—Madre, ¿dónde está Neferu-khebit? —preguntó al arrodillarse sobre el cojín—. Si mi padre advierte su ausencia, se pondrá furioso. Y no olvides que es a mí a quien tiene intenciones de reprender esta noche.
Ahmose suspiró y volvió a colocar sobre el plato el trozo de granada que estaba a punto de llevarse a la boca.
—Quizá debería enviar a alguien a buscarla. ¿Dices que hoy la encontraste afligida?
—Sí. Me habló de una pesadilla que la atormenta desde hace un tiempo, un sueño en el que se le aparece
Anubis
.
—¿De veras? He notado que, además, lleva puesto el Amuleto de Menat. ¿Por qué se muestra tan tonta? ¿A qué le puede temer la Hija Principal del poderoso Tutmés?
«A mí». Las palabras surgieron inesperadamente en la mente de Hatshepsut y la paralizaron, mientras su corazón latía descontroladamente. «¿A mí? ¡Tonterías! Neferu me debe de haber contagiado su miedo».
Ahmose llamó a Hetefras, su criada y acompañante personal:
—Ve a los aposentos de la princesa Neferu y averigua por qué no está aquí esta noche —le ordenó—. Y hazlo con disimulo. No quiero que el faraón reciba la respuesta antes que yo. ¿Me has comprendido, Hetefras?
La mujer sonrió.
—Perfectamente, Majestad —respondió con una reverencia y se escabulló del salón.
—Mamá, ¿por qué tiene Neferu que casarse con Tutmés?
—¡Oh, Hatshepsut! —exclamó Ahmose levantando las manos—. ¿Tienes que saberlo todo? Muy bien, te lo diré. Pero no creo que lo entiendas.
—¿Es un misterio?
—En cierta forma, sí. Tu padre inmortal era sólo general del ejército de mi padre hasta que éste decidió convertirlo en su sucesor. Pero para legitimar su derecho a la corona, tuvo que casarse conmigo porque sólo en nosotras, las mujeres de estirpe real directa, fluye la sangre del Dios. Nosotras somos las portadoras del linaje real, y ningún hombre puede ser faraón a menos que se case con una mujer de estirpe real, una cuya madre haya tenido sangre real y cuyo padre haya sido, a su vez, faraón. Es así como debe ser y como será siempre. Así lo dispone Maat, hija de Ra y principio del orden que rige el universo. Neferu-khebit es una princesa de estirpe real plena, en cambio Tutmés sólo recibió sangre real a través de tu padre, pues la segunda esposa Mutnefert no es más que la hija de un noble. —Lo dijo con total naturalidad y sin asomo de menosprecio, pues ésos eran los hechos inalterables de la vida—. Tu padre todavía no ha designado a su sucesor, pero es probable que se decida por Tutmés, puesto que es su único hijo real sobreviviente. En tal caso, Neferu se verá obligada a casarse con él para convertirlo en faraón.
—Pero, madre; si nosotras… —Ahmose sonrió— si las mujeres somos las que llevamos el linaje real, y los hombres tienen que casarse con nosotras para poder gobernar, ¿por qué no prescindir directamente de ellos? ¿Por qué no podemos ser faraones?
Su madre se echó a reír al ver ese pequeño rostro pensativo.
—Porque también eso es Maat. Sólo los hombres pueden gobernar. Ninguna mujer podrá jamás ser faraón.
—Yo sí lo seré.
Una vez más las palabras le brotaron de forma espontánea, sin ninguna intervención de su voluntad, y de nuevo Hatshepsut sintió que el corazón comenzaba a galoparle dentro del pecho. Volvió a tener la extraña sensación de que algo se cernía sobre ella, como una amenazadora nube negra de tormenta, y comenzó a temblar.
Ahmose le tomó las manos y, al notar lo frías que las tenía, las cobijó entre las suyas.
—Las niñas pequeñas suelen tener grandes sueños, hija mía, y eso es lo que abrigas en este momento: un sueño. Jamás podrás ser faraón; por otro lado, estoy convencida de que si reflexionaras un poco sobre lo que ello implica, tampoco desearías serlo. Pero, supongamos por un momento que esa posibilidad existiera. No olvides que Neferu es mayor que tú. Por lo tanto, sería ella quien ascendería al trono.
—Rehusaría hacerlo —replicó Hatshepsut en voz baja—. No lo aceptaría. Se negaría de plano.
