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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

La dama del Nilo (51 page)

BOOK: La dama del Nilo
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—Una muy buena idea, Majestad —dijo Benya con aire de aprobación.

—Y ya que te has presentado hoy ante mí con tanta seguridad en ti mismo —siguió diciendo Hatshepsut con expresión traviesa—, te encargaré otro trabajo más. Ya no deseo ser sepultada en la tumba que Hapuseneb construyó para mí. Perfora un túnel desde mi capilla en el templo, Benya, detrás de mi estatua, hacia las entrañas de la roca. Así mi cuerpo estará cerca de los fieles que acudan a rendirme culto. Haré construir una efigie de mi padre para colocarla en la capilla junto a la de Amón y la mía. De esa manera la gente podrá elevar sus plegarias simultáneamente a los tres, pues sin duda no hay dios más poderoso que Amón, faraón más insigne que Tutmés, y Encamación del Dios más hermosa y capaz que yo misma.

Y fue así que Benya se encontró deslomándose y sudando una vez más en ese valle que parecía decidido a absorberle los mejores años de su vida. Talló las nuevas tumbas en la piedra y muy pronto las tres estatuas estuvieron lado a lado, derramando su bienhechora influencia mucho más allá del santuario en que estaban alojadas y elevándose por encuna de todos los que acudían a reverenciarlas.

Los hijos reales crecían con el irrefrenable ímpetu de las hierbas sanas. Tutmés se convirtió en sacerdote y seguía cumpliendo sus funciones cotidianas en el templo, pero cuantos lo miraban dudaban que permaneciera allí mucho más tiempo. Era tan macizo y fuerte como un joven sicómoro y se pasaba las tardes en las barracas o contemplando las maniobras y ejercicios de los soldados, abriendo y apretando los puños por la frustración que lo embargaba.

Su madre, sabiamente, aguardaba a que le llegara su oportunidad. A medida que fue madurando, Aset dejó de bregar abiertamente en favor de su hijo; pero sus arteros comentarios en voz baja, sus solapadas indirectas, sus insinuaciones de que el joven Tutmés sería un faraón tan competente como su abuelo fueron infiltrándose poco a poco en los oídos de quienes rodeaban al joven príncipe. Aunque los destinatarios de sus palabras se encogieran de hombros, esa simiente produjo un fruto que, lenta y calladamente, comenzó a crecer, Hatshepsut desechó con una carcajada los rumores referentes a las insidiosas intrigas de Aset. Se sentía tan afianzada como faraón que se creyó por fin inmune, sosteniendo con mano firme las riendas del gobierno y del templo y cabalgando sin dificultad a fuerza de rodillas, látigo y la persuasión de su voz. Pero en cambio, Senmut, cuya misión como Mayordomo del faraón lo llevaba a revisar cuanto rincón en penumbras descubriera, se sentía intranquilo, y Nehesi, como de costumbre, fue más directo.

—Majestad —le dijo cierto día mientras caminaban juntos desde la sala de audiencias hacia el lago, para almorzar allí sobre el césped—, es hora de que le echéis otra mirada al joven Tutmés.

—¿Otra mirada? —repitió ella con aire burlón—. ¿Por qué otra? Lo veo en todas partes: en el templo, comiendo a dos carrillos durante la cena, y observándome cuando salgo con mi carro. ¿Qué más se supone que debo ver en él?

—Que está creciendo —le contestó sucintamente—. Se cansa de las interminables letanías que entonan sus compañeros y de la penumbra del santuario. Se le ve inquieto, mirando con anhelo a los soldados que marchan al sol.

—¡Bah! Sólo tiene doce años. Has estado inactivo demasiado tiempo, Nehesi. ¿Quieres que declare la guerra para que puedas volver a combatir?

—Sé muy bien lo que veo —insistió él con obstinación—. ¿Puedo ofreceros mi opinión, Majestad?

Hatshepsut se detuvo de pronto en medio del sendero y lo miró con exasperación.

