—¡Y está muerto! —le replicó Hatshepsut sin demora—. ¡Incluso cuando él vivía, yo era Egipto, y sigo siendo Egipto! El pequeño Tutmés sería como plata maleable en vuestras manos y, entre los dos, explotaríais y chuparíais a mi país hasta dejarlo seco. ¿Suponíais que, frente al primer gesto que hicieran, el clero y el ejército os apoyarían? ¿Habéis estado ciegos durante los últimos siete años? Ésta ha sido vuestra última oportunidad. Mi paciencia está a punto de agotarse. No deseo enterarme de la existencia de ningún otro complot pues, si así fuera, no vacilaré en acusaros de traición y haceros ejecutar a ambos. Vosotros dos sois un peligro para el país que fingís amar. Ahora iros.
Aset estuvo a punto de contestarle: la fulminaba con la mirada y ya sus labios se movían, pero en ese momento Nehesi dio un paso adelante y ambos se apresuraron a saludarla y a abandonar la habitación.
—Sois demasiado indulgente, Majestad —dijo Senmut—. Las serpientes merecen ser pisoteadas.
—Es posible —dijo ella con voz cansada—. Pero no quiero privar a mi sobrino hijo de su madre tan poco tiempo después de la muerte de su padre. No creo que Menena pueda hacer mucho sin el respaldo de Tutmés. Nehesi, asegúrate de que los miembros del Ejército de Su Majestad los tengan bien vigilados en todo momento. Senmut, quiero el nombre de todos los sacerdotes que sirven en el templo, desde el acólito más insignificante hasta el mismo Menena, y las influencias que posee cada uno de ellos. Aún no he decidido qué haré, pero me resisto a darle la corona a Tutmés todavía.
Tardó dos años en decidirse. Durante ese lapso no hizo otra cosa que poner a prueba en forma permanente su dominio y su influencia sobre Egipto: tirar suavemente de las riendas en un lugar, fustigar con fuerza en otro, ajustar un poco más los arneses más allá. Y de pronto llegó el mes de Mechir, cuando entre las palmeras y las acacias la tierra se cubre de una alfombra frondosa y ondulante de sembradíos verdes, y los pichones de las aves se esfuerzan a toda costa por levantar vuelo de los nidos a lo largo de las márgenes del río. Nuevos y viejos canales zigzaguean por entre los cimbreantes terrenos, colmados de aguas serenas que reflejan el cielo suave de finales de primavera. Los hipopótamos del Nilo y sus crías yacen muy orondos entre el barro, bostezando cada tanto de puro deleite.
El templo del valle estaba terminado. El hermoso y etéreo santuario presentaba un aspecto resplandeciente y parecía vibrar en su tórrido cuenco de piedra, aguardando que los pies de la reina hollaran sus suelos de oro y de plata.
Los sacerdotes habían elegido el día vigésimo noveno del mes por considerarlo una fecha auspiciosa para la consagración del templo. Esa mañana Hatshepsut se encontraba de pie en el balcón, mirando hacia los jardines mientras elevaba sus plegarias matinales. A sus espaldas, en la alcoba, las criadas sacaban a relucir el corto faldellín cuyos pliegues estaban recubiertos de oro para que cuando caminara lanzara destellos de luz, la peluca ceremonial con trenzas azules y doradas, y el cinturón de cordel de oro anudado, tachonado con diminutas cruces egipcias de cornalina.
Se sentía embargada por un sentimiento de predestinación; la sensación de que una vez más su vida tomaría un nuevo rumbo. Tuvo la sensación de que el poder se derramaba sobre ella, la colmaba y se fusionaba con la sangre que le corría por las venas. Se supo inmortal, de pie allí en lo alto, desnuda, contemplando el mundo a sus pies, bendecida por ese sol que se esparcía sin cesar sobre su tez color miel. Las copas de los árboles parecían inclinarse incesantemente en su homenaje mientras el viento se llevaba sus oraciones. Cuando terminó con sus plegarias recorrió con la mirada la tierra, el río y, del otro lado, la Necrópolis que bailoteaba entre las vaharadas de calor. Entonces Hatshepsut se volvió y entró en las frescas sombras donde las mujeres aguardaban para vestirla.
Permaneció de pie muy quieta mientras le colocaban el faldellín alrededor de la cintura y luego el cinturón y el pesado collar enjoyado que prácticamente le cubría el pecho. Extendió los brazos para que le calzaran las pulseras y bandas, mientras su mente vagaba evocando los años de espera durante los cuales, día tras día, se iban cortando las piedras y los pilares, que luego se pulían y erigían, y recordando las veces que, acompañada por Senmut y Tutmés, había ido a ver cómo progresaban las obras y tomaban forma las terrazas. Pensó con orgullo en todas las maravillas que había contemplado con su padre. «Ésta ha sido mi manera de contestaros, dioses de las Planicies. Os doy mi monumento, una obra mucho más grandiosa que cualquier otra que hayan visto mis ojos. Me siento satisfecha».
Entonces tomó asiento y extendió las palmas hacia arriba para que pudieran pintárselas con alheña roja. Mientras se le secaban, levantó las piernas para que también le pintaran las plantas y las uñas de los pies. Le colocaron las sandalias doradas, cuyos jaspes absorbían ya con voracidad la luz de la habitación y la devolvían tan roja como la sangre. Le maquillaron la cara y se la cubrieron con polvo de oro, que se le pegó a los labios, y con kohol negro y espeso que le ribeteó los ojos. Mientras le colocaban la peluca y la pequeña corona de cobra, observó la resplandeciente imagen que el espejo le devolvía: se vio convertida en una diosa, el símbolo dorado y radiante de un país igualmente dorado y radiante.
Senmut y los otros la aguardaban en el muelle. Otras cien embarcaciones empavesadas esperaban también para transportar el cortejo y los sacerdotes al otro lado del río. Senmut llevaba el atuendo de los príncipes: casco de cuero blanco repujado en oro, pulseras e insignias de su cargo que contrastaban con su piel morena, y un enorme pectoral de oro formado por eslabones unidos y escarabajos de turquesa que le cubría también los hombros, el cuello y la espalda. Sobre su pecho ostentaba el emblema de los príncipes Erpa-ha, los Señores Hereditarios de Egipto. Delante de él aguardaba su portador de insignias, con un bastón blanco con puntera de oro en la mano.
Uno a uno los barcos fueron empujados con pértigas hasta el otro lado del Nilo, convertido ahora en un río transparente y de aguas rápidas que no alcanzaría su nivel más bajo hasta pleno verano. En la orilla opuesta la multitud comenzó a organizarse en una suerte de procesión, cuyos integrantes parloteaban y reían bajo los inmensos baldaquines y banderas que flanqueaban el camino. Hatshepsut se adelantó. Había decidido realizar el trayecto a pie, así que todos dejaron atrás sus literas y la siguieron. Cuando vio que Senmut estaba por situarse junto a Hapuseneb, Menkh y sus otros brillantes ministros, lo llamó. Senmut se acercó deprisa a la cabecera de la columna, con una mirada sorprendida en sus ojos enmarcados en kohol.
—¿Dónde está Neferura?
—Con las mujeres, Majestad, rodeada por los integrantes del Ejército de Su Majestad, y Nehesi la escolta. La más pequeña es transportada en una litera; me pareció lo más prudente.
—Muy bien —asintió ella. Meryet-Hatshepset sólo tenía tres años y ese trayecto, por lento que fuera, terminaría por cansaría. Hatshepsut se hizo a un lado, sonriendo—. Éste es tu día tanto como el mío, noble Senmut, así que he decidido compartir mi gloria contigo. Puedes caminar a mi lado. —Sorprendido y emocionado, se colocó junto a ella, quien en ese momento indicaba por señas que hicieran sonar las trompetas—. Si de algo no cabe duda —siguió diciendo Hatshepsut cuando la procesión inició la marcha—, es que tu mano está en el templo como lo está la mía. Lo he pensado mucho, Senmut, y quiero que inscribas tu nombre dentro del santuario del Dios para que todos los hombres sepan cuánto te valoro y en qué alta estima te tengo.
Él se volvió hacia ella y le hizo una reverencia. Siguieron andando, pero la mente de Senmut era un hervidero de pensamientos. Era tan poco frecuente el honor que acababa de dispensarle que sólo pudo pensar en un único caso similar, que podía observarse en la planicie de Saqqara, donde el rey Zoser le había permitido al Dios Imhotep firmar sus obras con su propio nombre. Era un don tan preciado que traspasaba los umbrales de este mundo, pues los dioses verían su nombre en un lugar donde sólo están tallados los nombres reales. Lo juzgarían como si fuera un rey. Enseguida supo dónde quería grabar su nombre y la historia de su vida y de sus títulos: detrás de la puerta del santo de los santos donde se encontraba la estatua divina, donde sólo pudieran verlo los dioses y las personas de linaje real, que eran las únicas a quienes les estaba permitido entrar en el santuario y cerrar la puerta, privilegio del que ni siquiera los sacerdotes gozaban.
—Me conferís un gran honor, Majestad —dijo con el corazón alegre.
Hatshepsut sonrió y giró su cabeza dorada para mirarlo a los ojos.
—¡Todavía no he terminado contigo, príncipe orgulloso y altanero!
Así llegaron al primer y único pilón y siguieron avanzando, entre chanzas y pulías. De pronto ella se detuvo para abarcar con la mirada esa obra maestra con ojos reverentes y voraces, y toda la procesión se frenó a tumbos detrás de ella. Cien pasos más allá nacía la primera terraza, debajo de la cual, prolijas hileras de pilares a cada lado permitían que la luz fluyera hacia la vastedad del primer atrio. A otros cincuenta pasos se erguía la segunda rampa que llevaba al techo de otro atrio rodeado de pilares. Hacía que la vista se dirigiera naturalmente hacia los pilares del fondo correspondientes a las capillas y continuara hasta las cumbres de los acantilados, como si el templo, el valle y los peñascos fueran una sola cosa, un conjunto armonioso y fusionado de piedra en estado natural y sometida a la mano del hombre.
Todavía no había jardines. La avenida planeada por Hatshepsut, que desembocaría en la orilla misma del río estaba, por el momento, sólo en su cabeza; pero la roca y la piedra del templo, en su austera simplicidad, no necesitaban ningún aditamento para que sus líneas a la vez fuertes y delicadas tuvieran mayor belleza. Hatshepsut suspiró con profunda satisfacción. Había hecho construir una imagen de oro de Amón para colocarla junto a su propia efigie en el santuario central, e hizo señas para que quienes portaban la estatua divina la precedieran; y los sacerdotes se aproximaron con su pesada carga, acompañados por el joven Tutmés, a quien habían designado para caminar junto a Amón llevando el incienso. La comitiva reinició la marcha y lentamente llegaron a la primera rampa, donde se detuvieron a orar; luego a la segunda, donde el procedimiento se repitió. Hatshepsut llegó entonces a la penumbra de su santuario embargada por una gran emoción, recordando cuánto ella y su hermano habían planeado disfrutar ese día juntos, y preguntándose qué pensaría él en ese momento al contemplar a través de los ojos mágicos de su ataúd la más hermosa construcción conocida por Egipto.
La efigie de Amón fue depositada en el trono elevado que la aguardaba, junto a la gigantesca estatua en oro y plata de Hatshepsut, cuyos ojos parecían escrutar hasta los rincones más apartados del templo. El joven Tutmés colocó el incensario en su correspondiente soporte de cobre, mientras otro acólito hizo lo mismo en el extremo opuesto de la capilla. Entonces, todos los que habían sido admitidos en el santo de los santos se postraron en el suelo de plata, rindiendo homenaje a los dos dioses que dominaban sus vidas. Menena avanzó a grandes trancos por entre esos cuerpos yacentes para ocupar su lugar junto a Amón y así dieron comienzo los ritos de la dedicación del templo. Los sacerdotes se arracimaron al sol sobre el techo de la primera terraza, escuchando los cánticos y el resonar de los sistros mientras colocaban incienso en sus propios turíbulos. Debajo de ellos, ocupando silenciosamente la primera rampa, los miembros del cortejo estiraban el cuello para contemplar la columna de humo que se elevaba en espirales hasta la cumbre de los acantilados.
Cuando la ceremonia concluyó, y Hatshepsut terminó de recorrer reverentemente cada centímetro de su sueño hecho realidad, se puso de rodillas nuevamente frente a Amón y recitó las oraciones finales con la sensación de que todavía algo faltaba a los acontecimientos de la jornada. El sol había cambiado de posición y en ese momento sus dedos largos y sedosos tanteaban el suelo del santuario y exploraban los pilares interiores hasta llegar a las dos estatuas. Los que se encontraban detrás de Hatshepsut la vieron como jamás la habían visto antes: la cabeza dorada, la tez cubierta de polvo de oro, los brazos enjoyados extendidos; todo parecía refulgir de manera especial, como con un halo de fuego. Se hizo un silencio profundo. Tutmés se inclinó frente a Amón y volvió a colocar incienso en el turíbulo. Menena y los nobles comenzaron a moverse nerviosamente, pensando en el banquete que les esperaba, con las gargantas secas después de entonar tantos cánticos. Pero Hatshepsut no se movió: permaneció en actitud de adoración y de espera, convencida de que algo estaba a punto de suceder. Cuando se postraba por última vez, de los labios del ídolo brotó una voz pura y sonora, y todos los presentes quedaron paralizados.
—Levántate y vete, Amado Rey de Egipto —dijo.
En ese azorado silencio, la cabeza de Hatshepsut pegó una sacudida. Los recuerdos, ambiciones, frustraciones y sueños vividos en toda su existencia se agolparon en su mente y estallaron en un potente grito de triunfo. Se incorporó y comenzó a dar vueltas, con los brazos en alto.
—¡El Dios ha hablado! —gritó, con todos los músculos del cuerpo tensos por la victoria. Más abajo, en los patios y atrios exteriores, al oír la conmoción, los presentes se miraron unos a otros como preguntándose cuál sería el motivo de ese alboroto—. ¡Me proclamo faraón!
De repente los nobles prorrumpieron en aplausos y muy pronto una oleada de batir de palmas se propagó por el santuario y se transformó en un río sonoro. Todos estaban de pie, aclamándola. Hatshepsut se abrió paso entre ellos, flanqueada por Nehesi y Senmut, los brazos todavía extendidos y el rostro radiante. Salieron al exterior y la ovación se convirtió en un rugido al ser repetida por cada uno de los presentes. El templo se transformó en una desbordante y agitada masa de cuerpos ataviados de blanco.
—¡Me proclamo faraón! —volvió a gritar Hatshepsut.
Las vibrantes palabras reverberaron una y otra vez multiplicadas en cientos de ecos al ser repetidas por la multitud.
—¡Faraón! ¡Faraón! ¡Faraón! —atronaban todos.
Neferura observó entonces con ojos azorados cómo levantaban en vilo a su madre, la sentaban en las andas que habían servido para transportar la estatua del Dios y la elevaban por encima de todos. Entonces Hatshepsut se arrancó la pequeña corona de cobra de la cabeza, la sostuvo en alto y luego se agachó y se la arrojó a Neferura. Durante todo el trayecto estuvo sentada muy erguida, el rostro inundado por una sonrisa, mientras la llevaban a la barca real y luego de regreso al palacio, para que iniciara allí una nueva vida.