—Regresa a tu mesa, querida. —Ahmose se había cansado de tantas preguntas—. Tu comida ya debe estar fría. Cuando hable con Hetefras te haré saber cómo se encuentra Neferu. Pero no te preocupes, es mucho más fuerte de lo que parece.
Yo no lo creo, pensó Hatshepsut mientras se incorporaba. Ahmose, todavía sonriente, siguió comiendo y Hatshepsut se abrió paso hasta su rincón. En el camino vio a Tutmés e, impulsivamente, se agachó y le preguntó:
—¿Sigues de mal humor, Tutmés?
—Déjame en paz, Hatshepsut. Estoy comiendo.
—Ya lo creo. ¿Quieres que te arruine la cena? ¿Sabías que mañana tu padre piensa darse una vuelta por el campo de entrenamiento para ver con sus propios ojos lo torpe que eres?
—Sí, lo sabía. Mi madre me lo dijo.
—¿Está aquí?
—En aquella mesa —dijo Tutmés, señalándola con el dedo—. Ahora vete. Ya tengo suficientes preocupaciones para tener que soportar, además, tus pullas.
La segunda esposa, Mutnefert, cubierta con las joyas que tanto amaba, estaba concentrada en la tarea de atiborrarse de comida: lo que siempre había sido su debilidad, en la actualidad se había convertido en una pasión desenfrenada, y las voluptuosas curvas que otrora fascinaron al faraón se estaban transformando en desagradables rollos de grasa.
Comparada con la refinada y exquisita Ahmose, Mutnefert era decididamente tosca, pero seguía siendo una persona alegre y sonriente, cuya facultad para gozar y disfrutar de las cosas no había mermado en absoluto. Pero, al mirarla, Hatshepsut pensó que Mutnefert era una mujer estúpida, y ese pensamiento la hizo encogerse de hombros mientras se sentaba. Los hombres. ¿Valía la pena tratar de entenderlos? La comida de su plato estaba fría, y lo hizo a un lado.
—¿Deseáis que os traiga algo caliente, Alteza? —le preguntó su esclava.
Hatshepsut rechazó el ofrecimiento con la cabeza.
—Tráeme un poco de cerveza.
—Pero a Su Alteza no le apetecerá.
—Me ha resultado potable en otras ocasiones. Así que no te pongas a opinar sobre si me gustará o no.
Por encima del borde de la taza observó que Hetefras regresaba a hurtadillas al salón y se inclinaba para susurrarle algo a su madre. Ahmose asintió y siguió comiendo. Entonces, pensó Hatshepsut, no puede pasarle nada demasiado grave.
Como el faraón tenía un fuerte dolor de cabeza, no hubo cantos y la música siguió siendo suave y lenta, la gente siguió comiendo, bebiendo y riendo, y las horas transcurrieron con lentitud. Hatshepsut se quedó sentada con el mentón apoyado entre las manos, la cabeza girándole un poco por efecto de la cerveza. Finalmente su padre apartó la mesa y se puso de pie. Los que estaban en condiciones de hacerlo también se pararon y lo saludaron con una reverenda.
Se le acercó y le ofreció el brazo.
—Ven, Hatshepsut. Es hora de que mantengamos nuestra pequeña charla. Y, desde luego, debes acostarte enseguida; pareces cansada. ¡Nozme! —La mujer se puso de pie de un salto—. ¡Ven con nosotros! Tanto los salones privados de recepción del faraón como sus aposentos tenían un mobiliario tan escaso como el resto del palacio, pero resultaba imposible no advertir que pertenecían a la persona que detentaba el poder absoluto. Las puertas estaban flanqueadas por dos estatuas de piedra arenisca recubierta de oro, que con ceño adusto miraban amenazadoramente a todos los visitantes. En el interior, una vez traspuestas las puertas de cobre batido en las que estaba representada la coronación de Tutmés, había una serie de habitaciones cuyas paredes, adornadas con imágenes de dioses de plata y árboles y aves doradas, centelleaban a la luz de un sinnúmero de lámparas de oro, y cuyas columnas estriadas trepaban hasta un techo con incrustaciones de lapislázuli. El oro brillaba por doquier: era un don sagrado, un regalo del dios, y el lecho del faraón era de oro. Las patas eran cuatro enormes zarpas de león, y la cabecera ostentaba la imagen del mismísimo Amón, que velaba sobre su hijo con sonrisa protectora. En los rincones de la habitación se erguían las gigantescas efigies de cuatro dioses, con sus cuerpos fijados en mitad de un movimiento y sus cabezas adornadas por coronas doradas, y cuyas sombras se proyectaban sobre ese suelo interminable. Era un recinto capaz de llenar de orgullo y temor a una niña pequeña.
