Dos días después de la sepultura de Neferu, Senmut y Benya se encontraban sentados junto al pilón que marcaba la entrada al templo. La mañana estaba fresca y la dulce fragancia de tierra mojada saturaba el aire.
Benya había ido a despedirse de su amigo. Los trabajos se habían reiniciado en el templo de Medinet Habu, y él había preparado su equipaje y fue a reunirse con Senmut mientras el equipo era cargado en las barcas y los bloques de piedra eran instalados en las balsas y sujetados a ellas.
—¿Cuánto tiempo estarás lejos esta vez? —le preguntó Senmut.
Se sentía consternado ante la idea de quedar solo y tener que volver a enfrentarse con su monótona ronda de tareas serviles.
Benya se recostó con un suspiro de satisfacción.
—¡Qué mañana tan increíble! —exclamó—. Será agradable viajar hoy por el río, sin otra cosa que hacer que pasarme las horas contemplando el agua. No sé cuándo volveré a verte. Quizá cuando les toque el turno a las cuadrillas de construcción, dentro de un par de meses. Todavía es mucha la piedra que debemos cortar y tallar, y mi maestro detesta trabajar deprisa. Cuando llegue el calor y se presenten allá los campesinos para iniciar sus tareas como albañiles, entonces regresaré.
Senmut contempló con envidia el cuerpo sano y delgado de su amigo y su rostro sonriente y satisfecho.
—Me voy —dijo Benya—: abrázame. —Senmut se puso de pie y lo hizo—. Que Isis te proteja —dijo Benya con tono jovial mientras recogía sus cosas. Ambos se sonrieron y Benya se volvió para irse, pero un segundo después le murmuró a Senmut al oído—: ¡Un guardia del Ejército de Su Majestad y un heraldo! ¡Y vienen hacia aquí!
Senmut dio un paso adelante, con el corazón galopándole en el pecho y las manos húmedas. Entrelazó los puños cerrados detrás de la espalda y se quedó observando la figura alta que se aproximaba. Casi no prestó atención al heraldo. Tenía la mirada clavada en la lanza empuñada por esa mano enorme, en el haz de músculos que asomaban en su poderoso torso y en el resplandeciente y dorado Ojo de Horas que ostentaba el casco del individuo. Su rostro carecía por completo de expresión. Se acercaron a Senmut, y con un leve golpe seco, la punta de la lanza se clavó en tierra. El heraldo lo saludó con una reverencia y entonces Senmut, como atontado, volvió hacia él su mirada.
—¿Sois Senmut, sacerdote de los sacerdotes del Poderoso Amón? —preguntó el heraldo con tono cordial al advertir la palidez del muchacho.
Senmut asintió imperceptiblemente. Así que finalmente ha ocurrido, pensó. Ahora soy hombre muerto.
El heraldo lo saludó a la manera imperial, apoyando la mano derecha sobre el hombro izquierdo de Senmut.
—Os traigo una citación de parte del príncipe heredero Hatshepsut Khnum-amun. Su Alteza os ordena presentaros ante ella dentro de una hora, a orillas del Lago del Poderoso Amón. No lleguéis tarde. No le habléis a menos que ella os lo solicite, y mantened los ojos bajos. Es todo. —Sonrió, hizo otra reverencia y se alejó de allí, seguido por el soldado.
Benya lanzó un suspiro tembloroso.
—¡Por Osiris, Senmut! ¿A qué se debe todo esto? ¿En qué has andado, para que la Hija del faraón quiera verte? ¿Estás metido en algún lío?
Senmut se volvió hacia él. La excitación le recorrió las entrañas y, como una brasa encendida, saltó hasta sus ojos y los hizo centellear; en sus labios comenzó a esbozarse una sonrisa. Aferró a Benya por los hombros y se puso a sacudirlo.
—¡No, no! ¡No se trata de problemas, mi querido Benya! Si la finalidad era arrestarme, ella no me habría enviado un heraldo. ¡Tendré una audiencia con ella!
