La dama del Nilo (13 page)

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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

BOOK: La dama del Nilo
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Menena se acercó a Tutmés y le saludó con una reverencia, y el faraón le indicó que diera comienzo a la ceremonia. Los bueyes arrancaron y la rastra se puso en movimiento con una sacudida. Hatshepsut comenzó a caminar, oyendo a sus espaldas los lamentos de las plañideras; mantuvo los ojos bajos con la mirada pendiente de los talones del sacerdote que le precedía, pues no deseaba mirar al ataúd ni pensar en su contenido. A todo lo largo del recorrido del cortejo, los servidores de la Necrópolis se encontraban arracimados y en silencio, inclinándose al paso de Tutmés como trigo mecido por el viento, pero recuperando luego su total inmovilidad. Hatshepsut los vio por el rabillo del ojo: túnicas blancas que flameaban al viento, un pueblo entero de espíritus truculentos que vivían de la muerte. De pronto se oyó la voz de Ani, el joven y vigoroso sacerdote de Neferu, que surcaba el aire de la mañana con la claridad de una trompeta: «¡Llorad de gozo pues ella se ha hecho dueña del Horizonte!». Había una nota triunfal en su cántico, y también un pesar más profundo que el que podían experimentar los demás. Cuando los otros respondieron: «¡Vive; ella vive por siempre!», Hatshepsut rompió a llorar. Sintió entonces que el inmenso puño de su padre se cerraba sobre su otra mano, pero eso no logró consolarla.

En la entrada de la tumba, donde aguardaban algunos criados para prestar su colaboración, la procesión se detuvo. La muchedumbre había quedado atrás y los lamentos de las plañideras se convirtieron en un leve murmullo entrecortado. El ataúd fue apoyado en el suelo y colocado en posición vertical. Por un instante fugaz y sobrecogedor Hatshepsut levantó la mirada e imaginó que de pronto la tapa dorada se abriría de par en par y Neferu daría un paso adelante, pero no fue así. Los sacerdotes
sem
se congregaron para verter las libaciones. Menena se adelantó, empuñando el cuchillo sagrado, y así dio comienzo la Ceremonia de la Apertura de la Boca.

Durante cuatro días y cuatro noches el cortejo acampó a la vera del pequeño templo y de la nueva tumba excavada en el acantilado. Las carpas azules y blancas aletearon y tironearon suavemente de sus estacas como torpes pájaros atados; hora tras hora, racimos de sacerdotes dejaban oír sus murmullos y agitaban los turíbulos entre sus manos, y el humor gris del incienso se elevaba en brumosas columnas que fluctuaban y luego desaparecían en el aire diáfano del desierto.

El ataúd seguía apoyado verticalmente sobre la roca y los sacerdotes proseguían con sus himnos. Las lágrimas surcaban las mejillas ardientes de Hatshepsut que, tendida bajo su carpa, se sentía espantosamente sola.

Finalmente, en el ocaso del cuarto día, todos se congregaron en el exterior de la tumba y los sacerdotes y los asistentes de la Necrópolis llevaron a Neferu al interior del acantilado. Tutmés, Ahmose y Hatshepsut los siguieron, con los brazos llenos de flores y los pies descalzos, estremeciéndose un poco al ser acogidos por ese ambiente umbroso y escalofriante. El estrecho pasadizo avanzaba un tramo en línea recta y luego descendía bruscamente y comenzaba a describir una curva. Los gruñidos de esos hombres sudorosos, la titilante luz de las antorchas y el reacio y pausado rechinar del ataúd contra el suelo arenoso se conjugaron para que un pánico creciente palpitara en la garganta de Hatshepsut.

Caminaba en último término, con excepción de un criado, y su sombra brincaba y giraba sobre las toscas paredes que la rodeaban. Concentró la mirada en las caderas cadenciosas de su madre y, cuando por fin llegaron a la helada cámara mortuoria, se sobresaltó. Ahminose extrajo un pétalo de su túnica y lo dejó caer, y luego se volvió y esbozó una sonrisa lastimosa, pero Hatshepsut, consternada, estaba muy ocupada recorriendo el recinto con la mirada. Estaban levantando a Neferu para colocarla en su lecho de piedra, y otros hombres aguardaban, listos para sellar su tumba. Alrededor de su hermana yacían todos sus tesoros, con un aspecto casi desconocido, ostentando ya el color gris de la muerte, formales y extrañamente intocables, como dotados de una vida propia hostil y celosa. Todos aguardaban. Hatshepsut no se atrevía a moverse siquiera: temía que si llegaba a tocar algo, desencadenaría… ¿qué? ¿El rechinar de la tapa del ataúd? ¿La acometida de manos ya marchitas contra el frágil muro de los vendajes?