Tutmés se desplomó en la dorada silla junto a su lecho y le indicó a su hija que tomara asiento. Se quedó mirándola un momento a la luz de ese resplandor amarillento y ella le sostuvo la mirada, un poco mareada por la cerveza, con las manos tensas y comprimidas entre sus rodillas morenas. La imagen que tuvo de su padre en ese momento le dio un poco de miedo: la cabeza calva, los hombros anchos y fuertes, el mentón agresivo y prominente.
—Hatshepsut —dijo, por fin, y la niña dio un respingo—. Me propongo enseñarte una lección que espero no olvides jamás, pues, de lo contrario, lo lamentarás mucho en los años venideros. —Hizo una pausa como esperando que la niña le contestara algo apropiado pero, por más que ella abrió la boca, no pudo articular palabra alguna, así que su padre continuó—. En cada instante de cualquiera de mis días no menos de mil personas están enteradas de dónde me encuentro y qué estoy haciendo. Hablo y me obedecen. Callo y tiemblan. Mi nombre está en labios de todos, desde el bulle permanentemente con rumores, conjeturas, especulaciones con respecto a cuál será mi siguiente paso o qué planes barajo en mi mente. Estoy rodeado de conjuras; conspiraciones, sospechas, pequeñas intrigas. Pero yo soy el faraón, y mi palabra representa la muerte… o la vida. Pero hay un lugar al que ninguno de ellos tiene acceso, y que, en última instancia, constituye la base del poder. —Se dio unos golpecitos en la cabeza con un dedo cubierto de anillos—. Mi mente. Mis pensamientos, Hatshepsut. Jamás pronuncio una sola palabra sin haberla reflexionado antes cuidadosamente, pues sé que una vez salidas de mis labios, mis palabras son repetidas por todo el reino. Y ésta es precisamente la lección que deseo que se te grabe bien en la memoria. Jamás, óyeme bien, jamás debes volver a hablarme a mi ni a ninguna otra persona de tus propios temores o conclusiones apresuradas, delante de nadie que no sea tu amigo más fiel. Y, créeme, en definitiva, un faraón no tiene a quién recurrir. Cuando se ocupa el pináculo del poder, sólo es posible cambiar ideas con uno mismo. ¿Te das cuenta de que, en este preciso instante, las palabras que me dijiste esta tarde son comentadas en voz baja en las cocinas, en los establos, en las celdas del templo? Neferu-khebit se siente desdichada. La princesa no desea casarse con el joven Tutmés. ¿Significa eso que el faraón ha elegido a su hijo como sucesor? Y así hasta el infinito. Hoy tus palabras han causado mucho daño, hija mía. ¿Lo sabías? —Se inclinó hacia ella—. En poco tiempo más, un descuido de esa naturaleza podría tener consecuencias muy penosas para ti. Pues aún no he decidido que Tutmés sea mi sucesor. No; y te aseguro que no es una decisión fácil. Los sacerdotes son muy poderosos y me presionan constantemente para que les dé mi respuesta. Mis consejeros se vuelven cada vez más impacientes a medida que mis años se van prolongando. También ellos se sienten preocupados. Pero yo sigo demorando mi decisión. ¿Sabes por qué, pequeña?
Hatshepsut logró por fin responderle.
—N…no, padre.
Tutmés se echó hacia atrás, cerró los ojos y respiró profundamente. Cuando volvió a abrirlos, la miró con fijeza.
—Tú no eres como tu madre, la dulce, sonriente y dócil Ahmose; y te advierto que la amo mucho —dijo—. Tampoco eres tímida y apagada como tu hermana Neferu, ni perezosa y amante de las comodidades como tu medio hermano real. En ti veo la fuerza concentrada de tu abuelo Amenofis y la tenacidad de su esposa Aahotep. ¿Recuerdas a tu abuela, Hatshepsut?
—No, padre, pero a veces veo a Yuf deambulando y hablando consigo mismo. Tiene el aspecto de una pasa vieja y seca. Los chicos se mofan de él.
—El sacerdote de tu abuela fue, hace mucho tiempo, un hombre muy importante y poderoso. Procura tratarlo siempre con respeto.
—Eso hago. Le tengo afecto. Siempre me regala dulces y me habla de los viejos tiempos.
—Y, dime, ¿tú lo escuchas?
—¡Oh, sí! Me encantan las historias acerca de cómo mi antepasado, el dios Sekhenenre, condujo a nuestro pueblo contra los pérfidos hicsos y ofrendó su vida en el campo de batalla. ¡Es todo tan excitante! —La voz aflautada e infantil cobró intensidad—. ¡Qué noble debió de ser!
—Ya lo creo; noble y valiente. Creo que tú te le pareces mucho, hija querida, y también tú, un día, tendrás como él poder sobre los hombres. Pero antes tienes mucho que aprender.
«Tienes las cualidades necesarias, de eso no cabe duda», se dijo. «¿A mí me toca, pues, decidirlo?».
—Pero, padre —acotó Hatshepsut tímidamente—. Yo soy solamente una niña.
—¿Solamente? —lo dijo casi gritando—. ¿Solamente? ¿Qué quieres decir con eso? No te preocupes, Hatshepsut: Crece y florece, pero recuerda siempre mi lección. No permitas que tu lengua escape a tu control. Y no creas —concluyó con un esbozo de sonrisa, mientras se ponía de pie— que no advierto el comportamiento de Neferu, por más que tu madre a veces quisiera creer que es así. Ya me ocuparé de tu hermana cuando llegue el momento. Ella se plegará a mi voluntad, como todos los demás. ¡Nozme!
La nodriza entró en la habitación y permaneció de pie aguardando, con los ojos bajos.
—Llévala a su cama y sigue cuidándola mucho. En cuanto a ti, mi pequeña luciérnaga, medita sobre las palabras del Gran Dios Imhotep: «No permitáis que vuestra lengua se convierta en una bandera, que flamea a merced de cada rumor».
—Lo recordaré, padre.
—Asegúrate de que así sea. —Se inclinó y la besó en la mejilla—. Buenas noches.
—Buenas noches —respondió la niña, uniendo las palmas de las manos y haciendo una reverencia—. Y gracias.
—¿Por qué?
—Por no gritarme, aunque a veces sólo te cause preocupaciones.
El faraón rompió a reír.
—Me alegra comprobar que también escuchas a tu maestro —le dijo, y le dio una palmada.
Entonces Hatshepsut corrió hacia Nozme y las puertas se cerraron lentamente detrás de ellas.
Catorce noches después de aquella en que Hatshepsut se fue a su lecho regañada por su padre y un poco mareada por el alcohol, un hombre joven, incapaz de conciliar el sueño, permanecía sentado en el borde de su jergón de paja. Corría el mes de Pakhon, y el aire era denso y tórrido. El río había comenzado a crecer, a fluir con mayor rapidez. El agua, que por lo general era una superficie plácida y plateada, se estaba volviendo rojiza y el gorgoteo de su paso, un murmullo sonoro que bien podría haberlo adormecido como una canción de cuna, le resultaba en cambio enojoso e irritante. Por último, apoyó los pies en el suelo de tierra y se sentó al pie de la cama, sudoroso y hambriento. Le dolían la espalda y las rodillas. Durante toda la semana no había hecho otra cosa que fregar suelos en los aposentos de los sacerdotes
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, los hombres que tenían a su cargo preparar los cuerpos de los muertos para la sepultura, y se sentía decepcionado y furioso. No era para eso que había acudido a Tebas tres años antes; por aquella época se sentía lleno de optimismo y entusiasmo y soñaba con escalar vertiginosamente los distintos cargos sacerdotales hasta que, tal vez, el mismo faraón se dignara posar sus ojos en él y así, de la noche a la mañana, se convertiría en… ¿qué? Deslizó una mano sobre su cabeza rapada y lanzó un suspiro en la oscuridad. En un poderoso constructor. En un hombre capaz de plasmar en piedra los sueños imperiales. Pero, en cambio, se había pasado tres años de noviciado como sacerdote
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dedicado a las tareas más serviles y abyectas: lavar, barrer, llevar constantemente recados de su maestro en ese templo al del templo de Luxor, tres kilómetros al norte. Poco a poco sus sueños de fama y de riquezas se fueron desvaneciendo y comenzaron a verse reemplazados por una amargura y una frustración que le impedían dormir y sofocaban su natural alegría.