El día fue arrastrándose tediosamente hasta su ocaso. A la hora de la cena la intensidad del viento había aumentado. La comida transcurrió con ese insistente aullido por acompañamiento, mientras el aire abrasador azotaba a los centinelas apostados sobre la muralla que rodeaba el palacio y arremetía en picado para desollar edificios y jardines. Había arena por todas partes: en la comida, en los cabellos, entre la ropa y la piel, bajo los pies. Nadie tenía demasiado apetito. Hatshepsut se sentó a comer junto a su madre y terminó muy pronto. El faraón no probó bocado pero permaneció sentado bebiendo, los ojos enrojecidos debajo del kohol, la mirada perdida ocultando sus pensamientos. Esa noche Ineni se había retirado a su finca y el salón estaba semivacío. El fiel Aahmes pen-Nekheb estaba instalado junto al faraón, pero éste no le dirigió la palabra. También Neferu estaba ausente, alegando enfermedad, igual que esa mañana, y el faraón apuraba su copa de vino y se preguntaba qué haría con ella. Siempre se había mostrado dócil y fácil de manejar, pero ahora algo parecía haberse rebelado en el interior de la muchacha, y se empecinaba en no tener trato alguno con los que la rodeaban. Mientras observaba a Hatshepsut, que en ese momento hacia rodar sus canicas por el suelo listado, el faraón decidió que, a la larga, Neferu entraría en razón. De lo contrario… Se agitó con desasosiego en su asiento. Extendió la copa para que se la volvieran a llenar y se sumió de nuevo en sus cavilaciones, contemplando distraídamente el movimiento de vaivén del líquido rojo sangre cuando movía la mano. Sus anillos y sus ojos oscuros centelleaban. Esa noche, totalmente a merced de su humor sombrío, era un hombre peligroso. Hasta Ahmose procuraba evitar su mirada.
La comida llegó a su fin, pero el faraón permanecía sentado e inmóvil. Aahmes pen-Nekheb se adormiló en su asiento y entre la concurrencia comenzó a reinar cierta inquietud y desazón, que hizo que las conversaciones fueran languideciendo y convirtiéndose en un murmullo. Pero Tutmés permanecía impasible.
Por último, movida por la desesperación, Ahmose llamó a Hatshepsut y le dijo al oído:
—Ve junto a tu padre y pídele permiso para ir a acostarte. Esta noche no olvides postrarte ante él, y no le sonrías ni lo mires a los ojos. ¿Me has entendido?
La niña asintió con la cabeza. Recogió sus canicas, se las guardó en el cinturón de su faldellín, se dirigió hasta donde estaba su padre, se arrodilló y apoyó la frente contra el suelo a los pies del faraón. Se quedó así un momento, mientras la arena se arremolinaba alrededor de sus codos y sus piernas y se le metía en la boca. Los ojos de todos los presentes giraron y se centraron en ella. La tensión en el recinto era casi intolerable.
Tutmés no la vio sino después de vaciar su copa y depositarla sobre la mesa.
—¡Levántate! —le dijo—. ¿Qué te ocurre?
Ella se puso de pie, se quitó la arena de las rodillas y desvió la mirada.
—Poderoso Horus —dijo a sus sandalias ornamentadas con joyas—, te solicito autorización para irme a la cama.
El faraón se echó hacia adelante, con los labios contraídos y sus dientes prominentes al descubierto y, a pesar de la advertencia de su madre, Hatshepsut no pudo evitar mirarlo a la cara. Tenía los ojos inyectados en sangre y la mirada perdida, y la niña sintió una oleada de miedo: ese hombre era un absoluto desconocido para ella.
—¿A la cama? Por supuesto que puedes irte a la cama. ¿Qué te pasa esta noche?
Se echó hacia atrás en el asiento e hizo un gesto con la mano dándole permiso para retirarse, pero él no se levantó.
