La dama del Nilo (37 page)

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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

BOOK: La dama del Nilo
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—Levántate —ordenó ella lacónicamente, y él la obedeció—. Hemos acudido aquí con la mayor celeridad posible, y nos afligía la posibilidad de llegar demasiado tarde. ¿Cómo te llamas?

—Zeserkerasonb, comandante en jefe, hasta hace poco integrante de la división de Ptah.

—Condúcenos a la guarnición, Zeserkerasonb, pues se aproxima la noche. Nehesi: ocúpate de que se les reparta comida a los soldados y se armen las tiendas de campaña; verifica también que se les dé de comer a los caballos. ¿Tenéis agua aquí?

—Sí, Poderosa Señora. Aquellos riscos están llenos de manantiales, y en el interior del fuerte hemos perforado un pozo.

—Espléndido.

Nehesi saludó y partió rápidamente a organizar el campamento. Luego él, pen-Nekheb, Hapuseneb y Hatshepsut fueron conducidos al sector de comandancia.

La guarnición era un lugar desnudo y funcional, un sitio de trabajo. Entraron a una habitación espaciosa que no tenía almohadones ni cortinas, el suelo era de tierra apisonada y tanto los utensilios de comida del comandante como su catre eran de madera lustrada. Por una ventana soplaba el viento nocturno, agitando las llamas de las antorchas recién encendidas.

Zeserkerasonb le ofreció su silla a Hatshepsut y envió a su criado a buscar carne y cerveza. Luego él y los demás hombres se agruparon alrededor de la reina en ese recinto donde privaba el desorden y por todas partes se advertían huellas de lucha reciente.

—Mis hombres están en el otro lado de las murallas enterrando los cuerpos de los nubios muertos —dijo, en son de disculpa.

Era un hombre apuesto, de tez oscura y pocas palabras, buen soldado y severo comandante; un exponente típico de los hombres del Faraón apostados en el desierto. Mientras hablaba se preguntó dónde estaría el faraón, pero se cuidó bien de preguntarlo. Miró con curiosidad a su reina: era por cierto muy hermosa, más aún que el recuerdo que de ella llevaba grabado en la mente, desde que la vio el día de su coronación, cinco años antes.

—¿Y el resto de tus soldados? —preguntó Hatshepsut con severidad.

Zeserkerasonb advirtió entonces la fuerza de su mentón y la firmeza de sus hombros, a pesar de encontrarse en posición de descanso, y pensó que no era en absoluto sólo una figura decorativa acostumbrada a la vida muelle y placentera de palacio, y eso hizo que le contestara con nuevo respeto.

—Salieron tras el enemigo, pero me temo que no servirá de mucho. Sólo tenemos algunos cientos de soldados y, si bien son suficientes para patrullar la frontera y poner fin a algunas escaramuzas y pequeñas insurrecciones, no estamos equipados para hacer frente a un combate en gran escala. Les di órdenes de que se limitaran a 'hostilizar los flancos de los hombres de Kush. Nuestros exploradores nos avisaron que habían quemado la primera guarnición, así que estábamos preparados para recibir su ataque y logramos contenerlos hasta que comprendieron que no podrían vencernos. Los obligamos a retroceder, de modo que han vuelto a internarse tierra adentro, no sé bien si para batirse en retirada o para atacarnos desde otro flanco. Me inclino más bien por la segunda posibilidad. Entre los atacantes había gran cantidad de jefes y arqueros, y opino que se proponen saquear todo Egipto.

—¡Qué idea más absurda y necia! —exclamó pen-Nekheb, indignado—. Jamás podré entender por qué los nubios insisten en sublevarse una y otra vez si siempre terminamos por aplastarlos.

—Merecen ser sojuzgados —comentó Hatshepsut—, pues son demasiado estúpidos para gobernarse a sí mismos. Son afortunados por estar bajo el ala de Egipto. Nosotros nos ocupamos de su bienestar, los recibimos en Tebas, nos interesamos por sus problemas, y, ¿todo para qué? Cada vez que roban nuestro ganado, asesinan a nuestros indefensos campesinos y matan a nuestros soldados, volvemos a formularnos la misma pregunta.

El criado regresó con carne ahumada y varios jarros de cerveza ordinaria y amarga, y todos comieron y bebieron sin el menor protocolo mientras caía la noche. Cuando terminó de comer, Hatshepsut envió a Nehesi a llamar al resto de los generales y comandantes: Djehuty, Yamu-nefru, Sen-nefer y los otros, quienes se presentaron poco después. Zeserkerasonb despejó entonces el escritorio con un movimiento del brazo, hizo llevar más sillas y todos se agruparon en torno a él.

—Adelante —le dijo Hatshepsut a Hapuseneb.

—¿Cuál es su estimación aproximada de las fuerzas de los kushitas? —preguntó Hapuseneb a Zeserkerasonb.

—Imagino que ese punto tiene una importancia extrema para ustedes —dijo, con una tenue sonrisa—. Pues bien, calculo que el enemigo dispone de unos tres mil quinientos hombres, la mayor parte de los cuales pertenece a una suerte de infantería, y están armados con garrotes y hachas rudimentarias. Sin embargo, entre ellos unos ochocientos o novecientos también poseen arcos.

Estas palabras suscitaron una reacción de asombro en gran parte de los presentes y de inquietud entre los generales más jóvenes. El número de las tropas enemigas era bastante mayor de lo que habían previsto.

—¿Y en cuanto a escuadrones? —preguntó pen-Nekheb.

—No; no tienen carros. Y tampoco disciplina alguna. Los jefes conducen a sus hombres y arman un gran barullo, pero la turba corre de aquí para allá y mata sin ton ni son. No creo que sea difícil rodearlos.

—Y eliminarlos —añadió Hatshepsut con voz helada, y todos levantaron la vista y la miraron—. Quiero que cada uno de vosotros entienda muy bien esto —siguió diciendo—: las órdenes del faraón deben cumplirse al pie de la letra. Todos los hombres, sin excepción, serán pasados por las armas. No deseo que durante el resto de mi reinado sigan corriendo ríos de sangre egipcia, y es preciso que estas muertes sirvan de escarmiento para que ya nadie se atreva a desafiar el derecho y el auténtico poder de Egipto. Pasará mucho tiempo antes de que los habitantes de estas tierras sucias e inhóspitas vuelvan a levantarse contra sus señores, y yo tengo cosas más importantes que hacer con mi oro y mis soldados que dedicarlos a estas luchas incesantes. No tengo la menor intención de permitir que la disciplina del ejército se relaje: el número de los miembros de mi ejército permanente seguirá siendo el mismo, pero no toleraré más guerras. Mi abuelo hizo la guerra para recuperar las tierras de que nos habían despojado y mi padre la hizo en aras de la supervivencia, pero yo no quiero más guerras. Lo que deseo es la paz para Egipto. Grabaos bien estas palabras. He dicho.

Nehesi asintió con la cabeza.

—Vuestras palabras son sabias, Majestad. No quedará ningún varón con vida.

—Pero no morirá ninguna mujer ni ninguna criatura indefensa —añadió Hatshepsut y levantó una mano como para subrayar su advertencia—. Y tampoco permitiré que mis tropas se entreguen al saqueo y al pillaje como lo hacen los salvajes. A su debido tiempo, todos recibirán su recompensa de mis manos.

Los presentes asintieron y luego Djehuty preguntó:

—¿A qué distancia de aquí se encuentra el enemigo?

—A no más de una jornada —respondió enseguida el comandante—, y presumo que avanzan con lentitud, cansados por la lucha y acosados por mis hombres.

—Entonces reanudaremos la marcha dentro de tres horas —dijo Hapuseneb—. Que los hombres descansen. Si Amón nos acompaña, podremos presentarles batalla por la mañana.

—De acuerdo —asintió pen-Nekheb—. No creo que necesitemos trazar una estrategia muy elaborada si caemos por sorpresa sobre su retaguardia. Tal vez lo mejor sería hacer avanzar a las Tropas de Choque al frente, junto con los Valientes del Rey, apostar un escuadrón de carros en cada flanco, y la infantería en último término. Así resultará sencillo rodearlos y acabar con ellos. Majestad, ¿querríais hacemos la merced de marchar bien a retaguardia, entre los lanceros?

Era una súplica pero ella se tiró el cabello hacia atrás y sacudió la cabeza.

—Yo soy el comandante de los Valientes del Rey; donde vayan ellos también iré yo. Y no temas, Nehesi; no pienses que deberás velar por mi integridad física en lugar de dedicarte a abatir al enemigo. Como Dios que soy, no temo a nada. Así que te ordeno que te ocupes de dirigir tus tropas.

—Como comandante de los Valientes del Rey sois también mi superior y os debo obediencia —le replicó él, y Hatshepsut percibió una expresión de aprobación en sus ojos negros—. Pero como General, soy yo quien decide cuál es el lugar apropiado para los Valientes del Rey. Marcharán detrás de las tropas de asalto y, por otro lado, es su deber custodiaros en todo momento.

Ella inclinó la cabeza.

—Entonces propongo que tratemos de dormir, si podemos hacerlo, pues estamos todos muy cansados. Zeserkerasonb: te enviaré tus hombres de regreso cuando la operación haya concluido. Y te prometo que su valentía y la tuya no quedarán sin recompensa.

Se levantaron y partieron rápidamente, después de saludarla y desearle buenas noches.

En lo más profundo de esa noche helada del desierto, Menkh la despertó y todos se prepararon para iniciar la última etapa. Los soldados adoptaron una formación de combate mientras sus oficiales caminaban entre ellos dándoles instrucciones y brindándoles palabras de aliento. A cada lado se iban apostando los carros de guerra; los conductores verificaban una y otra vez los arneses y realizaban las últimas prácticas, mientras los soldados que los acompañaban afirmaban bien las piernas para mantener el equilibrio en esos tambaleantes vehículos y preparaban las armas. Con rapidez y sigilo se estaban desarmando las tiendas de campaña y apagando las fogatas. Hatshepsut franqueó los portones del fuerte con Zeserkerasonb. Todavía era noche cerrada.

—¿Conocías a Wadjmose, mi hermano? —le preguntó.

Sin darse cuenta se refirió a él como si hubiese muerto, y el hombre que estaba a su lado lo advirtió.

—Solía verlo con frecuencia —fue su respuesta—. Era un gran hombre, y un oficial valeroso y muy querido.

—Dime con franqueza, Zeserkerasonb, por todo el afecto que me profesas: ¿crees que la única razón de su derrota fue la superioridad numérica de sus atacantes?

Zeserkerasonb permaneció en silencio durante un buen rato, con la mirada perdida más allá del carro de Hatshepsut, de la figura embozada de Menkh y de la imponente multitud de soldados formados a cierta distancia. Hasta que por fin sacudió la cabeza a regañadientes.

—No —dijo en voz baja—. Wadjmose podría haber resistido con toda facilidad los ataques a su guarnición durante varias semanas, hasta que él y sus hombres murieran de inanición por falta de provisiones. Pero las noticias que llegaron a mis oídos no se referían precisamente a una derrota por hambre. Mis exploradores informaron que la guarnición fue quemada por completo y sus hombres aniquilados antes de que hubieran tenido tiempo de tomar sus armas.

—¿Alguien les abrió los portones, entonces?

—Sí, así lo creo.

—¡Desdichados de ellos! —susurró Hatshepsut, con odio en la voz—. Juro que los encontraré y, cuando lo haga, desearán no haber nacido. Los cortaré en pedacitos y arrojaré sus despojos a los chacales, y ni siquiera quedarán de ellos sus nombres para que los dioses puedan encontrarlos.

Trepó al carro detrás de Menkh y su asistente le alcanzó su lanza y su arco.

—¡Me despido de ti, Zeserkerasonb! ¡Te aseguro que los dioses no te olvidarán, fiel servidor de Egipto!

Menkh fustigó los caballos con las riendas y Hatshepsut desapareció, devorada por la oscuridad, mientras el comandante de la guarnición la saludaba con una reverencia, giraba sobre sus talones, echaba a andar hacia el interior del fuerte, y los portones se cerraban tras él. Mientras tanto, el ejército lo fue dejando atrás con rapidez, engullendo el desierto como una boca gigantesca.

No fue difícil seguirle el rastro al enemigo que, como muy bien conjeturó pen-Nekheb, había abandonado el sendero que unía a ambas guarniciones y se internaba en el desierto. Era obvio que los nubios se proponían dar un gran rodeo y cruzar la frontera bastante más al sur, y los exploradores del ejército condujeron a las tropas tras ellos con gran habilidad.

Despuntó el alba e hicieron una breve parada para sentarse un momento en la arena y comer algo. Pero antes de que la luz grisácea se volviera rosada, ya estaban nuevamente en marcha, apretando el paso, como el cazador que olfatea la proximidad de su presa. De pronto apareció una nube en el horizonte y Menkh la señaló con el látigo.

—Allá están. Estoy seguro de que aquello es el polvo que esa escoria levanta a su paso. ¡Los alcanzaremos antes de que finalice la mañana!

Hatshepsut asintió, con los labios apretados, mientras el ritmo de marcha aumentaba. El sol ya había salido y se elevaba a la izquierda de ellos como una enorme esfera anaranjada; y, con su presencia, la temperatura comenzó a aumentar. La nube de polvo crecía más y más y comenzaron a oírse órdenes de mando. Hatshepsut sintió que el pulso se le aceleraba al ver que las tropas de asalto pasaban junto a ella y se abrían en abanico. También los carros pasaron a su lado, la saludaron y luego se dividieron para acompañar a las Tropas de Choque. Los Valientes del Rey se arracimaron alrededor de ella y, a su lado, Nehesi se inclinó para decirle algo al conductor de su propio carro. A pesar de que el polvo le obstaculizaba la visión, sabía que a sus espaldas la infantería también se desplegaba. Entonces, de repente, a un grito de Hapuseneb, el ritmo se aceleró y sus caballos comenzaron a trotar.

—¡Sujétales las riendas! —le gritó a Menkh—. ¡Oblígales a mantener la cabeza erguida!

Entonces se descolgó el arco del hombro, contó las flechas y apoyó la lanza a sus pies, en el piso del carro. No quería que nada la estorbara en el momento de disparar el arco, y confió en no verse obligada a usar la lanza.

De pronto, el estado de ánimo de sus hombres se le contagió y se sintió inundada de una feroz excitación. Ya se alcanzaba a ver la retaguardia del populacho de Kush: una masa apretada y negra de hombres tambaleantes.

Nehesi levantó un brazo.

—¡Hagan sonar las trompetas! —gritó, y el aire caliente fue hendido por la estridencia de ese sonido metálico.

A bastante distancia, a izquierda y derecha, Hatshepsut vio cómo el sol se reflejaba en los carros de combate. Las tropas de asalto dirigieron hacia adelante las puntas de las lanzas e iniciaron la carga. De pronto los nubios cayeron en la cuenta de que eran perseguidos y comenzaron a dispersarse hacia todos lados, lanzando gritos. Hatshepsut vio cómo una línea tras otra de sus arqueros se abría paso entre las filas enemigas y las rodeaba. Tomó una flecha con dedos temblorosos y la colocó en el arco.

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