—Si estás empeñado en dármela… y ya que veo que sí.

—Ya en el palacio surge una nueva generación de jóvenes: Tutmés y sus amigos Yamu-nedjeh, Menkheperrasonb, Minmose, May, Nakht y los demás. Su sangre es nueva y ardiente y casi no tienen nada que hacer fuera de trajinar un poco en la escuela y corretear por los terrenos reales. Poned a Tutmés en el ejército, Noble faraón, y quizá también a buena parte de sus compañeros. Haced que comience desde abajo, como simple asistente y exigidle mucho. No permitáis que permanezca ocioso.

Hatshepsut estudió su rostro negro, sorprendida al encontrarlo expresivo. Muchas veces pensó que sus facciones se prestaban más que las de cualquier otro a ser esculpidas debido a la suprema indiferencia que ostentaban, pero en ese momento vio una súplica en sus ojos.

—¿Eso es lo que harías tú?

Nehesi apartó la mirada.

—No —fue su respuesta.

—Entonces, ¿por qué me das un consejo que ni tú mismo seguirías? ¿Qué harías tú con mi pequeño y brioso sobrino-hijo?

—No me lo preguntéis, Majestad —dijo con violencia.

—¡Pero es que debo saberlo! Dímelo, Nehesi. ¿Acaso no eres mi escolta personal y el custodio de mi Puerta?

—No olvidéis, entonces, que Vos me lo preguntasteis —dijo con desesperación—. Si yo fuera Vos, me aseguraría de que el príncipe no pudiera ser nunca más una espina clavada en mi costado, y expulsaría a su madre de Egipto.

El rostro de Hatshepsut fue adquiriendo una expresión de vigilante concentración y sus ojos lo escrutaron con una mirada tan afilada como la punta de una lanza.

—¿Eso harías? —dijo suavemente—. ¿Y acaso no crees, general, que esa posibilidad se me ha cruzado por la mente infinidad de veces al verlo crecer tan alto e impetuoso como su abuelo y ya fuerte, aunque no tenga más que doce años? Pero, dime, ¿qué opinaría el Dios de una acción como la que me sugieres?

—Diría que su Hija encarna en sí toda la ley y toda la verdad, porque ella es el Dios.

Hatshepsut sacudió la cabeza.

—No, de ninguna manera. Diría, más bien: «¿Dónde está mi hijo Tutmés, sangre de mi sangre? Pues no le veo jugar ni trabajar». Y me castigaría.

—Majestad —dijo Nehesi, plantándose y mirando de frente sus ojos negros—, estáis en un error.

—Nehesi —le respondió ella con mirada desafiante—, yo nunca, nunca me equivoco.

Siguieron caminando en silencio pero antes de que hubiese transcurrido una semana, tanto Tutmés como Naktht, Menkheperrasonb y Yamu-nedjeh entraron a pertenecer a la División de Seth en calidad de asistentes. Tutmés abrazó el entrenamiento militar con entusiasmo, como si hubiera nacido para ser soldado.

Neferura también crecía. A los doce años parecía un reflejo esbelto, pálido y delicado de esa madre suya ardiente y vital; era una buena estudiante pero muy dada a las cavilaciones y se la veía merodear por el palacio sigilosamente, los brazos llenos de gatos, cachorros o flores. Su mechón infantil había desaparecido pero de alguna manera seguía siendo una niña, cuya mezcla de inocencia y de arrogancia casi helada hacían que resultara difícil acercarse a ella. Reservaba las corrientes profundas y ocultas de afecto que fluían dentro de su ser para volcarías en su madre soberana y en ese noble moreno que era su tutor. Pero cada vez con mayor frecuencia se la veía acercarse al campo de entrenamiento militar y quedarse parada debajo del parasol en medio del calor y las nubes de polvo, observando cómo el joven Tutmés disparaba el arco y arrojaba la lanza, escuchándolo reír al hablarles a gritos a sus amigos, y contemplando cómo sus músculos jóvenes y firmes se le tensaban bajo la piel bronceada.

