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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

La dama del Nilo (14 page)

BOOK: La dama del Nilo
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Sólo Hatshepsut recibió la noticia serenamente. Escuchó las palabras de su padre con expresión impávida, mirándolo con sus enormes ojos oscuros, y se limitó a asentir.

—¿De modo que ahora soy el príncipe heredero Hatshepsut?

—Si.

—¿Y seré faraón?

—Así es.

—¿Tienes suficiente poder para ello?

Su padre sonrió.

—La respuesta es nuevamente sí.

—¿Qué dirán los sacerdotes?

La pregunta lo sobresaltó. Bajó la mirada y observó a la pequeña, con su faldellín mugriento, la cinta de su mechón infantil desatada, una de las diminutas sandalias desabrochada y tuvo una oleada de afecto y admiración. En ocasiones le resultaba insondable: en lugar de una criatura le parecía un ser que se comunicaba directamente con el Dios, alguien rodeado por su aura. Percibió claramente en ella una voluntad, una búsqueda, un poder todavía sin forma, que aguardaban, palpitantes, la oportunidad de desarrollarse hasta llegar a su plenitud.

Le respondió como lo habría hecho con uno de sus ministros.

—Anoche hablé con Menena. No se alegró. Diría más bien que está furioso, pero le recordé que entre mis prerrogativas figura la de nombrar otro Sumo Sacerdote en su lugar.

En realidad había hecho bastante más que amenazar a Menena, pero sabía que relatarle a Hatshepsut las verdaderas causas de la muerte de su hermana equivaldría a cargar sus pequeños hombros morenos con un peso mayor del que podrían soportar. Por otra parte, se resistía a hacer referencia a un asunto tan sórdido como ése y a correr el riesgo de que se convirtiera en un escándalo de proporciones. Así que decidió evitarle ese sufrimiento a su pequeña flor, sintiendo al mismo tiempo remordimientos por el alivio que le había significado la desaparición de Neferu.

Un sacerdote del templo había acudido a verlo a hora muy temprana y le había hablado de ciertos encuentros nocturnos furtivos debajo de los árboles, mantenido por Menena y otra persona, y del soborno de los magos. Después de oír su relato, Tutmés mandó llamar a Menena y observó con una mezcla de odio y perplejidad al que otrora fuera su amigo, pues aquél no dio la menor muestra de inquietud.

El Sumo Sacerdote se había postrado ante él, hasta que le fue ordenado incorporarse. Luego se había quedado parado, aguardando con actitud cortés, la mirada fija en un punto de la pared ubicada detrás de la cabeza de Tutmés, las manos ocultas dentro de su túnica. Por última vez el faraón vio en él al hombre que alguna vez fue su padre, hermano y confidente; el hombre a quien él había investido de inmenso poder movido por el afecto y la gratitud; el hombre que había terminado por dejarse corromper por ese mismo poder. Entonces el pesar que lo embargaba se desvaneció.

—Lo sé todo —le dijo con voz calma, con ese murmullo suave que siempre había puesto en fuga a sus criados—. ¡Qué torpe de tu parte, viejo amigo! Creíste que con Neferu-khebit muerta y mi hijo casado con la pequeña Hat, los sacerdotes del templo tendrían en sus manos un enorme poder si yo llegaba a morir de forma intempestiva. —Luego caminó hasta donde se encontraba Menena y acercó tanto su cara a la suya, que el Sumo Sacerdote se vio obligado a mirarlo a los ojos—. Y, ¿qué me dices de mí, viejo cuervo? —susurró Tutmés con furia—. ¿También estabas dispuesto a tramar mi propia muerte? ¡Habla! ¡Habla si en algo valoras tu vida!

Menena había dado un paso atrás y bajado la vista.

—Poderoso Toro —dijo, esbozando una sonrisa—; como Dios que eres, todo lo ves y todo lo sabes. ¿Qué necesidad hay entonces de que hable? Si lo hiciera, ¿no estaría acaso inclinando mi cabeza frente al verdugo?