Un leve murmullo, como el suave aleteo de muchas aves, recorrió el recinto y Hatshepsut se demoró allí, sin saber bien qué hacer. La esclava volvió a llenar la copa del faraón y él volvió a llevársela a los labios y a beber su contenido. La niña giró la cabeza y miró a su madre como interrogándola. La cara de Ahmose estaba tensa, cuando hizo un gesto de asentimiento, y Hatshepsut respiró hondo. Dio un paso adelante, colocó una rodilla entre el muslo de Tutmés y el borde de la silla, y se estiró cuanto pudo hacia arriba para poder susurrarle algo al oído.
—Padre, es una noche horrible y también los huéspedes están cansados. ¿No podrías permitir que se fueran?
Él se agitó en su asiento.
—¿Cansados? ¿Dices que están cansados? También yo lo estoy, pero no puedo descansar. Me siento agobiado. Este viento brama como los
kas
de los condenados —farfulló. Cuando finalmente se puso de pie, se balanceó—. ¡Id a la cama, todos vosotros! —gritó—. ¡Yo, el Toro Poderoso, el Bienamado de Horus, os ordeno que os vayáis a la cama! ¡Ya está! —le dijo a la pequeña, desplomándose de nuevo en su asiento—. ¿Ahora estás satisfecha, mi pequeña?
Ella se puso de puntillas y besó esa mejilla que olía a perfume y a vino.
—Completamente, padre. Muchísimas gracias —respondió y huyó precipitadamente hacia Ahmose antes de que él dijera nada más. Le temblaban las piernas.
Uno a uno se fueron retirando los huéspedes y su madre llamó a Nozme para que la llevara a la cama.
—Gracias, Hatshepsut —le dijo, y besó su boca cálida—. Por la mañana tu padre se sentirá mejor.
También ellas abandonaron el salón; pen-Nekheb continuó sumido en su letargo y el faraón volvió a dedicarse al vino.
Bastante más tarde, bien entrada la noche, Hatshepsut despertó de un sopor profundo. Había estado soñando con Neferu; Neferu, pero con el cuerpo del pequeño cervatillo huérfano, encerrado ahora en una jaula. Fuera de la jaula se encontraba Nebanum, jugueteando con una larga cadena de oro en cuyo extremo había una llave. Pero, a medida que transcurría el sueño, ya no era Nebanum sino su padre quien estaba frente a la jaula, y sus ojos rojos la miraban con expresión funesta cuando ella se acercó. La pobre Neferu abrió su boca de cervatillo y comenzó a balar: «¡Hatshe-e-psut! ¡Hats-he-e-epsut!».
Hatshepsut pegó un salto y se sentó en la cama, con el corazón golpeándole dolorosamente contra las costillas al oír que Neferu volvía a llamarla. «¡Hatshepsut!». En la mesita que había junto a su cama, la luz ardía tenuemente. Se quedó allí sentada, escuchando con atención durante un buen rato, todavía medio sumida en el sueño, pero esa voz aguda y llena de pánico no volvió a llamarla. Se recostó y cerró los ojos. Esa noche Nozme no roncaba o, si lo hacía, las ráfagas de viento ahogaban el sonido de sus ronquidos; en un rincón del cuarto, la esclava estaba profundamente dormida, acurrucada sobre su estera. Hatshepsut se quedó contemplando como hipnotizada la llama de la lámpara hasta que la vio crecer y volverse borrosa. Cuando estaba a punto de quedarse dormida suavemente oyó voces junto a la puerta. Eran voces humanas reales, la de su guardia y la de otra persona. Se esforzó por oír lo que decían pero sólo llegó a detectar el ruido de pisadas que se alejaban en dirección a los aposentos de Neferu. Hatshepsut, perpleja por el sueño y medio dormida, se deslizó del lecho y, desnuda, echó a correr hacia la puerta. El guardia, atónito, se cuadró al verla. Después de cerrar la puerta del dormitorio procurando no hacer ruido, la niña preguntó qué ocurría.
Él pareció cohibido frente a la pregunta pero no tuvo más remedio que contestarle.
—En realidad no lo sé, Alteza, pero creo que algo pasa en los aposentos de Su Alteza Neferu, y el mayordomo principal acaba de preguntarme si alguien entró esta noche en sus aposentos.
Hatshepsut sintió que la boca se le secaba y en su mente volvió a surgir espontáneamente la imagen de Neferu encarnada en el cervatillo, con el rostro contorsionado por el miedo, la boca abierta, llamándola con desesperación. Sin decir ni una sola palabra, dio media vuelta y echó a correr por el vestíbulo. A sus espaldas, el guardia balbuceó:
—¡Alteza! ¡Princesa! —y se demoró un momento, indeciso, sin saber si correr tras ella o despertar a la servidumbre dormida.
Optó por lo primero e inició una ruidosa carrera, pero ya ella había desaparecido. Y tuvo que conformarse con perseguir su sombra, que serpenteaba por las paredes y se alargaba entre una y otra antorcha.
El trayecto le resultó interminable, con el viento que gemía y la oscuridad que extendía hacia ella sus tentáculos desde las entradas de los corredores que se bifurcaban, pero Hatshepsut siguió corriendo, gritando en su interior el nombre de Neferu.
Pasó como una exhalación entre los guardias imperiales apiñados junto a las puertas de los aposentos de Neferu y llegó jadeando a la lujosa sala de recepción de su hermana mayor. Estaba desierta. Desde el otro lado de la puerta que daba al dormitorio, que se encontraba entreabierta, surgía el rumor de cánticos y se colaba una humareda gris y densa de incienso. Con un sollozo, Hatshepsut obligó a su cuerpo a avanzar. Cuando entró al otro cuarto se detuvo bruscamente y el corazón comenzó a latirle con tal violencia que creyó que le desgarraría la garganta.
La habitación estaba llena de gente. Los sacerdotes se arracimaban alrededor del lecho como desdibujados pájaros blancos, el Sumo Sacerdote entonaba himnos y sus asistentes llevaban incensarios que resplandecían como oro en sus manos, y el humo se elevaba en una nube que convertía la atmósfera del recinto, de por si viciada y pegajosa, en una bruma asfixiante. Junto a la cabecera de la cama estaba su padre, cubierto sólo con un sencillo faldellín de dormir, y con el resto de su enorme corpachón desnudo. Cuando ella, después de su súbita entrada al dormitorio, patinó y por último se detuvo, llevándose las manos a la garganta, él levantó la vista pero pareció no reconocerla. De pronto se había convertido en un hombre viejo, con la cara llena de arrugas y los ojos hundidos. Ahmose estaba en un rincón, sentada sobre un pequeño taburete, envuelta en un velo transparente que llegaba al suelo. Tenía en las manos la pequeña corona de plata de Neferu que ostentaba la efigie de Mut, y con aire ausente la hacía girar permanentemente entre sus dedos, mientras sus labios se movían en una plegaria. El mayordomo principal y otros miembros del séquito del faraón permanecían junto a la puerta formando un corrillo y secreteando con preocupación.
Ninguno de ellos prestó la menor atención a Hatshepsut cuando la niña se acercó al lecho. Se abrió camino a codazos entre los acólitos y pasó junto a Menena hasta que alcanzó a tocar los dedos fríos que colgaban del borde de la cama. «Neferu», dijo en voz muy baja. Y se quedó parada allí, en silencio, inundada por una oleada de afecto que comenzaba a impregnarse de miedo.
