La dama del Nilo (46 page)

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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

BOOK: La dama del Nilo
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La niña fue llamada Meryet-Hatshepset, y esta vez Hatshepsut aceptó el nombre sin inconvenientes: era un nombre bueno, seguro, que no le provocaba reminiscencias ni le hacía pensar en premoniciones, y la criatura fue llevada al templo y ofrecida al Dios. Senmut no abrigaba temores por ella. Era muy sana y parecía crecer con gran rapidez, pero él no le tenía el mismo afecto que a Neferura y se alegró mucho de que en esa ocasión no lo hubiesen nombrado Gran Tutor. Le alivió comprobar que Hatshepsut se recuperaba con rapidez del parto y, pocas semanas después, se encontraba nuevamente en su despacho. Una vez más el palacio se convirtió en un inmenso panal en el cual reinaba una actividad incesante, al cual entraba el néctar del oro y desde donde se enviaban exploradores, operarios y mensajeros para recorrer Egipto a lo ancho y a lo largo por los asuntos de la reina.

Hatshepsut se tragó su decepción. Pero, al igual que Senmut, descubrió que le resulta imposible encariñarse con su segunda hija. Se preguntó si se debería al hecho de haber deseado tan desesperadamente que fuese varón o porque rehusó tomarla en sus brazos en cuanto nació. Cualquiera que fuese el motivo, lo cierto era que esa diminuta cara rojiza de rasgos finos la dejaba indiferente, y lamentaba mucho que así fuera. A medida que Meryet-Hatshepset se fue acercando a su primer año de vida, Hatshepsut, consternada, comenzó a descubrirle cierto parecido con Aset, no tanto en lo físico como en sus inclinaciones. La pequeña era una llorona, cuyas lágrimas por lo general no eran sino un medio para obtener lo que deseaba. Día tras día no cesaba de poner a prueba la paciencia de sus nodrizas. El cuarto de los niños se volvió un lugar muy ruidoso, tanto que Senmut solicitó permiso para trasladar a Neferura al pequeño departamento que le estaba destinado. Hatshepsut dio su consentimiento y la niña fue alojada en un cuarto contiguo al de las criadas de su madre, especialmente redecorado para ella. Así que fue inevitable que la reina y la futura consorte establecieran una relación más estrecha, mientras que la pequeña malhumorada, que gritaba sin cesar, quedaba relegada al cuidado de la servidumbre.

No era intención de Hatshepsut el descuidar a Meryet: iba con frecuencia a jugar con ella al cuarto de los niños, pero era una mujer muy ocupada, exigida al máximo por innumerables responsabilidades. Le resulta más sencillo hacer que Neferura la acompañara a todas partes, y así aprovechaba para conversar con ella camino al templo, a la oficina o al comedor. La más pequeña, en cambio, quedaba sumida en una rabia impotente al ver que su madre y su hermana partían juntas y a ella la abandonaban en manos de un grupo de nodrizas. Así fue como Meryet-Hatshepset comenzó a padecer desde muy pequeña el punzante dolor de los celos.

IV
19

A principios del mes de Tot, cuando ya el río había comenzado a aumentar su caudal y los campesinos trabajaban día y noche con desesperación para recoger la cosecha antes de que las furiosas aguas invernales inundaran los campos, Tutmés se resfrió. Varios días antes había rehusado comer alegando un fuerte dolor de cabeza. Cuando comenzaron a llorarle los ojos y le subió la temperatura, inmediatamente se quedó en el lecho. Su médico le recetó zumo caliente de limón con miel, mezclado con casia, y Tutmés bebió la medicina con resignación y se rodeó de amuletos y hechizos. Al cabo de tres días la fiebre no había cedido, a pesar de haber conseguido librarse de los síntomas del resfriado. Alarmado, el médico fue a hablar con Hatshepsut y la encontró con Ineni, revisando los gastos del templo del último mes, mientras Neferura jugaba con sus muñecas en un rincón.

