobre la muerte de mi hermana y me he llenado de temor, a pesar de no poder entender el origen de esos sentimientos. Pero ahora todo resulta claro. ¿Así que crees que mi padre deseaba la muerte de su hija?

El recuerdo saltó a la superficie y estalló. No era Nebanum. Desde luego que no. Los ojos rojizos y asesinos del Poderoso Toro la horadaron dolorosamente.

—Sigo sin saberlo a ciencia cierta, Majestad, pero así lo creo.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué motivo podría querer hacerle eso? ¡Lo único que ella deseaba era que la dejaran en paz!

—Porque ya por aquel entonces veía la doble corona sobre vuestra cabeza y, si ella permanecía con vida, ¿quién la llevaría en este momento? Tutmés, vuestro marido, se habría casado con Neferu y, con el tiempo, habría muerto a su vez, y hoy su hijo no os llamaría precisamente faraón.

Hatshepsut se llevó una mano al pecho y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Es así. Lo sé. Lo intuía. Cuando todavía era una criatura, el hecho de presentir vagamente este horror me provocaba pesadillas. Pero, incluso ahora, es algo difícil de sobrellevar. —Hatshepsut luchó para controlar la expresión de su rostro—. Vete, Senmut. Me alegra comprobar la confianza que me tienes, pero también estoy furiosa. Lo único que quiero en este momento es ir al templo y pronunciar mis plegarias con ese muchachito tan afortunado. En fin de cuentas, podría haberle cortado la garganta y arrojarlo luego al río, como él mismo dijo.

Hatshepsut le dedicó a Senmut una escueta sonrisa.

Él le besó la mano y partió a reunirse con los funcionarios que lo aguardaban en la sala de audiencias.

Antes de que el invierno llegara a su fin, Hatshepsut dispuso que se concertara el compromiso entre Tutmés y la resplandeciente Neferura e inmediatamente envió al príncipe y a sus tropas al norte para realizar maniobras. Pero se había asegurado de que quedara bien claro que se trataba sólo de un compromiso y no de un matrimonio.

De pie frente a ella en el salón del trono, con los brazos cruzados sobre el pecho, Tutmés esbozó una sonrisa despectiva.

—Habéis empeñado vuestra palabra, Majestad —le dijo—. Podéis enviarme de un extremo al otro del país, en toda suerte de misiones o expediciones, pero tarde o temprano deberéis conducir a Neferura al templo y dármela en matrimonio, pues ya no soy un niño.

—¡No soy ciega! —le retrucó Hatshepsut—. Oh, Tutmés, ¿por qué te pones tan quisquilloso cada vez que tenemos que tratar algún asunto? ¿Acaso no te he prometido que un día este trono será tuyo?

—Sí, pero no creo que tengáis intenciones de dármelo. Cuando era chico me inspirabais un sacrosanto temor. Pero ahora prácticamente soy un hombre, y continuáis cerrándome las puertas de la sala de audiencias; mi propio recinto, el lugar donde me corresponde sentarme en mi calidad de faraón. Estoy convencido de que os proponéis colocar a Neferura en el trono.

—Eres un necio si de veras crees lo que acabas de decir y, a pesar de lío, propagas tus dudas a gritos por todo el palacio. ¿Qué me impide librarme de ti? Entonces Neferura podría llevar la doble corona y casarse con algún general para darle heredero a Egipto.

—No lo hacéis porque sabéis tan bien como yo que Neferura es una mujercita dulce, suave y bondadosa y, por consiguiente, carece de las condiciones necesarias para convertirse en faraón.

—¿Y Meryet, entonces?

A Hatshepsut no le divertía el tema que estaban abordando. Tuvo que reconocer que las palabras de Tutmés encerraban una gran verdad: Neferura no poseía esa ambición devoradora y ardiente que a ella la consumía a esa edad. Por mucho que Hatshepsut la amara y deseara la corona para ella casi con desesperación, Neferura jamás tendría suficientes agallas para controlar a Tutmés ni a ningún otro despiadado joven noble que codiciara el reino.