Tutmés lo fulminó con la mirada y luego exclamó:

—¡Vosotros, los sacerdotes! ¡No sois más que unos hipócritas charlatanes y maquinadores! ¡Pensar que tú, nada menos que tú, hayas llegado a esto! —Su voz creció en intensidad y las venas de su frente se hincharon—. ¡Tú eras mi amigo! ¡Mi aliado frente a todas las adversidades cuando crecimos juntos! Pero te has convertido en una serpiente, Menena, en una alimaña vil y ponzoñosa. Tú y yo ya no tenemos nada más que decimos. En nombre de nuestra vieja amistad, no te haré matar ni deshonraré tu nombre para siempre. Pero te condeno al exilio. Te doy dos meses para desaparecer de aquí. Yo, Tutmés, el Bienamado de Horus, ordeno que así sea hasta el fin de los tiempos. —Luego había hecho una pausa, se había alejado y había permanecido junto a su mesa con la mirada llena de cólera perdida en la oscuridad—. Y llévate contigo a tus pestilentes amigos —farfulló.

De pronto Menena dejó escapar unas risitas ahogadas. Tutmés lo miró atónito, con la cara congestionada por una furia repentina, pero ya Menena se incorporaba y se escabullía hacia la puerta.

—Majestad, todo lo que decís es cierto, palabra por palabra. Pero no me carguéis todo el fardo. Pues ¡mirad! ¿Acaso no os he hecho de paso un gran favor? Tal vez en mi corazón aniden la maldad, la ambición, como acabáis de afirmar, pero ¿habéis observado el vuestro? ¿En el bien de quién pensáis, cuando os estremecéis de indignación y dejáis escapar vuestros gruñidos? ¿En el de Tutmés, vuestro hijo? —y luego de reír disimuladamente había desaparecido de su vista.

Ahora, recordando ese doloroso episodio, la ira aceleró los latidos de su corazón.

—Los sacerdotes se afanan y van de un lado al otro, pero su principal deber es para con el Dios, y tú eres la Hija del Dios, ¿no es así?

Ella sonrió, él sonrió, y ambos salieron a caminar por el jardín tomados de la mano, admirando las flores. Tutmés volvió a sentirse absurdamente joven, con el corazón liviano, sin abrigar la menor preocupación con respecto a Tutmés el Joven. Le daré una esposa, o dos silo desea, y lo nombraré virrey de alguna parte. Pero no tendrá a mi pequeña Hat, pensó alegremente. Sabía bien que esos pensamientos habían asomado furtivamente por debajo de la férrea disciplina de hombre de Estado y que no eran propios de la mente de un faraón, pero por una vez había seguido los dictados de su corazón y no los de su inteligencia, y ello lo alegraba. Le enseñaría a su pequeña a gobernar, y proseguirían su camino juntos.

De pronto le preguntó:

—¿Deseas alguna cosa en especial, Hatshepsut? ¿Algún favor que esté en mis manos concederte? No he puesto una carga muy gozosa ni fácil sobre tus hombros.

Ella reflexionó un momento y luego se le iluminó la cara.

—¿Un favor? Sí, padre, pues tengo una gran deuda de gratitud con alguien y no sé cómo pagársela. En cambio a ti no te costaría nada hacerlo.

—¿Qué puedes deberle tú a otra persona?

—Hay un joven sacerdote
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que se mostró bondadoso conmigo hace algún tiempo. ¿Me permites que le pregunte si necesita algo?

—¡Claro que no! ¿Qué relación puede haber entre tú y un labriego?

—Me prometiste un favor y ya has oído lo que deseo. No es propio de un faraón el desdecirse. ¿Acaso no son todos los sacerdotes merecedores de tu atención, Poderoso Horus? ¡Y este pequeño sacerdote, este campesino, me hizo un enorme favor, un favor de tal magnitud que, si hubiese sido un noble de tu casa, inmediatamente lo habrías convertido en príncipe Erpa-ha!

—¿Ah, sí? —exclamó enarcando las cejas—. ¿En un Erpa-ha? ¡Cuánta generosidad! ¡Para merecer tal honor, lo menos que debe de haber hecho es salvarle la vida al príncipe heredero!

—¿Puedo hablar con él? —se apresuró a decir la niña para ocultar la impresión que le produjo el hecho de que su padre prácticamente hubiese adivinado la verdad—. ¿Me permites que lo haga comparecer en mis aposentos? Sí, dime que sí.

—Todo esto me resulta de lo más interesante, pequeña. Por cierto, hazlo. Que sea mañana mismo: yo estaré allí y honraré a ese… campesino con mi augusta presencia.

—¡No! —exclamó y tragó con furia al comprender que en ese momento, al igual que en aquella otra noche en que soplaba el khamsin, se encontraba en aguas peligrosas e impredecibles—. Si tú estuvieras presente, padre, se sentiría intimidado y eso le impediría hablar. Y entonces yo jamás sabría cuál es el deseo más próximo a su corazón.

Tutmés sacudió la cabeza.

—¡Haz como quieras, entonces! —replicó con brusquedad—. Pero quiero que inmediatamente después vengas y me lo cuentes todo. ¡Vaya combinación tan extraña: un príncipe y un sacerdote
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!

Su padre prosiguió la caminata y ella corrió tras él. De hecho, había olvidado todo lo referente a Senmut hasta que su padre sacó a relucir el tema de los favores, pero ahora se sentía francamente excitada y comenzó a planear la entrevista. Pero debió interrumpir sus cavilaciones repentinamente pues si bien recordaba su voz —áspera, casi masculina, penetrante, bondadosa— y su mera evocación le producía una sensación de calidez, en cambio su rostro se le había borrado por completo.

7

A Senmut, arrodillado fregando los suelos del templo, le había pasado todo lo contrario. Durante el día lo acosaba una imagen, la misma que también poblaba sus sueños durante la noche y que no le daba tregua: siempre veía en su mente a la princesa, señalándolo con un dedo acusador, mientras los temibles guardias del Ejército de Su Majestad se apresuraban a llevárselo prisionero. A pesar de que el periodo de duelo por la pobre Neferu transcurría sin que ninguno de sus temores se materializara, Senmut tampoco se sentía aliviado, pues los remordimientos que sentía por el envenenamiento de la muchacha le hacia la vida imposible. Pero, al menos, había comenzado a llevar a cabo sus tareas sin que la amenaza de un arresto inminente le contrajera la espalda, y sus días comenzaron a sucederse con inexorable monotonía.

He sido un necio rematado, se dijo, al soñar que algún día podría llegar a ser algo más que un servidor del templo. Hubo una época en que, en este país, hasta un campesino tenía oportunidad de mejorar su posición, pero ahora sólo los sacerdotes, los príncipes y los nobles gozan de privilegios, y es preciso que renuncie a mis anhelos y me resigne a continuar con mis tareas serviles.

Al endosarse ese sermón sensato y tranquilizador, su ambición volvió a inquietarlo con violencia, por lo cual terminó sentado sobre sus talones, enjugándose la frente y gruñendo en voz alta. Era inútil. Jamás sería un modelo de sacerdote
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, como su padre esperaba, y tampoco podía tolerar la idea de estudiar para convertirse en escriba. El incidente vivido con Hatshepsut lo había atemorizado y pocos días después había estado a punto de presentarse ante el escriba mayor del Templo y solicitarle ser admitido entre sus discípulos; pero se frenó justo en el umbral de la puerta de aquél y luego regresó corriendo a su celda, horrorizado.

No renuncies a tus sueños, le susurró su corazón. Sigue aguardando un golpe de suerte que sólo los dioses te pueden conceder. Y sigue también confiando en que la pequeña princesa tenga mala memoria y olvide la osadía de un campesino.