—¿Cómo sigue Tutmés hoy? —preguntó inmediatamente Hatshepsut, sin apartar los ojos del rollo que tenía delante, concentrada todavía en las cifras de Ineni.

El médico permaneció un momento en silencio, sin saber bien cómo contestarle, aferrando con una mano el escarabajo de oro que pendía sobre su pecho hundido.

—El poderoso Horus no se encuentra nada bien —dijo por fin, y su tono hizo que Hatshepsut se volviera rápidamente y le dedicara toda su atención.

—El resfriado ha desaparecido, pero la fiebre no cede y Su Majestad se debilita.

—¡Entonces manda llamar de inmediato a los magos! La fiebre se cura con hechizos y conjuros. ¿Qué has hecho por él?

—Le traté la tos y la nariz congestionada, Majestad, y ambos problemas desaparecieron. Pero ya no me quedan recursos para ayudarlo. El faraón dama por vuestra presencia, pero no creo que debáis acercaros a él.

—¿Por qué no?

—Su aliento está lleno de vahos perniciosos. Perdonadme el atrevimiento, pero no me parece prudente que acudáis a su lado.

—¡Disparates! ¿Desde cuándo me han arredrado los olores desagradables? Ineni: por hoy hemos terminado con todo esto. Puedes devolverle los rollos al escriba.

—¿Está muy enfermo mi padre? —preguntó Neferura, quien había dejado sus muñecas.

Y fue acercándose sigilosamente a los demás, y ahora tenía sus ojos negros fijos en el rostro del médico del faraón. El hombre miró a Hatshepsut con expresión impotente.

La reina se puso de rodillas y besó la mejilla pálida de su hija.

—Bueno, está enfermo, pero no creo que debas preocuparte por él —le dijo con dulzura—. ¿Acaso el faraón no es inmortal?

La criatura asintió solemnemente.

—¿Vas a verlo ahora? ¿Puedo ir contigo?

—No, debes guardar tus muñecas y buscar a Senmut. Si lo deseas, puedes ir con él a ver los animales mientras yo esté ocupada. ¿No te gustaría eso?

Neferura volvió a asentir, pero no corrió para recoger sus juguetes. Hatshepsut la dejó allí, mirándola fijamente, mientras Ineni reunía todos los rollos dispersos sobre la mesa.

En la alcoba de Tutmés la atmósfera era sofocante y hedionda. El faraón se encontraba acostado de espaldas, lanzando tenues quejidos. Cuando Hatshepsut se agachó para besarlo, sintió su piel tan seca y ardiente que instintivamente retrocedió, alarmada.

—Hatshepsut —susurró él, girando la cabeza para mirarla—. Diles a estos estúpidos que me traigan agua. No quieren dejarme beber.

Ella miró al médico, sorprendida, lista para vomitarle toda clase de improperios. Pero el anciano se mantuvo firme.

—Su Majestad sólo puede beber pequeñísimos sorbos —afirmó—, pero insiste en tragarse medio heket de agua. Le he dicho que beber semejante cantidad de golpe le provocaría un intenso dolor.

—¡Puedes decirle a Seth todo eso que estás mascullando! —protestó Tutmés moviéndose con agitación bajo la delgada sábana de lino; su aliento fétido le llegó a Hatshepsut y se le quedó pegado a las ventanas de la nariz.

—¡Al menos podríais haberlo bañado! —exclamó ella con irritación—. Traedme agua caliente y paños, y yo lo lavaré. ¡Y también levantad los cortinajes de las ventanas! ¿Cómo puede dormir con este calor? —Los esclavos acurrucados en un rincón corrieron a cumplir sus órdenes y ella se sentó en una banqueta—. ¡Traed aquí ese abanico! —ladró.

Tutmés entornó los ojos al sentir que sobre su cuerpo comenzaba a correr aire.

—Estoy ardiendo —susurró y comenzó a tiritar, aferrando las mantas con ambas manos mientras los dientes le castañeteaban.

Ella lo miró con auténtico miedo y le alisó la almohada.

—No te preocupes, Tutmés —le dijo—. He mandado llamar a los magos, quienes muy pronto te sacarán la fiebre del cuerpo.

Él se movió y se quejó, pero no respondió.

Un esclavo se aproximó portando una palangana con agua caliente. Hatshepsut le indicó que la colocara a su lado y se quitó los anillos. Luego añadió un poco de vino al agua, empapó en ella el paño y comenzó a lavarle la cara. Tutmés esbozó una sonrisa tenue y buscó sus manos. Con mucha suavidad, Hatshepsut lo destapó y le lavó todo el cuerpo, que se encontraba cubierto por un brillo malsano que no era exactamente sudor. Parecía un poco hinchado y, mientras proseguía con su tarea, Hatshepsut comenzó a pensar que de nada serviría ningún tipo de encantamiento.

Cuando concluyó, se lavó las manos en agua limpia y se volvió a colocar los anillos con aire pensativo. En ese momento fueron anunciados los magos y ella, agachándose, le dijo a su esposo al oído:

—Tutmés, han llegado los magos. Debo irme, pues me esperan en otro lado, pero regresaré en cuanto pueda y te volveré a lavar. ¿Te gustaría que lo hiciera?

Él aspiró su fragancia y se sintió envuelto como en una nube etérea y placentera. Habría deseado volverse y abrir los ojos, pero sus fuerzas no se lo permitieron, así que se limitó a asentir una vez.

—Comenzad enseguida —les ordenó ella a esos hombres silenciosos y embozados mientras se ponía de pie—. ¡Y no os detengáis hasta que el faraón abandone el lecho para irse de caza!

Antes de que hubiese traspuesto la puerta, ya los cánticos habían comenzado.

Le envió un mensaje a Aset, diciéndole que tenía permiso para ir a visitar a Tutmés pero que de ninguna manera debía acompañarla su hijo. Ordenó al escolta que le llevó el mensaje que permaneciera allí hasta asegurarse de que sus órdenes se cumplían al pie de la letra.

Cuando regresó a los aposentos de Tutmés, el médico la recibió en la puerta, rodeado por los miembros del séquito del faraón.

—Majestad, no debéis entrar —le dijo con expresión asustada—. El faraón duerme, pero no es un sueño saludable y tiene el cuerpo lleno de pústulas.

—¿Dónde está la segunda esposa Aset? —preguntó.

—Estuvo aquí, pero también le di órdenes de que se retirara a sus aposentos —dijo el médico.

A pesar de la oposición vehemente del médico, Hatshepsut se abrió paso a la habitación.

—¡Basta! —les dijo a los magos, y la monótona letanía cesó. Entonces se acercó a Tutmés.

Dormía de costado, con la boca abierta. Respiraba con dificultad, y su agobio llenaba la habitación. Las mantas se le habían deslizado hasta la cintura, y eso le permitió ver los bultos blanquecinos que le cubrían el torso, y el color amarillento y brillante de la piel entre uno y otro.

—¿Es la peste? —le preguntó en un susurro al médico que la había seguido.

—Una de ellas —fue su respuesta lacónica mientras elevaba los brazos al cielo en gesto de azoramiento y resignación.

Ambos quedaron en silencio, contemplando al rey que dormía, cada uno concentrado en sus propios pensamientos.

—No te alejes de su lado —le ordenó— y mándame avisar de inmediato si se produce alguna novedad.

Hatshepsut se dirigió entonces al templo con sus criadas y su escolta. Entró sola hacia el santuario del Dios, pero lo encontró cerrado con llave. Se postró frente a la puerta, con las manos extendidas sobre la cabeza para tocarla, y cerró los ojos. «Oh Padre mío —oró, vacía de todo otro deseo que no fuera encontrarse en los áureos brazos del Dios—. ¿Acaso Tutmés va a morir? Porque si muriera…». Le pareció oír el eco burlón de su propio pensamiento atravesar en susurros el enjambre de pilares y el incienso vacio del atrio interior, elevándose junto con el incienso.

«Si muriera, si muriera, si muriera, si muriera…».

Cerró los ojos con más fuerza y aplastó la frente contra el suelo de oro. Pero no pudo llorar por él.

Al atardecer regresó a la alcoba de Tutmés y se sentó a su lado. Las pústulas segregaban un líquido incoloro que se adhería a las sábanas y le ocasionaba intensos sufrimientos. Pronunció su nombre sin cesar mientras se sacudía en el lecho, su pesado corpachón convertido en una masa tan fláccida y fofa como la de un animal muerto. Aunque se inclinó muchas veces sobre él, Hatshepsut vio que no estaba consciente y que sin duda sus delirios lo retrotraían a algunos momentos compartidos con ella. El hedor a podredumbre y corrupción provocaba náuseas y arcadas entre los presentes. Pero Hatshepsut permaneció impertérrita, mirándolo, su rostro perfecto convertido en una máscara impasible.

Aset se deslizó en determinado momento dentro de la habitación y, al ver a Hatshepsut, vaciló. Pero, puesto que la reina no dijo nada, se acercó al lecho, cubriéndose la nariz con las manos. Reprimiendo una exclamación, bajó los ojos para mirar esa mole agitada y refunfuñante. Ya era de noche y las lámparas estaban encendidas, pero ni siquiera su luz suave y dorada pudo ocultar la podredumbre. Aset giró rápidamente para huir de allí y se encontró con la mirada implacable de Hatshepsut.

—¿Lo amas ahora, Aset? —le preguntó en voz baja—. ¿Ya has saciado tu mirada en tu real marido? ¿Estás pensando acaso en huir a refugiarte en tu pequeño y dulce apartamento? —Llamó entonces al mayordomo de Tutmés—. ¡Tráele una silla a la segunda esposa! Colócasela al otro lado de la cama. Ahora, Aset, siéntate. ¡Siéntate, te he dicho! —La muchacha se desplomó sobre la silla pero mantuvo la mirada apartada hasta que Hatshepsut le ordenó—: ¡Míralo! Él te ha elevado y te ha cubierto con más tesoros y más amor de lo que puede recibir cualquier mujer en muchas vidas. ¡Y, sin embargo, apartas la mirada de él como si fuera un pordiosero que mendiga en las puertas del templo! Si despierta quiero que se encuentre con tu mirada de adoración, ¡mujer pérfida!

Aset, tan pálida que hasta tenía los labios blancos, la obedeció.

Pero Tutmés no despertó. Hacia la medianoche comenzó a gimotear lastimeramente, como un perro herido, las lágrimas surcándole el rostro. Hatshepsut tomó esas manos estremecidas entre las suyas y se las sostuvo con fuerza y seguridad, y él lanzó un suspiro. Pero siguió respirando con breves jadeos espasmódicos, entre un constante parpadeo. Cuando el sonido de las trompetas anunció medianoche Tutmés murió, sin haber cesado de llorar, y sus lágrimas empaparon el lecho y los dedos de Hatshepsut.

Ella se quedó sentada mirando un buen rato a ese chiquillo gordinflón a quien le encantaba mortificar, ese jovencito gruñón a quien solía menospreciar, el faraón que para ella había sido menos importante que sus propios ministros. Muerto, le inspiraba más pena de la que jamás le había tenido en vida. Pues, ¿quién había sido, a fin de cuentas, Tutmés II? ¿Qué otra cosa había hecho, excepto aquello que es prerrogativa de todos los hombres, es decir, engendrar hijos? Lloró un poco por él, casi sin hacer ruido; por ese hombre cuya genialidad y torpeza se resumían ahora en poco más que un cadáver maloliente que comenzaba a ponerse rígido y en cuyas mejillas todavía brillaban las lágrimas. Le entreabrió los dedos y liberó su mano. Parecía increíble que el faraón estuviese muerto.

Hatshepsut se puso de pie y se dirigió a los azorados presentes.

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