Neferura no tenía otro trato con su hermana que el estrictamente imprescindible. A los seis años, Meryet-Hatshepset era una criatura regañona, exigente, ordinaria y propensa a las pataletas. En una oportunidad había irrumpido en los aposentos de su madre, con la cara roja de celos y de rabia, acusándola de mostrar preferencia por Neferura. Hatshepsut no negó la veracidad del cargo que la niña le hizo pero ordenó que fuera castigada con severidad, y la pequeña se fue a la cama esa noche con el trasero dolorido y la cabeza llena de sombríos y enconados juramentos de venganza.

22

Hatshepsut alcanzó el pináculo de una gloriosa madurez y pareció permanecer allí, radiante en salud, vigor y belleza. Era como si su naturaleza divina la hubiera convertido realmente en un ser inmortal cuyo influjo atraía a todos los hombres y estaba imbuido de los poderes y misterios del mismísimo Dios Amón. Con frecuencia sus servidores intuían su presencia antes de avistar a sus portaestandartes: en la atmósfera se operaba un cambio sutil, como si un hálito de omnipotencia precediera sus pasos; aunque tal vez no fuera otra cosa que su perfume, la pesada fragancia de la mirra, transportada por la brisa. Era mirada cada vez más con una mezcla de admiración y temor supersticiosos, y el número de peregrinos que acudían a su santuario fue aumentando en el correr de los meses.

Pero, en su interior, Hatshepsut estaba llena de desasosiego. Acostada en su lecho durante las bochornosas noches de verano, no hacía sino pensar en Senmut, y su presencia cotidiana le recordaba permanentemente que había un hombre capaz de satisfacer plenamente las necesidades de su cuerpo real con sólo decir una palabra. Durante años se había negado a hacerlo, primero por la posición que ocupaba en calidad de Consorte de Tutmés y, más tarde, por el hecho de ser faraón, un ser único destinado a padecer la soledad. Pero comenzó a cansarse de su viudez, y sus noches de insomnio y sus sueños febriles le indicaron que había llegado el momento de entregarse, de una vez por todas, al hombre al que amaba por encima de todos los demás.

Cierta tarde calurosa, cuando los chorros purpúreos de la Barca de Ra lo arrastraron hacia el horizonte, Hatshepsut hizo que sus criadas la untaran con aceites perfumados y la vistieran con tules transparentes, y mandó llamar a Senmut. Esa noche decidió quitarse el tocado. Después de la coronación había vuelto a dejarse crecer el cabello, aunque no tan largo como antes, pues debía tener la cabeza cubierta en todo momento como correspondía a un faraón. El pelo le acarició las mejillas y le enmarcó la cara, de por si asombrosamente femenina con sus hermosos ojos bordeados de kohol y su boca roja. Se colocó en la cabeza una sencilla cinta de plata, cuyos flecos le tocaban los hombros desnudos. Ordenó que pusieran fruta y vino sobre la mesa, y también sus mejores lámparas de alabastro. Despidió a Nofret y a sus esclavas para que Senmut la encontrara sola, como el día en que se conocieron, y aguardó.

El guardia lo anunció y ella asintió para que lo dejaran pasar. Mientras las puertas de plata se cerraban lentamente a sus espaldas, Senmut la saludó con una reverencia y avanzó hacia ella; entonces en sus ojos resplandeció un relámpago de sorpresa que pronto se desvaneció. Usaba un sencillo faldellín blanco. Tenía la cabeza descubierta y los pies descalzos, pues estaba a punto de bañarse en el río con Takha'et. El aceite y la transpiración brillaron en su pecho cuando volvió a inclinarse. Ninguno de los pensamientos caóticos que lo asaltaron se reflejó en su rostro, pero Senmut no tardó en evaluar la nueva imagen que se presentaba ante sus ojos: las vestiduras tenues y flotantes, la maravillosa y brillante cabellera, la mirada levemente lánguida y provocativa de esos ojos espléndidos. Infinidad de veces había deseado ardientemente tocarla: al pasar junto a ella en la sala de audiencias, al aspirar su fragancia y su tibieza en las celebraciones, al contemplar la tensión de sus músculos antes de arrojar la lanza corta. Una y otra vez había reprimido esos pensamientos blasfemos siguiendo los consejos de Hapuseneb y con el correr de los años su rostro se había vuelto hermético y algo duro; su mirada, penetrante; su porte, altivo y poco acogedor para quienes no conocían bien al gran Erpa-ha.

Hatshepsut lo vio levantar las cejas cuando ella le sonrió y le tendió una mano.

—Hace mucho que no comemos y bebemos juntos en privado, ni hablamos de otra cosa que no sean los asuntos de gobierno —contestó ella mientras él le besaba la palma de la mano—. Ven y siéntate, Senmut. Dime, ¿cómo está Ta-kha'et?

Senmut se dejó conducir a la mesa baja y se sentó en uno de los almohadones. Mientras Hatshepsut se instalaba a su lado, él recorrió la habitación con la mirada en busca de la esclava que habría de servirles la comida.

—Ta-kha'et está muy bien —respondió—. Cuando Vuestra Majestad no necesita de mis servicios, llevamos una vida muy tranquila, y tengo la impresión de que eso la aburre un poco. Le encanta disfrutar de toda clase de entretenimientos.

Hatshepsut comenzó a servirlo ella misma: le llenó la copa de vino, le ofreció higos bañados en miel y melones impregnados de vino.

—¿De veras? Entonces deberías conseguirle músicos y otras diversiones.

—Lo he hecho, pero Ta-kha'et es de lo más estrafalaria. ¡Afirma que ningún músico la entretiene tanto como yo!

Se intercambiaron una sonrisa, y la extraña formalidad de ese encuentro comenzó a desvanecerse.

—¡Y tiene mucha razón! —exclamó Hatshepsut levantando su copa de vino y espiándolo por encima del borde—. Ya te he dicho que deberías casarte con ella y hacerla princesa. Eso es lo que desea.

—No me cabe duda —dijo él.

—Entonces, ¿por qué no te decides? Yo me encargaré de darle una buena dote, pues sé lo pobres que sois vosotros, los príncipes.

—Me parece —comentó Senmut con tono jovial— que ya hemos mantenido antes una conversación similar. ¿Acaso la memoria del rey es tan exigua que no lo recuerda?

—Es posible —dijo ella con sencillez—, pues han pasado muchos años desde aquella ocasión, Gran Príncipe, y los sentimientos de los hombres cambian.

—Los de algunos, quizá —respondió Senmut—, pero no los míos.

—¿Te molestaría mucho decirme una vez más por qué Ta-kha'et sigue siendo sólo tu esclava?

Senmut depositó la copa de oro sobre la mesa y permaneció un momento con la vista baja, y la habitación se llenó de un silencio expectante. Finalmente miró a Hatshepsut a los ojos.

—No, no me molestaría en absoluto. Pero, Majestad, ahora sois rey. Me parece que es a Vos y no a mí a quien le corresponde hablar sobre el asunto, pues si bien ya no temo hacer el ridículo, si me asusta la idea de que mis palabras caigan en oídos que esos mismos años a que habéis hecho referencia han vuelto sordos.

—Ah, Senmut —replicó ella dulcemente—, ¿por qué usamos las palabras como escudo, como si quisiéramos protegernos de algún peligro? ¿No sabes, acaso, que en toda mi vida ha habido sólo un hombre al que he entregado mi amor y a quien seguiré amando hasta la muerte?

Impulsivamente tomo sus manos, sepultó la cara entre ellas y comenzó a besarías. Senmut se acurrucó junto a ella.

—Ahora me toca a mí escuchar —dijo—. ¡Dilo, Hatshepsut, dio!

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