Por entre el murmullo de asentimiento suscitado por esas palabras, se oyó de pronto la voz de Aahmes pen-Nekheb.
—Majestad: ¿me concedéis permiso para hablar?
Hatshepsut inclinó la cabeza y le sonrió con afecto.
—Confiaba en que lo harías, viejo amigo. Mi padre jamás habría organizado una expedición semejante sin contar con tu inestimable ayuda. Habla.
—Entonces, para decirlo sin rodeos, no comprendo cómo pudo caer la guarnición. Esos destacamentos son la espina dorsal de nuestras fronteras, están fuertemente amurallados, son inexpugnables y los custodian guerreros de probada experiencia. Infinidad de veces el enemigo ha atacado diversos puntos de nuestras fronteras sin ton ni son, cometiendo pillajes, matando y robando excelente ganado egipcio, pero rara vez se ha atrevido a meterse en una guarnición. Esto me huele muy mal.
Todos lo miraron con desasosiego, pero fue Hapuseneb quien le formuló la pregunta.
—¿Qué es lo que temes? ¿Traición?
—Quizá. No sería la primera vez que hombres abrumados por muchos años de servicio en el desierto, lejos de su familia y de su hogar, pierden la razón cuando les ofrecen oro o algún otro señuelo.
—Estamos a ciegas —terció Hatshepsut—. No tenemos detalles de lo sucedido. El oficial que me trajo el mensaje sólo había peleado contra los kushitas en las arenas del desierto y no estuvo presente cuando tomaron la guarnición. ¡Ah, aquí llega el escriba de enlace!
El hombre se presentó con una montaña de papeles entre los brazos y la saludó con una reverencia.
—Siéntate aquí —le dijo Hatshepsut y él depositó su carga sobre la mesa y ocupó un banco junto a Anen—. Adelante, Hapuseneb; formúlale tus preguntas.
Lo primero que le preguntó fue el nombre del comandante de la guarnición, y el escriba carraspeó y comenzó a hurgar entre los papeles.
Menkh le susurró al oído a Senmut:
—Este viejo idiota nos obligará a permanecer aquí el resto de la mañana. No creo que sea capaz de encontrar su propia nariz.
Pero ya el hombrecillo respondía a la pregunta.
—La guarnición está al mando del noble Wadjmose. Cincuenta soldados de infantería fueron apostados en ella por el padre de Su Majestad la reina, junto con un pequeño contingente de Tropas de Choque.
Hatshepsut lanzó una exclamación y se incorporó de un salto.
Tutmés, que en el curso de la conversación había comenzado a sentirse cada vez más incómodo, también exclamó:
—¡Wadjmose! ¡Mi propio hermano! ¿Y ahora qué dices, pen-Nekheb? ¿Crees que un noble que lleva la sangre del faraón sería capaz de traicionar a sus compatriotas?
—Sigue existiendo la posibilidad, Majestad, de que se tramara una traición y el comandante no estuviera enterado de ello. No soy partidario de descartar esa teoría —respondió pen-Nekheb.
—Comparto esa opinión —terció Hatshepsut—. Continúa.
Pero era evidente que la noticia la había perturbado pues se quedó sentada con los ojos bajos y las manos fuertemente entrelazadas sobre el regazo.
—¡Por Amón! —estalló de pronto Tutmés—. ¡Lo que estamos planeando no es una incursión cualquiera! ¡Nuestro hermano debe ser vengado! Aplastaré a los kushitas con la fuerza de todos mis ejércitos. Los destruiré a todos. ¡No permitiré que quede ningún varón con vida!
—Estoy de acuerdo contigo en que es preciso darles un escarmiento —dijo Hatshepsut—. ¿Acaso no fue para hacer frente a un momento como éste, Tutmés, que rivalizaste conmigo por el trono? Me alegro de que te propongas imitar el ejemplo de nuestros antepasados y conduzcas a tus tropas al combate.
Tutmés no respondió y se quedó mirándola con estupor mientras su cólera se desvanecía con la misma rapidez con que había nacido. Ella sonrió con pesar: sabia que él jamás participaría de la lucha, y le indicó a Hapuseneb que prosiguiera con su interrogatorio.
—¿De cuántos soldados disponemos? —le preguntó al escriba—. Sólo me interesa la cifra de los que puedan emprender la marcha desde Tebas en el curso de esta misma semana.
—Cinco mil en la ciudad —respondió prestamente el hombre—. En total, unas cien mil tropas fijas, y es posible reclutar un número cuatro veces mayor.
—Una división, entonces —dijo Hapuseneb y reflexionó un momento—. Majestad, ¿tenéis una idea aproximada de la magnitud de las fuerzas que deberemos enfrentar?
—No contamos con una cifra exacta, pero estimo que no pueden exceder los tres mil. Entre ellos hay algunos arqueros.
—¿Y también carros?
—No lo creo, a menos que hayan conseguido robar los de la guarnición. ¿Cuántos había? —le preguntó al escriba.
—Un escuadrón, Majestad —fue su respuesta imperturbable.
—Pues bien: si Wadjmose es tan buen soldado como mi padre creía, tengo la certeza de que lo primero que habrá hecho cuando vio que las cosas tomaban un mal cariz es matar a los caballos para asegurarse de que los nubios no pudieran hacer uso de los carros. Ahora, Hapuseneb, preséntanos una síntesis de los datos con que contamos.
El visir se echó atrás en su silla y comenzó su exposición.
—Al parecer una horda de kushitas, probablemente formada por hombres indisciplinados y sin un cabecilla capaz, se encuentra en algún lugar del desierto, aproximadamente a poco más de cien kilómetros del río, y converge en este momento hacia nuestro segundo fuerte. Se calcula que su número asciende a alrededor de tres mil. Tienen arqueros y, tal vez, carros. Opino que nos resultará fácil derrotarlos. No creo que necesitemos más que media división de soldados y un escuadrón de carros.
Hatshepsut coincidió con él y se abocó a la tarea de impartir instrucciones precisas a cada uno de los presentes, luego de lo cual Hapuseneb volvió a tomar la palabra.
—Majestad, como Ministro de Guerra os quito de los hombros esta responsabilidad y creo poder cumplirla con eficiencia pues conozco bien vuestro pensamiento. Pero ¿quién comandará a las tropas en el campo de batalla? Es verdad que no se trata de una guerra sino de una expedición de castigo, pero igual necesitamos la presencia de un hombre avezado, que conozca bien el terreno y haya combatido antes.
Todas las miradas convergieron en Aahmes pen-Nekheb, quien levantó ambas manos y sacudió vigorosamente la cabeza.
—Majestad, soy un hombre viejo. Los acompañaré y participaré en el planeamiento de las tácticas a adoptar, pero ya no me es posible luchar.
—Lo que dices es un verdadero golpe para mí —dijo Hatshepsut con el ceño fruncido—. Contaba contigo, Noble Aahmes; pero si no te sientes en condiciones de guerrear, tal vez puedas sugerirnos a un hombre en el que pueda depositar mi confianza.
—Ese hombre existe, Divina Señora —le respondió al cabo de un momento de vacilación—, pero no estoy muy seguro de que lo aceptéis.
—No lo sabrás hasta que me digas de quién se trata.
—Entonces lo haré: se llama Nehesi.
La sola mención de ese nombre bastó para que en el recinto estallaran murmullos indignados. Djehuty gritó:
—¡No podéis confiaros a él, Majestad! ¡Es un nubio!
Tutmés hizo un gesto conciliatorio con el brazo y todos cayeron en un sorprendente silencio: habían olvidado por completo su presencia.
—¡Silencio, todos! ¡Djehuty, siéntate! ¿Acaso no confiamos en Aahmes pen-Nekheb, fiel amigo y camarada de nuestro padre? ¿Sus juicios no son sabios?
Djehuty obedeció de mala gana, farfullando y lanzándole miradas torvas a pen-Nekheb, que permaneció imperturbable.
—Es cierto que Nehesi es negro —dijo el viejo guerrero—, pero no es nubio. Nació en suelo egipcio. Su madre es una de las criadas de la madre del faraón, la hermosa Mutnefert, y su padre era un esclavo que Ineni trajo como botín. Nehesi ha sido soldado desde que era muy joven y lo considero un verdadero genio. Es un hombre callado, que no se deja dominar por los sentimientos ni por excesos de ningún tipo, y no creo que nadie iguale sus proezas con el arco, el hacha y la lanza. Además, posee una inteligencia fría y previsora.
Hatshepsut llamó a Duwa-eneneh y le ordenó:
—Búscalo y tráelo aquí inmediatamente.
Al cabo de un rato, el jefe de heraldos regresó con Nehesi y todos lo miraron con abierta curiosidad. Era un hombre de estatura elevada, más alto que cualquiera de los presentes, y más negro que las noches de khamsin. Su faldellín parecía sólo un parche blanco y diminuto en ese cuerpo colosal y musculoso que se inclinaba frente a ellos. Su casco de cuero, también blanco, servía de marco para un rostro magnifico de ángulos contundentes. Su nariz recta indicaba cierta dosis de sangre egipcia en alguna rama remota de su árbol genealógico. Sus labios gruesos eran también firmes y fríos. Permaneció allí de pie, sin prestarles atención, con la mirada fija en lo alto de la pared.
—Acércate —dijo Tutmés, y el guerrero dio dos pasos ágiles y elásticos con sus pies descalzos, todavía cubiertos por el polvo del campo de entrenamiento. De un hombro le colgaba un carcaj con tres flechas—. ¿Cuánto hace que sirves en el ejército? —le preguntó con tono cordial.
—Quince años, Majestad —respondió Nehesi sin vacilar.
—¿Cuál es tu rango?
—Comandante de las tropas de Choque. También estoy a cargo del adiestramiento de los conductores de carros y de juzgar el desempeño de los Valientes del Rey.
El tono indiferente y casual con que lo dijo despertó una ola de admiración en los hombres que rodeaban la mesa. Senmut miró a ese individuo negro con un nuevo respeto, pues los Valientes del Rey eran la élite del ejército, hombres escogidos que ocupaban la vanguardia en todos los ataques y sólo debían rendir cuentas ante el faraón mismo.
—¿En cuántas acciones bélicas has participado? —le preguntó User-amun.
—No hemos tenido guerras desde que yo era apenas un novato en las filas de la infantería —respondió encogiendo sus hombros macizos con impaciencia—, pero he intervenido en innumerables incursiones y escaramuzas de frontera. Mis Tropas de Choque jamás han sufrido una derrota.
No lo dijo con jactancia sino como una simple descripción de los hechos.
—¿Sabes algo de estrategia? —le preguntó Hatshepsut.
Nehesi sacudió la cabeza.
—Nací para la guerra —afirmó— e intuyo lo acertado o no de cada movimiento o acción, pero eso me ocurre sólo durante el combate. Me resulta imposible planificar las cosas de antemano frente a un mapa.
Aahmes pen-Nekheb, que había estado observando divertido las reacciones que su protegido suscitaba, decidió intervenir.
—Majestad, ya os he dicho que os acompañaré en calidad de consejero. Nehesi se encargará de desplegar las tropas. Me animaría a decir que la batalla está ganada si se nos confía a ambos el planeamiento de la misma.
—Entonces ya está todo arreglado, ¿no es así? —dijo Tutmés con un bostezo y miró ansiosamente a Hatshepsut.
—Así lo creo —asintió ella—. Hapuseneb: dejo en tus manos el abastecimiento, la provisión de armas y la concentración de las tropas. Encárgate de hacer instalar tiendas de campaña en los terrenos al sur de la ciudad y prepara todo para iniciar la marcha desde allí. Dales instrucciones precisas a tus oficiales, asistido por Aahmes y Nehesi. Los escribas de Enlace, Infantería y Distribución te aguardan. Nehesi: te nombro General. Como comprenderás, tal nombramiento implica que lucharás hasta la muerte si fuera preciso y que sólo responderás de tus actos ante el Rey o ante mí misma. ¿Tienes alguna duda? Te recuerdo que lucharemos contra tus compatriotas, el pueblo de Kush.
—No es la primera vez que lo hago —dijo con indiferencia—. Para mí todos los enemigos de Egipto son iguales. Yo sirvo solamente a Egipto, y seguiré haciéndolo durante todos los días de mi vida.
Hatshepsut despidió a todos los presentes con excepción de Senmut, Hapuseneb y User-amun y, mientras los tres jóvenes aguardaban, se volvió hacia Tutmés, quien ya se alejaba rumbo al jardín. Lo condujo a un lugar más apartado y le preguntó:
—Tutmés, ¿marcharás tú mismo al frente de las tropas?
—¿Por qué tengo que hacerlo? —respondió con aire desafiante pero con expresión desdichada—. Egipto está lleno de generales capaces, y los capitanes son tantos que tropiezan entre si. Además, sabes tan bien como yo que no tengo pasta de guerrero. Que Hapuseneb guíe a mis hombres.
—Hapuseneb ya tiene bastante con su propio escuadrón y con el planeamiento general de las operaciones. Tutmés, ¿de veras no conducirás a tus hombres?
—¡No, no lo haré! —respondió, indignado—. Es absurdo arriesgar sin necesidad la preciosa vida del faraón.
—¡Pero es que sí la hay! —lo apremió—. ¡Los hombres necesitan el estímulo de tu presencia; verte con tu traje de combate, guiándolos y alentándolos a la lucha!
—Hablas como mi madre —le contestó, irritado—. ¡No pienso hacerlo! Haré que me lleven en mi litera hasta Asuán, donde esperaré el regreso de las tropas. Allí me ocuparé de recibir los tributos y de decidir la suerte que correrán los cautivos. ¡Pero no lucharé!
—¡Entonces lo haré yo! ¡El pueblo de Egipto me verá y sabrá que tiene la reina que merece!
—¡Estás loca! —exclamó Tutmés, anonadado—. Jamás has visto sangre humana y nunca has corrido el menor peligro. ¿Podrás soportar el cansancio de la marcha, la garganta seca por la sed y la incomodidad que representa dormir en el suelo?
—¿Podrás hacerlo tú? —lo fustigó Hatshepsut—. Es increíble, Tutmés, ¿acaso no tienes amor propio? Yo sé arrojar una lanza y disparar una flecha. ¡Y desafío a cualquier miembro del ejército a que trate de aventajarme en el manejo de un carro de guerra! Confío en mis hombres. No me decepcionarán. No lo harán porque me aman.
—Todo el mundo te ama sin duda, a pesar de lo loca que eres. Hasta yo —gruño Tutmés.
Arrepentida, Hatshepsut le apoyó una mano sobre el brazo.
—Yo debo ir si tú no lo haces —le dijo con tono bondadoso—. No correré ningún peligro. Estaré rodeada por los brazos más fuertes y los ojos más atentos de Egipto. ¡Ven conmigo, Tutmés! ¡Ofrezcámosle a Egipto y al pueblo de Kush aunque sólo sea un pálido reflejo de lo que fueron nuestros antepasados!
Él la apartó y se alejó.
—Estás loca, completamente loca —le dijo por encima del hombro.
Hatshepsut giró sobre sus talones y, con el rostro arrebolado y el corazón desbocado avanzó majestuosamente hacia los hombres que la aguardaban.
—Yo iré a Nubia con las tropas —les anunció, y ellos la miraron con incredulidad.