—¡Eso ya lo sé! —respondió Benya sonriendo y liberándose de las manos de su amigo—. Pero ¿cuál es el motivo? ¿O acaso es un secreto?
—En cierto modo, sí. En una ocasión le hice un favor a la princesa. Oh, bueno, no; en realidad cometí una torpeza, y ella… Mira, Benya, lo que ocurrió es que yo me equivoqué de medio a medio, y el recuerdo de ese error mío me ha acosado durante semanas. Me ha llenado de miedo y ansiedad. Y ahora…
—Ya veo que tendré que irme sin que el misterio se aclare —dijo Benya volviendo a colocarse el fardo sobre el hombro con un envión—. Pero no me dejes así, Senmut; mándame noticias sobre lo que pasa por aquí. Debo saberlo pues mi curiosidad es insaciable y tú me la has despertado. Envíame un papiro con un relato coherente, redactado por un escriba sabio y sensato, o juro que no te dirigiré la palabra cuando regrese. —Comenzó a alejarse, pero luego se volvió—. ¿Seguro que no estás en problemas?
—Sí, seguro. Creo —y, al decirlo, Senmut extendió los brazos en un gesto que era a la vez de éxtasis y de liberación—, creo que, a fin de cuentas, es posible que mis sueños se cumplan.
—Espero que así sea. Adiós, Senmut.
—Adiós, Benya.
—¡No dejes de mandarme tus noticias!
—¡Así lo haré!
Senmut saludó a Benya con la mano. Antes de que su amigo hubiese desaparecido de su vista, Senmut echó a correr hacia su celda, llamando a gritos a un esclavo. Quería que le llevaran agua y ropa limpia, y que le afeitaran la cabeza; y todo en una hora. Lo haré —exclamó exultante para sí mientras corría—, lo haré. Pero ni él mismo sabía a ciencia cierta a qué se referían esas dos palabras suyas.
Exactamente una hora después, lavado, afeitado y cubierto con un lienzo crujiente de lino almidonado, llegó a la cima de la pequeña colina cubierta de pasto, se detuvo un momento y oteó en dirección a la ribera occidental de las Aguas Sagradas. Hacia su izquierda, meciéndose suavemente, el sol del atardecer reflejándose en sus mástiles de oro y su proa de plata, estaba la barca del Dios. Pero su mirada no se detuvo en ella, pues a los pies de la colina, sobre alegres cojines colocados sobre esteras azules, lo aguardaba su destino. Dos mujeres y una niña. Sí, es ella, pensó, con un estremecimiento de placer que le resultó totalmente nuevo. Estaba de rodillas, conversando con Nozme y Tiyi, que se encontraban sentadas a su lado en el suelo. En ese preciso instante pareció intuir la presencia de Senmut, pues levantó los ojos y en seguida hizo señas a las mujeres, quienes al punto se alejaron. Luego se puso de pie y se quedó parada, esperándolo. El descenso le resultó interminable, pero de pronto se encontró postrado frente a ella, con los brazos extendidos y la cara apretada contra el pasto dulce y tibio.
Hatshepsut le tocó suavemente un hombro con el pie.
—Así que has venido, sacerdote —dijo—. Puedes levantarte.
Él se incorporó pero se dedicó a observar con gran atención sus propios pies.
Al cabo de un momento ella exclamó, irritada:
—¡Mírame! ¡Esa actitud sumisa no te queda bien, sobre todo teniendo en cuenta que no tuviste inconveniente en hacerme recorrer a rastras mis propios dominios!
Su voz no había cambiado; seguía siendo imperiosa, desafiante, con el timbre agudo propio de una criatura. Pero cuando él levantó la cabeza y su mirada se encontró con los ojos enormes y negros de ella y vio esa barbilla cuadrada debajo de su boca grande y bien formada, quedó atónito. Era la misma y, sin embargo, estaba totalmente cambiada. Seguía siendo alta y delgada y tenía los huesos pequeños propios de su edad, pero en algún momento de esos tres meses transcurridos, había perdido todo vestigio de su infancia.
Permanecieron un buen rato contemplándose mutuamente, después de lo cual Hatshepsut asintió, como si estuviera satisfecha, y le indicó uno de los almohadones.
—Ven, siéntate aquí, a mi lado. Siento no poder ofrecerte una hermosa y vieja frazada mugrienta: ¿aceptarás usar, en cambio, mi hermosa y vieja estera mugrienta? ¿Sabes?, había olvidado tu cara por completo pero ahora, al volver a verte, me pregunto cómo pudo sucederme tal cosa. No has cambiado mucho, ¿no es así? —Se agachó hacia él y le dijo, con aire de complicidad—. ¿Has sacado últimamente a otras chicas de las aguas del Lago de Amón? —Y rompió a reír, y él le sonrió—. Muy bien, sacerdote, cuéntame qué has andado haciendo desde la última vez que nos vimos.
Senmut apretó las rodillas y contempló la quietud del lago antes de responder. Ignoraba el motivo de esa audiencia, por más informal que fuera, y por consiguiente le resultaba imposible predecir sus consecuencias, pero sabía que debía escoger con cuidado cada una de sus palabras. Jamás se le cruzó por la mente la idea de sacar ningún provecho de su relación con Hatshepsut. Sólo deseaba llegar a conocerla mejor, pues sentía que el destino los había reunido y, en cierto modo, le había dado así una nueva amiga. Detrás del enorme muro de castas que lo separaba para siempre de esa niña dorada, Senmut presintió que habitaba una suerte de alma gemela, y eso le permitió hablar con soltura y sin inquietud.
—He estado cumpliendo mis tareas en el templo, como debe hacer todo buen sacerdote, princesa.
—¿Fregando suelos y haciendo mandados?
Senmut le escudriñó el rostro, pero no encontró en él ningún rastro de malicia.
—Sí, así es.
—¿Y piensas seguir haciéndolo hasta que mueras? ¿No tienes ningún otro plan en mente?
Ella se quedó observando los dedos largos y ahuesados de Senmut, entrelazados sobre el paño de lino, y sus hombros cuadrados y fuertes. Debajo de sus cejas negras y rectas, su mirada era serena, y ella se sentía cómoda junto a él sin desear mortificarlo ni provocarlo, como solía hacer con Tutmés. Lo encontró mucho mejor dotado que el tonto de Tutmés para manejar un carro de combate y una lanza.
—Tengo sueños, por supuesto, Alteza —dijo en ese momento Senmut—, como los tienen todos los hombres; sueños secretos que tienen muy poco que ver con la realidad.
—Cierto. Pero he oído decir que cuando un hombre es fuerte y su voluntad es firme, puede lograr convertir sus sueños en realidad, siempre y cuando le importen lo suficiente.
—Yo no soy todavía hombre, noble princesa.
Las palabras lo decían todo y, a la vez, no lo comprometían. Pues, a pesar de la escasa educación que había recibido, Senmut no desconocía los recursos de la diplomacia.
Hatshepsut lanzó un suspiro.
Entonces él, creyendo que la entrevista había llegado a su fin, hizo ademán de levantarse, pero ella apoyó una mano sobre su brazo desnudo y el roce lo hizo estremecerse.
—¿Sabes que ahora soy príncipe heredero? —le dijo en voz baja.
—Desde luego, Alteza —dijo, inclinando la cabeza—; todo Egipto se regocija de que así sea.
—Te debo un favor, sacerdote, y me da mucho gusto poder retribuírtelo ahora. Mi padre dice que puedo pedirle lo que desee, y lo que quiero es recompensarte —dijo, y lo miró con ansiedad—. ¿Verdad que no te negarás a ello?
—Alteza, no me debéis nada. No hice más que lo que creí era mi deber. Pero si consideráis que eso merece una recompensa, entonces no la rechazaré.
—¡Sabias palabras! —dijo ella con un leve tono burlón—. Entonces, piensa. Dime qué deseas.
Sé muy bien lo que quiero, pensó con total certidumbre, y ahora sé también que la prolongada espera y el empecinado rechazo de todo lo que no fuera eso no fueron en vano. Se puso de rodillas ante Hatshepsut.
—Alteza, lo que deseo, más que nada en el mundo, es estudiar arquitectura con el gran maestro Ineni. Ése, y sólo ése, es mi deseo.
—¿No te gustaría tener una casa lujosa?
—No.
—¿Y una extensión de tierra? ¿Un par de esposas? ¿Una enorme finca?
Senmut rompió a reír, y la suya fue una sonora carcajada de alivio que brotó de su corazón lleno de gozo.
—¡No, no y no! Sólo quiero ser arquitecto, por insignificante que sea. No sé si me convertiré o no en un buen arquitecto, pero debo averiguarlo. Alteza, ¿comprendéis lo que os digo?
Hatshepsut se irguió, con gesto altanero.
—Ahora hablas como mi querida hermana muerta, Osiris-Neferu. Ella siempre me preguntaba si entendía o no sus palabras, y debo confesar que a veces me fastidiaba tener que tomarme el trabajo de intentarlo. Pero, sí —dijo, tomándole una mano, que, involuntariamente, se cerró sobre la de ella—, creo entenderlo. Yo he apresurado la materialización de tu sueño. ¿Es eso?
Senmut se inclinó y le besó la diminuta palma de la mano.
Ella apartó la mano, se puso de pie y batió palmas para llamar a sus acompañantes.
—¿Estás seguro? —insistió.
—Sí; muy, muy seguro.
—Entonces hablaré con mi padre, quien a su vez hablará con Ineni, que es un viejo sumamente gruñón y malhumorado a quien no le hará nada feliz la idea de tener un nuevo discípulo, y entonces tú serás feliz. ¡Es una orden!
Senmut se inclinó.
—¡Vamos! —le ordenó a Nozme.
Pocos segundos después había partido, y sólo quedaba Tiyi para enrollar la estera y recoger los cojines. Senmut, solo y aturdido de alegría, cayó en la cuenta entonces de que ella ni siquiera había permanecido el tiempo suficiente para que él pudiera expresarle su gratitud.
Esa noche Tutmés hizo que su hija cenara a su lado para que pudiera relatarle lo ocurrido en la entrevista. Todo el asunto le resultaba sumamente divertido, y escuchó con gran atención. Cuando Hatshepsut le dijo qué era lo que ese
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impertinente y advenedizo deseaba, lanzó una carcajada estentórea, mitad risa y mitad indignación. Los asistentes se volvieron y lo miraron con inquietud, pero el faraón les gritó a los músicos que siguieran tocando sus instrumentos y envió deprisa a un mensajero a casa de Ineni. En el ínterin, hizo que su hija le relatara de nuevo el desarrollo de la entrevista, resoplando y riendo entre bocado y bocado de paloma asada.
Hatshepsut estaba molesta: su padre no le daba tiempo a comer, y el contenido del plato se le enfriaba antes de poder siquiera probarlo.
Por fin apareció Ineni y saludó con una reverencia. Su aspecto era tan inmaculado e impasible como de costumbre, a pesar de haber tenido que renunciar a una cena de cinco platos y a sus nuevas bailarinas para acudir a la llamada perentoria del faraón. Ineni era un individuo alto, más alto que la mayoría de los hombres, y todavía delgado, a pesar de estar frisando ya los setenta años. Su nariz aguileña se proyectaba sobre una boca recta y decidida; y su cabeza, fantásticamente formada, estaba rapada. Se negaba a usar peluca. Excepto por cierto brillo singular y comprensivo en su ojos grises, la expresión de su rostro habría sido severa e implacable. Pero sabía cuándo y cómo sonreír, y su amor por la vida lo salvaba de las mortificaciones que traía aparejado el hecho de ser un genio.