El médico real había cubierto el pecho de la muchacha que yacía en la cama con un trozo cuadrado de tela de lino, sobre el cual había colocado una serie de poderosos amuletos. Junto a él, sobre la mesa, estaban sus frascos, sus morteros y sus vasijas, pero a esa altura sabia que sólo los dioses podían salvarla. Se arrodilló junto a Neferu y con suma delicadeza ató la cuerda mágica alrededor de su frente empapada, mientras preparaba los exorcismos que alejarían el demonio de su cuerpo frágil. Pero, en el fondo, sabía que todo sería inútil pues Neferu había sido envenenada, y levantó la vista para mirar al faraón. Los ojos de éste estaban fijos en el rostro de su hija, y sólo la fuerza con que su mano aferraba la dorada cabecera de la cama traicionaba sus sentimientos. El médico, acongojado, volvió a sumirse en sus conjuros. No había logrado hacer vomitar a la princesa. De haberlo conseguido, habría existido alguna posibilidad de que se recuperara. Pero quien había llevado a cabo la tarea lo había hecho con gran pericia, y el dolor le estaba devorando la vida a Neferu con implacable tesón, a pesar de media noche de denodados esfuerzos por salvarla. La muchacha iba declinando rápidamente, y el estado de ánimo reinante en el cuarto había cambiado. El viento seguía aullando sin tregua.
De pronto, Neferu abrió los ojos y el médico se sorprendió tanto que cayó hacia atrás y quedó sentado de cuclillas. Hatshepsut vio el rostro de su hermana surcado de sudor, gris a la luz de las lámparas, se arrojó junto a ella y hundió su cabeza en la almohada. Neferu dejó escapar un leve gemido y se movió un poco.
Entonces Tutmés rompió el silencio.
—Levantadla. Colocadle un almohadón debajo de la cabeza.
Mientras el médico le sostenía la cabeza fláccida y colocaba debajo de ella otra almohada, Hatshepsut levantó la vista y miró a su hermana, temblando.
—Oí que me llamabas, Neferu, por eso vine. Oh, Neferu, ¿vas a morir? —Neferu cerró en ese momento los ojos en un espasmo de dolor y Hatshepsut rompió a llorar—. No te mueras, Neferu. Te lo suplico. ¿Qué será del cervatillo? ¿Qué será de mí?
Neferu giró la cabeza y volvió a abrir los ojos. Cuando habló, lo hizo con gran esfuerzo, y alrededor de la boca se le formó una línea de espuma. Tenía las pupilas muy dilatadas y, en sus profundidades, Hatshepsut detectó pánico y una inmensa tristeza.
—¿Recuerdas a Uatchmes y a Amunmes, que murieron, Hatshepsut?
Su voz era apenas un murmullo agudo, como el viento invernal que sopla entre las cañas de los pantanos. Hatshepsut asintió en silencio.
—¿Recuerdas a nuestra abuela, que murió?
Hatshepsut no se movió siquiera. Se aferró a la mano de Neferu, temerosa de que si llegaba a contestar, los sollozos que contenía en la garganta le brotarían con un estallido y llenarían la habitación. Se concentró en reprimirlos y en seguir aferrando la mano de su hermana.
Neferu hizo una pausa, y Hatshepsut sintió en la mejilla su aliento caliente y su respiración apresurada mientras se preparaba para hacer un último esfuerzo. Ya la penumbra de la Sala del Juicio Final comenzaba a envolver su mente, y sus vientos fríos tironeaban de sus piernas.
—Me recordarás, Hatshepsut. Recordarás esta noche y aprenderás. Mi sueño no mentía:
Anubis
me aguarda junto a la balanza y yo no estoy lista. ¡No estoy lista! —Sus ojos se clavaron en la cabeza de la pequeña con febril intensidad, y los sollozos murieron en el pecho de Hatshepsut mientras se esforzaba por captar el mensaje—. Toma esto que te doy, Hatshepsut, y sácale provecho. —Su mirada se apartó de Hatshepsut y recorrió el cuarto hasta encontrar a Menena—. Yo no elegí el destino que me tocó en suerte. No lo deseaba. Tómalo tú, Hatshepsut, y úsalo. Lo único que yo deseo es… paz…
Sus últimas palabras fueron apenas un suspiro y Hatshepsut se encontró mirando unos ojos que ya no la veían sino que parecían velados por alguna visión lejana. Llena de congoja, tomó el brazo frío de su hermana y lo sacudió, gritando: