Antes de que esa semana llegara a su fin, ya toda la ciudad estaba enterada, primero, de que Egipto tendría un heredero y, segundo, de que Tutmés se preparaba para tomar una esposa. En el lapso de un mes, las noticias se habían esparcido desde el delta hasta las cataratas y Egipto lanzó un enorme suspiro de alivio. Tutmés era un gran faraón y su reina una poderosa soberana, y en el país todo marchaba con orden y eficiencia, pero el recuerdo de la dominación extranjera estaba todavía demasiado fresco en la memoria de sus habitantes como para que se resignaran a idea de ser gobernados por un príncipe que no llevara sangre egipcia, así que el nacimiento de un heredero real representaría la solución de ese problema.
Senmut recibió la noticia sin hacer ningún comentario. La misma Hatshepsut se lo había dicho, observándolo ansiosamente, y al cabo de un momento él hizo una profunda reverencia y le ofreció sus felicitaciones.
Pero intuyó en él una tristeza profunda que le resultó penosa, y que la llevó a alejarlo de su lado. Hatshepsut sentía a su hijo como una nueva seguridad para Egipto, otro dios que continuaría con su obra cuando ella se cansara de vivir y ascendiera a la barca celestial para sentarse junto a su Padre. Había momentos, sin embargo, en que la sola idea de que su hijo recibiría todo lo que a ella le había sido negado, le despertaba un profundo resentimiento. Así pues, sus estados de ánimo se volvieron muy inestables.
Comenzó a ir a su valle con mayor frecuencia, transportada en la litera, mientras el nubio sordo corría junto a ella meciendo su abanico escarlata. Una vez allí se quedaba un buen rato extasiada, contemplando con avidez las líneas armoniosas y las Imponentes rampas de su monumento. Faltaba poco para que la segunda terraza quedara concluida, y ya le era posible imaginar el recorrido de la rampa que ascendería hasta los santuarios ocultos. Pero Hatshepsut siguió observándolo todo de lejos.
Entre ella y Senmut parecía haber caído un velo. Hatshepsut jamás perteneció tanto a Egipto y a Tutmés como en ese momento en que su cuerpo se expandía con la criatura que llevaba en sus entrañas; así que Senmut, con mucho tacto, puso cierta distancia entre ambos, a pesar de lo mucho que le costaba hacerlo. Siguió viéndola todos los días y accediendo a sus peticiones de que le leyera algo o le relatara anécdotas en esas tardes interminables. Senmut sabía que la tranquilizaba su presencia, pero entre ambos reinaban la serenidad y el compañerismo de un par de primos, y ninguno atormentaba al otro con problemas afectivos explícitos o sobreentendidos.
Le había pedido a Senmut que se asegurara de que Aset fuera vigilada constantemente y él así lo hizo, sabiendo que la nueva Esposa Real no lo ignoraba y tampoco le molestaba. Lo temerario de ese desdén lo llenó de alarma, pero cuando intentó transmitirle su intranquilidad a Hatshepsut, ella no hizo más que romper a reír.
—No te preocupes —le dijo—; que siga haciendo gala de su engreimiento. No es más que un pavo real, y en algún momento tropezará con sus propias plumas.
Pero Senmut no estaba muy convencido de que así fuera, y tampoco lo estaba Hatshepsut, aunque le ordenara continuar con la lectura, se recostara en el respaldo de la silla y cerrara los ojos. Tal vez Aset fuera veleidosa, pero era también astuta y no tenía nada de tonta.
Aset fue la primera en dar a luz: triunfante y ruidosamente, entre gritos y sollozos.
Tutmés, luego de inclinarse hacia esa criatura empapada que berreaba a todo pulmón, aplaudió alborozado.
—¡Un varón! ¡Por Amón! ¡Y vaya si es robusto! ¡Oíd cómo grita! —exclamó mientras alzaba a su hijo en sus brazos torpes y ansiosos.
—Entrégaselo a la nodriza —dijo Aset, y Tutmés lo colocó en brazos de aquella mujer silenciosa, quien se lo llevó de la habitación.
Tutmés se sentó entonces al borde del lecho de Aset y le tomó las dos manos. Ella le sonrió y lo miró con ojos cansados.
—¿Estás contento con tu hijo, poderoso Horus?
—¡Muy contento! Te has portado muy bien, Aset. ¿Puedo ofrecerte alguna cosa? ¿Algo que te haga sentir más cómoda?
Aset, con gran habilidad, bajó la mirada y retiró las manos.
—Saber que cuento con tu permanente amor, Gran Señor. Eso es todo lo que deseo. El hecho de gozar de tu protección es el mejor regalo para mí.
Tutmés se sintió complacido y halagado. La atrajo hacia sí, y ella acurrucó la cabeza sobre su hombro como lo haría un gatito confiado e indefenso.
—Todo Egipto te bendice en este día —dijo Tutmés—. Tu hijo será un príncipe poderoso.
—¿Y tal vez llegue incluso a ser faraón?
De pronto él se sintió un poco cansado y abrumado, y el gozo que había experimentado al ver a su primogénito quedó ensombrecido por la evidente codicia de las palabras de Aset.
—Quizá —respondió—. Pero sabes tan bien como yo que eso depende en gran medida del sexo del hijo de la reina.
—Pero tú eres el faraón, en cuyas manos reside todo el poder. Si deseas que mi hijo te suceda en el trono, no tienes más que decirlo y todos te obedecerán.
—No es así de simple, y bien que lo sabes —la regañó con ternura—. No seas demasiado voraz, Aset. Más de un príncipe excelente y de un apuesto noble han muerto carcomidos por esos sentimientos.
Aset se ruborizó al oírlo, sobresaltada al descubrir en él una intuición que jamás supuso que tuviera, pues también ella tenía una pobre opinión de Tutmés. Nunca había presenciado los ataques de obstinación que Hatshepsut le provocaba a menudo, ni lo conoció en las épocas en que no era más que un príncipe que vagaba por el palacio con los ojos y la mente bien abiertos y la boca cerrada. No dijo más sobre el asunto, pero su resolución se volvió más firme y se juró a sí misma que lo que no lograra llevar a cabo en forma directa lo obtendría valiéndose de una sutil persuasión. Su hijo sería faraón. Estaba decidida a que así fuera.
Tutmés consultó a los astrólogos y los sacerdotes con respecto al nombre del pequeño y recibió la respuesta unánime de que debía llamarse también Tutmés, cosa que él anhelaba fervientemente. Lo primero que hizo fue encaminarse, tan ufano como un gallito joven emperifollado, a ver a Hatshepsut. Ella se estaba vistiendo después del descanso de mediodía, y el sueño todavía no había abandonado sus párpados. La habitación se encontraba en penumbra y la atmósfera era calurosa y pesa da. Lo recibió y, mientras hablaban, Nofret le deslizó la túnica por encima de la cabeza y comenzó a cepillarle el cabello.
—Aún no te he felicitado por el nacimiento de tu hijo —le dijo—; no sabes cuánto lo siento, Tutmés, pero estos últimos dos días he estado muy preocupada. Parece existir cierto litigio con respecto a la cantidad y la clase de tributo que ordenaste se le exigiera al desdichado Hanebu, y el monarca y mis recolectores de impuestos han estado regateando como dos viejas en el mercado. ¿Cómo está el pequeño?
Tutmés acercó una silla y se sentó a su lado, observando como hipnotizado el ir y venir del cepillo por su brillante cabello.
—Te has cortado un poco el pelo —comentó.
—Si, en efecto. Prefiero que me llegue sólo hasta los hombros, así no siento tanto calor en el cuello. Háblame del niño.
—Es muy fuerte y vigoroso y se parece mucho a nuestro padre. ¡Es un auténtico tutmésida!
—Entonces debes hacer que me lo traigan, para que pueda juzgar por mí misma cuánto hay en él de Osiris-Tutmés y cuánto del orgullo tonto de un padre presumido y embobado.