—¡Meryet! —Tutmés lanzó una carcajada burlona—. Está llena de desprecio y de rencor y ya comienza a echarles el ojo a vuestros consejeros, como lo ramera que es. Pero ¿cómo faraón? Es tan poco profunda como el río en verano. Y vuestro Egipto no le interesa en absoluto. —El muchacho se encogió de hombros y se aproximó a Hatshepsut—. Aceptaré el compromiso, siempre y cuando esté seguido de matrimonio. No tengo inconveniente en servir como soldado, pues disfruto ejercitándome con el arco, la lanza y el cuchillo; y, como habéis afirmado con tanta frecuencia, soy joven todavía. ¡Pero no lo posterguéis demasiado!

—¡Olvidas con quién estás hablando! ¡Yo soy Egipto, y si te doy una orden debes obedecerla! No abuses de mi paciencia, Tutmés. Eres un muchacho necio y arrogante, pero te perdono porque tus días de instrucción todavía no han terminado. Si tu madre no te hubiese llenado la cabeza de tonterías mientras estabas a su cargo, podríamos haber trabajado bien juntos. Pero, antes de que aprendieras a hablar, ya te inculcó un odio intenso hacia mí, y te resulta imposible ver más allá de sus rencorosas palabras. Tutmés ascendió las gradas del trono y se quedó de pie, mirándola con fijeza.

—Me habéis despojado de la corona y, con ello, violado la ley. Mi madre no tiene nada que ver con eso. Y con respecto a trabajar juntos, ¿por qué no lo hacemos? ¿Acaso no soy ya capitán de asistentes, y no seguiré escalando posiciones en el ejército que comandáis? ¿No me afano y sudo en el campo de entrenamiento por Vos, como todos vuestros súbditos lo hacen obedeciendo vuestras órdenes?

Cuando Tutmés hubo partido, Hatshepsut permaneció un rato sentada a solas, con la barbilla apoyada en una mano y la mirada perdida en la distancia.

—¡Ah, Tutmés —exclamó en ese recinto insólitamente silencioso—, qué no daría por qué fueses mi hijo!

24

Esa noche, por primera vez, sintió el peso de los años. Mientras aguardaba a Senmut en la penumbra de su alcoba, se acercó el espejo al rostro y comenzó a examinárselo cuidadosamente en busca de una arruga, el asomo de algún pliegue, consolándose con la idea de que a los treinta años no podía pretender tener la misma cara que a los quince. Pero la mujer que la contempló desde la superficie azogada tenía la mirada límpida y clara de su juventud y la piel más tersa e impecable que nunca. Entonces bajó la mirada y contempló su cuerpo desnudo: las piernas largas que terminaban en pies diminutos, el abdomen musculoso y flexible, los pechos gallardamente turgentes.

Es en mi mente donde descubro indicios de vejez, se dijo, colocando el espejo sobre la mesita y encaminándose al lecho. Tengo la cabeza llena de infinitas decisiones y políticas. Mis pensamientos están tan acalambrados y encorvados como los de una vieja achacosa.

Lo oyó acercase a la puerta y detenerse. El guardia lo dejó pasar y Hatshepsut lo miró también con nuevos ojos: alto, con un cuerpo tenso y musculoso por los ejercicios diarios con el arco y el carro, el rostro altanero y omnisciente, los ojos oscuros rodeados de kohol, los labios sensuales curvándose en una sonrisa cuando se inclinó para saludarla. Era todo un hombre; lo había sido durante mucho tiempo y ella lo había amado durante mucho tiempo. Entonces, ¿por qué esa súbita alarma ante la posibilidad de descubrirse alguna amiga alrededor de los ojos, algún pliegue encima del cinturón enjoyado?

Senmut intuyó enseguida su estado de ánimo y no habló sino que se acercó a la cabecera de la cama y comenzó a acariciarle la frente acalorada para despojaría de las preocupaciones del día.

Ella alzó los brazos y lo atrajo hacia sí, buscando sus labios con avidez; pero esa noche la satisfacción de su pasión no logró borrarle de la mente el rostro burlón de Tutmés en la sala del Trono. Se durmió insatisfecha, rodeada por los brazos de Senmut pero sintiéndose agotada en cuerpo y alma.

En la primavera, cuando Tutmés regresó del norte convertido en Capitán de Sección, Hatshepsut volvió a alejarlo del palacio, enviándolo en esta ocasión a inspeccionar las guarniciones del desierto. Sabía que con ello hacía sufrir a Neferura, quien se despidió de su prometido con lágrimas en los ojos; pero también ella percibía con alarma el sonido imperceptible pero casi audible del desmoronamiento de su poder, los cambios insignificantes que se operaban en la atmósfera, en la mesa y en las miradas de los hombres. Implacablemente ordenó al comandante de Tutmés que mantuviera ocupado al príncipe durante seis meses. Le habría gustado poder viajar a alguna parte, no importaba a cuál, pero alejarse de Tebas. El palacio se le había convertido en una presencia opresiva, un edificio vacío lleno de víboras sonrientes que la saludaban con reverencias. Acudió cada vez más seguido al templo, donde Amón la aguardaba en la oscuridad para compartir con ella los secretos de su mente inmortal. También iba a su propio templo, día tras día, donde se arrodillaba frente a las estatuas de si misma, su padre y el Dios, como si así pudiera arrebatarles más poder, más tiempo. Oh, sí; más tiempo. En las profundas cavidades de las capillas y sobre los techos de las terrazas, sus sacerdotes entonaban cánticos ensalzando su belleza y su omnipotencia, y su música se derramó sobre ella como una lluvia de oro. Permaneció de pie en la segunda rampa y contempló, hacia abajo, la avenida que conducía al río; pensó entonces en Mentuhotep-Ra, cuyo templo había sido parcialmente arrasado para dar lugar al suyo. Mentuhotep fue, como ella, un enamorado del misterio y la consagración de ese valle y no había vacilado en mandar buscar al paraíso mismo, a la morada de los dioses, cosas que embellecieran a su propia persona y a Egipto.

Prácticamente corrió hasta su litera, segura de pronto de haber descubierto por fin que Amón todavía no se mostraba del todo satisfecho con lo que ella le había ofrecido. Se encaminó derecho a la biblioteca del palacio, donde todos los rollos de papiro, nuevos y viejos, valiosos e inservibles, se encontraban prolijamente apilados en inmensos armarios de madera que tapizaban las paredes del recinto. El bibliotecario abandonó su cómodo asiento y se postró ante ella, azorado.

—¡Punt! —farfulló Hatshepsut, mientras Nofret y sus criadas llegaban en tropel a la habitación detrás de ella.

—¿Cómo decís, Majestad?

—¡Punt! ¡Punt! Búscame los mapas y escritos de Osiris-Mentuhotep-Ra, aquel que fue a Ta-Neter, la sagrada tierra de los dioses, y llévamelos a la sala de audiencias. ¡Apresúrate! Duwa-eneneh, llama a Senmut y a Nehesi.

—Nehesi se encuentra adiestrando a los Valientes del Rey, Majestad.

—Entonces, envíamelo cuando haya terminado.

Salió como una exhalación y avanzó a la carrera por los corredores, mientras las integrantes de su séquito se esforzaban por no quedar rezagadas. Ordenó que despejaran el escritorio de la sala de audiencias. Necesitaba a Ineni, así que envió a Amunhotpe a buscarlo a Karnak, donde el anciano arquitecto estaba supervisando su última obra: grandes pórticos formados por pilares de piedra arenisca, flanquea dos por estatuas de Hatshepsut.

Ineni y el bibliotecario llegaron juntos; el primero, con las manos y el faldellín cubiertos de polvo de piedra. Minutos más tarde apareció Senmut y los cuatro se sentaron alrededor de la mesa. Parecía un consejo de guerra.

Hatshepsut apoyó las manos en el escritorio.

—¡Muy bien! —dijo—. Bibliotecario, ¿qué tienes para mí?

—Muy poco, Majestad —reconoció—. Vuestro ilustre antepasado sólo dejó un relato de su viaje y una lista de las maravillas que trajo para el Dios.

—¿Algún mapa?

—Algo que podría llamarse así. Por aquella época no hacían falta mapas, pues Egipto y Ta-Neter comerciaban entre sí con frecuencia.

—Por lo menos, eso afirma la leyenda —le recordó Ineni—. Durante muchos, muchos hentis, el nombre de Punt no ha sido más que el reino de la leyenda de un cuento infantil.

—Pero antes de que los hicsos nos invadieran, ¿acaso nuestros barcos no hacían un servicio regular con las costas de Ta-Neter? —terció Senmut—. Los antiguos monumentos abundan en pinturas que ilustran esos viajes.

—Es verdad —asintió Hatshepsut—. Bibliotecario, ¿cuál era el producto más importante que podía obtenerse en Punt?

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