Por último, se alineó junto a sus compañeros para presenciar el paso de la familia real que regresaba de la Necrópolis. Benya estaba con él. Su indómito amigo había regresado de Asuán la semana anterior, desconociendo la tragedia que se había abatido sobre el palacio. Se suponía que debía trasladarse al norte con las piedras recién extraídas de las canteras, y dirigirse río arriba hasta Medinet Habu, donde el faraón estaba construyendo; pero el proyecto había sido postergado durante los meses de duelo por la Princesa. Así que Benya y Senmut habían deambulado por Tebas bebiendo, conversando con los comerciantes y los artesanos en los mercados, deteniéndose en los talleres de metales del templo para contemplar cómo se mezclaba y se derramaba en moldes el oro argentífero convertido en un liquido calentado al blanco, y luego observar cómo los asistentes martilleaban el metal precioso hasta convertirlo en planchas con las que tapizarían las barcas del Dios. No pudieron acercarse al taller de orfebrería, pero sí pasaron muchas horas en el patio donde se trabajaba la piedra, pues los dos jóvenes estaban sedientos de conocimientos. Toquetearon los bloques de granito y de piedra caliza que aguardaban allí que alguien les diera su forma definitiva; manejaron las enormes sierras y sudaron gozosamente con los barrenos que mordían la piedra de manera tan satisfactoria y dejaban al descubierto repliegues marmóreos grises y rosados, cristales que refulgían a la luz del sol, delicado alabastro que resplandecía como la miel.

Los ingenieros conocían a Benya y sabían de su apasionado interés por cada roca, su ingenio rápido y su inagotable capacidad de trabajo. Pero Senmut les hacía preguntas que no estaban en condiciones de responder, y la intensidad de ese interrogatorio constante terminaba por cansarlos. Podían hablarle de las vetas de la superficie de una roca, informarle en qué lugar convenía incrustar los tarugos de madera para realizar un corte adecuado, o qué piedras aguantarían la tensión de determinado tipo de construcciones y cuáles se rajarían o se desmoronarían. Pero, en cambio, ignoraban todo lo referente a ideas, planos, perspectivas, innovaciones, proporciones, todo aquello que tenía lugar después de la intervención de los ingenieros en una obra, o que la precedía.

—Lo que deberías hacer es hablar con alguno de ésos —le dijo un trabajador fastidiado, señalándole, con una sacudida de su rollizo codo, un grupo de hombres altos ataviados de blanco y con pelucas cortas que se encontraban congregados a la sombra en el otro extremo de la excavación, conversando sobre una verdadera montaña de rollos de papiro—. Ellos te dirán todo lo que quieres saber.

Senmut los observó y luego desvió la mirada. Arquitectos: los hombres más respetados, venerados y reputados de Egipto. El famoso y legendario Ineni hablaba a diario con el faraón. Tenía tantas obras y cargos que necesitaba que su escriba se los recordara. Pero para Senmut no habría una cordial sonrisa de bienvenida, nadie lo invitaría a participar en la conversación.

Así él y Benya fueron conociendo Tebas. En ocasiones Benya salía por su cuenta, ávido de disfrutar las noches impetuosas y excitantes de los prostíbulos; para Senmut, en cambio, las mujeres seguían siendo nada más que su madre, su prima Mut-ny, y las muchachitas pordioseras, delgadas como varas de papiro, que le arrojaban barro cuando pasaba por las calles. No tenía tiempo de descubrir la sexualidad ni tampoco mayor urgencia en hacerlo. Si bien era un individuo de gran sensualidad, que sabía apreciar la armonía de líneas y curvas, el revoloteo de una cabellera femenina o los reflejos del sol sobre una dentadura blanca, sus impulsos se encontraban todavía sepultados, ocultos. Por las noches solía sentarse a solas en su celda y soñar con los edificios que construiría: esos imponentes e imperecederos monumentos que pregonarían su nombre por los siglos de los siglos. No son más que delirios descabellados, solía decirse, sueños acunados por mi mente febril.

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