Por último, los hombres retrocedieron y Menena entonó el último cántico ritual. Ahmose sintió que los ojos comenzaban a arderle pero no se atrevió a llorar. Tutmés permaneció allí inmóvil, como si la magia de la tumba lo hubiese transformado en la misma piedra empleada para tallar los inmensos guardianes pintados; pero su mente, en cambio, desplegaba una actividad febril y a pesar de su mirada inexpresiva, se encontraba a la caza de su presa. El Sumo Sacerdote calló, se volvió, hizo una reverencia y los dejó. Tutmés se adelantó y depositó las flores sobre su hija. Ahmose siguió su ejemplo y ambos se dirigieron al pasadizo.

Hatshepsut quedó a solas. Era su turno. Se acercó a Neferu, y en seguida advirtió que en esa atmósfera de inmovilidad que la rodeaba se había operado un cambio: percibió cierto aire de impaciencia, como si estuviera a punto de sobrevenir algo aterrador, y de pronto sintió miedo. «No es cierto que estés muerta, ¿no, Neferu?», susurró. A sus espaldas, el esclavo que sostenía la última antorcha se agitó con desazón. Hatshepsut arrojó las flores al suelo en una cascada verde y rosada y echó a correr tras el faraón llamándolo en voz alta en medio de esa oprimente oscuridad.

6

Iniciaron el regreso al palacio con enorme alivio: cruzaron el río a toda prisa y se dispersaron luego, cada uno rumbo a sus respectivas habitaciones; hambrientos de afecto, comida y diversiones. Tutmés, Hatshepsut y Ahmose cenaron juntos en los aposentos de ésta, sentados en almohadones distribuidos sobre el suelo, rodeados de muchas lámparas. Comieron con verdadero entusiasmo, mientras las esclavas, en incesante vaivén, se deslizaban por los suelos frescos de mosaico portando vino, ganso asado y agua caliente endulzada. Hasta Tutmés se permitió relajarse ahora que el duelo había concluido. Por la mañana llamaría a sus espías y la pesquisa comenzaría, pero en ese momento sonreía y les hacia bromas, mirándolas con los ojos tiernos de un sencillo hombre de familia.

Para Hatshepsut, había llegado el momento de olvidar todos esos misterios inexplicables. Neferu había desaparecido. Era hora de mirar hacia delante: de volver a concentrarse en la escuela, en sus amigos, y en Nebanum y los animales. Cuando terminaron de comer, su madre mandó llamar a la intérprete que les había deleitado con el nuevo laúd, quien enseñó a la pequeña a tocar una melodía. Hatshepsut quedó encantada.

—¡Quiero tener uno de esos instrumentos! —exclamó—. ¡Y tú debes venir todas las noches a mis aposentos y enseñarme a tocar otras melodías! Me gustaría aprender algunas de las canciones maravillosas de tu país ¿Puedo? —preguntó, dirigiéndose a Tutmés, quien asintió con aire indulgente.

—Haz lo que quieras —replicó—. En tanto estudies tus lecciones y obedezcas a Nozme puedes dedicarte a lo que se te antoje. Vete ahora —le dijo a la mujer, quien se inclinó y se ruborizó, y luego se dirigió a la puerta con el laúd bajo el brazo—. Son un pueblo estupendo —le comentó Tutmés a Ahmose—. A pesar de los elevados impuestos con que mis nomarcas los agobian todavía encuentran tiempo para hacer música. En este momento, en todos los rincones de Tebas se oye a estos moradores del norte, que cantan y tañen sus instrumentos. Hasta el ciego Ipuky está tomando lecciones para aprender a tocar el nuevo laúd. Bueno, Hatshepsut —dijo, levantándose, y ella también lo hizo—: mañana, de vuelta a la escuela. Que duermas bien.

Ella se inclinó e hizo una mueca.

—¡Y también de vuelta al perezoso Tutmés! —gruñó—. Preferiría mil veces cazar contigo en los pantanos esta primavera a tener que sentarme junto a ese muchachito rezongón y aburrido.

Una expresión de satisfacción inundó la cara de Tutmés.

—¿De veras? ¿Y también preferirías tener entre tus manos las riendas de un carro de combate en lugar del cálamo con que escribes?

—¡Oh, sí! —exclamó ella enseguida mientras en sus ojos asomaban destellos de excitación—. ¡Desde luego que sí! ¡Sería maravilloso!

—¿Y qué me dices de las riendas del gobierno, mi pequeña flor? —siguió diciendo el faraón. Ahmose reprimió una exclamación y se irguió en su asiento—. ¿Qué te parecería poseer un país en el que pudieras tallar tu nombre, pichoncito de Horus?

En sus labios asomaba una sonrisa, sus ojos estaban entornados, y la niña lo miró con incredulidad.

—Son muchas las cosas que no entiendo, padre, pero hay una que me han repetido hasta el cansancio, para que me la grabe bien: las mujeres no pueden gobernar. Una mujer… —le lanzó una mirada a su madre, quien se cuidó muy bien de apartar la vista—… ,jamás puede ser faraón.

—¿Por qué no?

—¡Eso si que no lo entiendo! —dijo, riendo. Entonces se acercó furtivamente a él y le acarició un brazo—. ¿Puedo aprender a manejar los caballos? ¿Y a lanzar la lanza corta?

—No veo ningún inconveniente en que tomes algunas lecciones sencillas. Pero primero será la lanza corta, pues para manejar los caballos hace falta tener muñecas muy fuertes.

Hatshepsut bailoteó hacia la puerta y hacia Nozme, que la aguardaba fuera.

—¡Tutmés se enojara! ¡Se pondrá furioso! Gracias, Poderoso Horus. No te decepcionaré.

Se quedaron escuchando su excitado parloteo y los comentarios intermitentes de Nozme hasta que el sonido de sus voces se desvaneció por completo. Entonces, cuando volvió a reinar el silencio, Ahmose se dirigió a su marido.

—Gran faraón, en algunas ocasiones, y debido a la posición que ocupo, me ha sido permitido ofrecerte mi opinión. ¿Puedo hacerlo en este momento?

Tutmés la contempló con un afecto entremezclado con los efluvios del vino e hizo un gesto de asentimiento.

—Habla. Sabes bien cuánto valoro tus palabras.

Ahmose se levantó del piso y se instaló en una silla.

—No conozco cuáles son tus planes con respecto al sucesor al trono. Es cierto que tampoco antes los conocía, pero mientras Neferu vivía no existía ningún problema al respecto. Tutmés reinaría, con ella como consorte, a la manera y según la tradición de nuestros antepasados y de acuerdo con los dictados de Maat. Pero, de pronto, todo se complica. Egipto ha quedado con un hijo real pero sin ninguna hija con edad suficiente para convalidar sus derechos a la corona, pues sin duda la pequeña Hatshepsut es demasiado joven para casarse. Y mientras aguardamos a que ella crezca, mi querido marido, tu envejeces. —Vaciló un instante y se estrujó nerviosamente las manos. Al ver que él no decía nada, siguió hablando, con voz más alta y ritmo más veloz—. ¡Dime lo que piensas, Noble Señor, pues es mucho lo que sufro! Sé muy bien la opinión que tienes de Tutmés. Sé también lo mucho que te decepciona el que tu único hijo sea como es y que Wadjmose y Amunmose ya sean hombres grandes, con sus vidas y sus familias lejos de Tebas. ¿Piensas llamar a alguno de ellos? ¡Supongo que no habrás pensado en colocar la doble corona sobre la cabeza de Hatshepsut! ¡Los sacerdotes no te lo permitirían! —De pronto Ahmose elevó los brazos como en una plegaria, y Tutmés levantó la vista y la miró—. ¡No cambies nada, Dorado Horus! ¡No interfieras con Maat! ¡El precio de ello serían la guerra y la muerte! —Su voz se elevó y luego descendió bruscamente, y la habitación se llenó de silencio.

Tutmés bebió el vino a pequeños sorbos, paladeándolo y apreciando su aroma, y se enjuagó las manos en el bol con agua. Comenzó a sonreír. Fue hasta el lecho de Ahmose, se dejó caer sobre él y, con un gesto perentorio del brazo, le ordenó que acudiera a su lado. Ella le obedeció, temblorosa, y él atrajo su cabeza y la besó.

—¿Quieres, entonces, que hagamos juntos otra hija real? ¿O un hijo? ¿Te parece que es mejor que llame a mis hijos del desierto y los enemiste, interponiendo entre ellos los símbolos de la realeza? ¿Preferirías que apresurara las cosas y llevara a Tutmés y a la pequeña Hat al templo y los obligara a contraer matrimonio? —La mano que la aferraba ya no era una caricia y la expresión de su rostro se había endurecido, pero la destinataria de su furia no era ella. Sus ojos miraban fijamente los rincones en sombras de la habitación—. Quisieron convertirme en un idiota senil para poder manejarme como un eunuco nubio amedrentado. Pues bien —aflojó el peso de la mano apoyada sobre su hombro y se recostó, atrayéndola hacia él hasta que ambos quedaron tendidos uno junto al otro sobre el lecho dorado—: yo soy Maat, mi dulce Ahmose. Yo, y sólo yo. Mientras yo viva, Egipto y yo seremos una sola cosa. Ya he tomado mi decisión. En realidad la tomé hace varias semanas, mientras Neferu todavía yacía en la Casa de los Muertos. No estoy dispuesto a permitir que Tutmés, ese hijo mío estúpido, blando y aferrado a las faldas de su madre, ocupe mi trono y gobierne mi país para que lo convierta en un caos. Y tampoco afligiré a mi pequeña Hat colocándole una brida tan penosa y molesta como ese muchacho. Las cadenas que ella usará serán de oro. Ella es Maat. Ella, más que yo, más que el tonto de Tutmés, es la Criatura de Amón. Pienso nombrarla príncipe heredero, y lo haré mañana mismo. —Se incorporó con cierto esfuerzo e hizo girar su cuerpo. Ella se estremeció al sentir su peso sobre sí—. Los sacerdotes saben lo que pueden hacer con sus objeciones. El pueblo de Egipto me ama y me reverencia. Ellos acatarán mi voluntad —dijo, bajando su cara hasta apoyarla sobre la de ella.

Sí, pensó Ahmose, mientras él buscaba nuevamente sus labios, de acuerdo; pero cuando hayas muerto, mi Poderoso Señor, ¿qué ocurrirá entonces?

Al día siguiente, el anuncio de Tutmés provocó en su pueblo una conmoción que superó ampliamente la de cualquier otro acontecimiento acaecido en el curso de doscientos años de ocupación, guerra y privaciones. Los heraldos reales se desperdigaron hacia el norte y hacia el sur y, como antorchas humanas, propagaron la noticia por las ciudades y pueblos de las distintas provincias, y su fuego ardió en Menfis, Buto y Heliópolis, haciendo que los habitantes salieran a las calles como en una gran festividad religiosa. En los campos y en las granjas, en cambio, los campesinos escucharon las nuevas, se encogieron de hombros y volvieron a agachar sus lomos sobre la tierra. Todo lo que hiciera el Buen Dios estaba bien; el interés que la novedad despertó en ellos consistió sólo en escuchar y asentir. Al sur, en Nubia, en la zona occidental del desierto, los hombres de Kush y los nómades shashu recibieron el anuncio con circunspección y cautela, tratando de olfatear qué vientos de cambio soplaban en Egipto, y si ello vaticinaba un desmoronamiento no muy lejano o, en cambio, un acrecentamiento de su poder. Pero en el palacio mismo, el joven Tutmés escuchó a su padre en un silencio pétreo, sin que su rostro de facciones armoniosas traicionara la zozobra que comenzaba a trocarse en odio. Mutnefert, su obesa madre, se rasgó las vestiduras y se revolcó por la tierra de los jardines del palacio al ver desbaratadas sus esperanzas y quedar a merced de un futuro incierto.

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