—Hatshepsut —protestó él con tono agraviado—, hasta la servidumbre lo comenta. Y también Aset está muy complacida de que así sea.
Más le valiera no haberlo dicho. Hatshepsut apartó de golpe la cabeza del peine, se paró y se alejó.
—¡Me lo imagino! ¡Bueno fuera! Es una verdadera suerte para ella que tu hijo lleve el sello de la realeza y no las huellas deshonrosas de su familia plebeya.
Tutmés, furioso, abrió la boca para replicarle, pero ella se detuvo de pronto junto a su mesita, sirvió vino y ordenó a Nofret que levantara las esteras de las ventanas en la habitación, le ofreció una copa y se sentó de nuevo frente a su mesa de cosméticos.
—¿Y qué novedades hay del nombre que le pondrán? —preguntó.
Tutmés se echó hacia adelante, su acceso de cólera casi evaporado por completo.
—Los sacerdotes dicen que debe llamarse Tutmés, y que será un nombre lleno de poder y de magia. Aset…
—¡Sí, ya lo sé! —interrumpió ella con fastidio—. Aset está muy complacida.
—No —la corrigió él—. Aset no está nada complacida. Ella hubiese querido llamarlo Sekhenenre.
Hatshepsut lanzó una carcajada y casi se ahogó con el vino que tenía en la boca. Cuando por fin pudo hablar, vio que Tutmés sonreía, a pesar de si mismo, contagiado por su ataque de hilaridad.
—¡Oh, Tutmés, imagínate! ¡Sekhenenre! ¿Acaso Aset ve a su hijo como el aniquilador de sus enemigos, un hombre poderoso en las batallas, un soldado recordado por las leyendas y las canciones? El nombre del grande y valeroso Sekhenenre, el Dios que es también mi antepasado, es sin duda un nombre lleno de fuerza y poderío pero ¿sabe la pobre Aset que ese nombre está empañado, pues el buen Sekhenenre pereció entre el dolor y la derrote a manos de los hicsos? ¡Supongo que no!
—Es posible. Pero, a pesar de todo, es un nombre bueno y sagrado.
—Tienes razón —dijo ella—, pero Tutmés es mucho más adecuado para el hijo del faraón actual.
Le habría gustado preguntarle acerca de los sueños que abrigaba para el pequeño, las esperanzas y temores que comparten todos los padres, pero estaban demasiado lejos el uno del otro como para hacerse auténticas confidencias. No necesitó preguntarle cuáles eran los planes de Aset con respecto al futuro de la criatura: los conocía bien, así como conocía la mezquina ambición y la vanidad de esa mujer. Y, sin embargo, no creo que sea una ambición despreciable, pensó, vislumbrando de pronto el futuro con inquietud. Tutmés. ¿El nombre de mi suave y benévolo hermano, o el de un rey poderoso y fuerte? Pero ¿por qué me pongo a pensar en todo esto ahora, cuando mi propio hijo todavía no ha visto la luz de Ra?
Tres semanas más tarde, a primera hora de la mañana, los nobles y portadores de títulos de Tebas recibieron la orden de presentarse en los aposentos de la reina. Fueron llegando uno por uno, todavía medio dormidos, y allí encontraron al faraón que los aguardaba hirviendo de impaciencia.
—Su Majestad ha comenzado a dar a luz —anunció—. Como príncipes de Egipto, es vuestro derecho estar presentes conmigo en la alcoba —dijo y desapareció al otro lado de la puerta entreabierta, por la que se colaba una pálida cinta de luz amarilla.
Los hombres lo siguieron, pero Senmut se quedó rezagado y habría huido hacia la oscuridad si Hapuseneb no lo hubiera aferrado bruscamente del brazo, obligándolo a volverse. Senmut se soltó y tuvo que contenerse para no golpear a su amigo, y Hapuseneb vio el relámpago de ira que atravesó sus ojos negros.
—¿Dónde vas, Mayordomo de Amón?
Senmut cerró los puños debajo de la capa y respondió, por entre sus dientes apretados:
—Salgo de aquí, visir. Me iré a casa a esperar allá las novedades. ¿Acaso piensas que puedo entrar en esa habitación?
—Creo que debes hacerlo —dijo Hapuseneb con expresión comprensiva—. En primer lugar, eres un Erpa-ha y, como príncipe hereditario de Egipto, debes estar presente y estampar tu sello junto a los de los demás para atestiguar un evento de la importancia de este nacimiento real.
—No has conseguido hacerme cambiar de opinión —saltó Senmut con irritación—. He sido campesino e hijo de campesino mucho antes de que la reina me confiriera ningún título, y tengo la tosca obstinación de un campesino.
—¿Cuándo dejarás de insultar a la Hija del Dios y a la reina inmortal al imaginarla como una débil y humilde mujer del montón? ¿Supones acaso que dará muestras de reconocerte allí dentro, o pronunciará una palabra, o dejará escapar siquiera un gemido? ¿Crees que una reina da a luz como las plañideras mujeres del harén? Vamos, Senmut, recupera la compostura. Has crecido mucho en cuanto a honores y cargos… y también en estatura. Pero aquí —dijo, dándose golpecitos en la cabeza todavía tienes muchos rincones llenos de necedad y de orgullo. ¿Osarías creerte superior a la reina, el faraón y la ley?
—¡Basta! —exclamó Senmut—. No soy un adolescente inexperto ni un estudiante torpe y estúpido. No necesito tus sermones, pues conozco mejor que tú los rincones más oscuros de mi mente. Jamás, ¿me oyes? Jamás me he creído superiora ella ni al faraón, y no tengo la menor duda con respecto a qué y quién representa la ley. No me hostigues Hapuseneb, últimamente son tantas las responsabilidades que me han cargado sobre las espaldas como bolsas de cereales, que ya no sé si llegaré al fin de la jornada caminando o arrastrándome como un ciego en un sendero peligroso. Tal vez sea un príncipe, si, como tú, ¡pero también soy una bestia de carga!
—No olvides que hablas con alguien que ha tenido que soportar el peso del poder desde mucho antes que tú abandonaras los estropajos y el jabón sobre el suelo del templo —le recordó cordialmente Hapuseneb—. Y, ¿por qué nos desgastamos de esta manera, Senmut, día tras día? ¿Porque nos gusta estar en permanente actividad? Nada de eso, mi amigo —dijo apoyando pesadamente una mano en el hombro de Senmut—: porque ambos sabemos dónde radica la salvación de Egipto, y porque ella es todo lo que afirma ser. Ven, entremos juntos. Es una ocasión única para de mostrarle nuestro apoyo.
Inesperadamente Senmut se dio por vencido y se dejó conducir por Hapuseneb a esa habitación colmada de gente y saturada de vapores de incienso. Pero mientras su compañero ocupaba un lugar junto a la cama, como era su derecho, él se quedó en el otro extremo del cuarto y se sentó en el suelo, desde donde le resultaba imposible ver nada.
Hatshepsut yacía en el lecho con los ojos cerrados y las manos apoyadas flojamente sobre la colcha de lino blanco. De no haber sido por algún temblor esporádico de sus dedos alargados o los casi imperceptibles movimientos de su cabeza, se diría que estaba dormida. El trabajo del parto había dado comienzo el mediodía anterior, y ya al ocaso se sentía agotada. El médico le había administrado una poción de adormidera, que la hizo sumirse en una suerte de penumbra de imágenes fugaces entretejidas con fogonazos de dolor lacerante. Sus sueños la transportaban muy lejos, pero tenía momentos de lucidez en los que abría los ojos y veía sobre ella la cara preocupada de Tutmés y, junto a ella, sobre la pared, las sombras de muchos hombres. Finalmente la cabeza se le despejó y oyó que la comadrona exclamaba: