La dama del Nilo (19 page)

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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

BOOK: La dama del Nilo
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Alrededor del mediodía ya se encontraba prácticamente al borde del río, flanqueado a derecha e izquierda por crujientes papiros y pantanos mientras, frente a él, se desplegaba el panorama del Nilo y de un grupo de chozas de barro en la otra orilla. Se instaló debajo de una palmera datilera y sacó las provisiones del bolso. La caminata le había despertado el apetito, así que comió con ganas, mientras por su cabeza desfilaba el recuerdo de la época en que —hacia tan poco, aunque parecían haber transcurrido varios hentis— solía escabullirse de su celda para hacer incursiones en las cocinas y robar el alimento destinado al Dios; por aquel entonces, el hambre que tenía era de tal magnitud que nada parecía saciarla. En la actualidad, en cambio, la vida más descansada que llevaba había contribuido a mitigar su apetito. Siguió comiendo gozosamente, arrojando migajas a las aves curiosas que se le acercaban a saltitos pero manteniéndose fuera de su alcance. Cuando terminó, se recostó con las manos cruzadas sobre el estómago y, medio adormilado, se puso a las ramas de palmera suspendidas sobre su cabeza. Pronto se le cerraron los ojos. Tenía tiempo de sobra para echarse un sueñecito y estar de regreso a sus aposentos antes de que oscureciera. Comenzó a dormitar.

De pronto, algo le golpeó el pecho con tanta fuerza que se encontró de pie, doblado en dos de dolor y jadeando para poder respirar. Cayó de rodillas, temblando, los brazos rígidos y la mente convertida en un confuso torbellino de sangre y color restallantes. Por un instante, presa de un absurdo acceso de pánico, pensó que se trataba de su propia sangre. Pero un momento después, cuando la cabeza se le despejó y el dolor en el pecho cedió un poco, descubrió que lo que tenía frente a los ojos era un pato muerto, cuyas plumas despedían reflejos verdosos y azulados al ser golpeadas por los rayos del sol y cuya cabeza era una masa fláccida de pulpa y sangre. Junto al ave había una lanza corta blanca y plateada cubierta de manchas pardas. Instintivamente la tomó con dedos temblorosos y se puso de pie, todavía un poco aturdido. Volvió a mirar al pato y en ese momento se oyó un murmullo entre los pastos altos. Antes de tener tiempo de volverse, el pastizal se entreabrió y apareció una muchacha, con una mano apoyada en el tallo de una caña doblada y la otra sobre su cadera.

Era esbelta, tan espigada como el arma que él tenía en la mano, y casi tan alta como él. Sus diminutos pies estaban calzados en unas sandalias de tiras finas como cordeles, adornadas de joyas azules. Tenía las uñas de los pies y de las manos pintadas de rojo, lo mismo que su generosa boca, en ese momento entreabierta por la sorpresa. Sus enormes ojos estaban rodeados de una capa negra de kohol que, esfumándose hacia las sienes, formaba un triángulo en el extremo de cada ojo. Entre el kohol y las cejas se advertía un leve toque de azul. El corte de su cabello era neto y preciso, y el flequillo que le cubría la frente le formaba una suerte de ribete negro azulado sobre los ojos, mientras que el resto, lacio, abundante y lustroso, era como una gran capa que se mecía entre sus orejas y sus hombros. Una gruesa banda de oro le ceñía la cabeza, y también en sus brazos había brillos dorados, pero sobre el pecho, cayendo como en cataratas hasta su ombligo chato y firme, llevaba una maraña de eslabones de oro argentífero tachonada en un aparente desorden con turquesas en bruto que centelleaban cada vez que ella respiraba. Vestía sólo un corto faldellín de muchachito, pero lo tenía sujeto a la cintura con un cinto de oro del cual colgaba una cruz egipcia. El pectoral le impedía a Senmut contemplar los pechos de la muchacha: sólo advertía un par de tenues protuberancias provocativas. Tenía el mentón levantado; esos ojos enormes y negros lo fulminaron desde su rostro de tez color bronce oscuro; las ventanas de su aristocrática nariz se ensancharon; los labios se apretaron con fuerza. Senmut estaba absolutamente encandilado; tanto que ni siquiera vio al esclavo que se situó prestamente junto a su ama ni al joven noble que la seguía y cuyo casco emplumado enmarcaba un rostro bondadoso que lo miraba con curiosidad.

—¡De rodillas! —le ordenó la visión en tono de sorprendida indignación y las rodillas de Senmut se doblaron.

Aferrando todavía la lanza corta se prosternó por completo, pero ahora sonreía. No pudo menos que reconocer esa voz, aunque se hubiese vuelto un poco más grave y melodiosa en los cuatro años transcurridos. Era ella, su pequeña benefactora, pero ¡qué cambiada estaba!

—Campesino, mi pato está a tus pies y mi lanza corta en tus manos. Sólo los nobles tienen el privilegio de aferrar esa arma. Suéltala.

Lentamente fue abriendo sus dedos acalambrados y el esclavo se inclinó y recogió el arma.

Sintió que con ella le daban unos golpecitos en la nuca.

—Y con respecto a mi pato —siguió diciendo ella—, ¿qué te proponías hacer con él? —Ahora el tono de voz era suave, casi un ronroneo—. ¿Cuánto tiempo hace que merodeas furtivamente por entre los cañaverales, aguardando una oportunidad para huir con mi presa? ¿Crees que debo permitirle hablar, Hapuseneb?

—Eso depende exclusivamente de ti, príncipe —replicó el joven con tono solemne—. Pero yo me preguntaría, más bien, cómo es que un campesino lleva en el brazo la insignia de arquitecto y tiene la cabeza rapada como un sacerdote.

A ese comentario siguió un prolongado silencio. Luego, con voz serena, ella dijo:

—Levántate, sacerdote. Eres tú, ¿no es verdad? ¡Por supuesto que sí! No conozco ningún otro sacerdote tan loco como para disfrazarse simultáneamente de arquitecto y de campesino.

Senmut se puso de pie y se restregó las rodillas. Pero esta vez no apartó la vista sino que la miró directamente a los ojos. Ella le devolvió la sonrisa con un repentino fulgor de dientes blancos y, en un impulsivo gesto de afecto, se acercó a él.

—Parece que estamos destinados a encontramos en situaciones algo embarazosas, —dijo riendo—. ¿Jamás lograré yerme libre de ti? ¿Qué haces tan lejos de Tebas? El tono era burlón y, mientras ella le hablaba, el esclavo levantó el pato y regresó a su lugar.

—Necesitaba estirar las piernas —dijo por fin Senmut—, y después de descansar un momento y de comer, me quedé dormido. Vuestro pato, príncipe, se precipitó sobre mí como un relámpago del cielo —aclaró mientras, con cautela, se tanteaba los rasguños que tenía en el estómago.

—¿Y qué me dices de tus obligaciones? —preguntó ella.

—En este momento no tengo ninguna. El noble Ineni ha partido y no sé en qué ocupar mi tiempo.

Ella lanzó un suspiro.

—Por supuesto. Ineni está trabajando en un proyecto de mi padre. Muy bien, ¿te gustaría acompañarme entonces en nuestra partida de caza, sacerdote? Estoy segura de poder ofrecerte muchas maneras en qué ocupar tu tiempo. —Impulsivamente se volvió hacia el paciente Hapuseneb—. Éste es el sacerdote que en cierta ocasión me hizo un favor —le dijo—, y está visto que me sigue a todos lados como un cachorrito.

El brillo pícaro que apareció en sus ojos hablaba a las claras de un espíritu juguetón que la madurez no había logrado borrar y de lo mucho que seguía disfrutando de las bromas.

Senmut le hizo una solemne reverencia al hijo del Visir del Bajo Egipto, sintiéndose por un momento anonadado por estar entre personas tan importantes. Hapuseneb inclinó la cabeza.

Sólo un año mayor que Senmut, Hapuseneb, lo mismo que Menkh, ostentaba en su porte y en su manera de ser la arrogancia inconsciente de su posición social. Pero, a diferencia de Menkh, era un individuo metódico y con visión de futuro, capaz de asumir ya el cargo de su padre y de hacerlo con autoridad y eficiencia. Hatshepsut siempre había confiado en él, pues era un hombre de palabra. Con frecuencia habían jugado y cazado juntos, así como habían estudiado juntos en el aula, rivalizando mutuamente por la aprobación de Khaemwese, compitiendo luego en el manejo del arco o en carreras disputadas con los carros de guerra.

—Salud, sacerdote —le dijo—. No cabe duda de que eres afortunado si has podido hacer un servicio a la Esperanza de Egipto.

—¡La Esperanza de Egipto! —se burló Hatshepsut con una risa alegre—. ¡La Flor de Egipto! Vamos, regresemos de una vez a la embarcación pues el día sigue avanzando y un solo pato es un botín bastante lamentable.

Giró velozmente y desapareció entre las cañas, seguida por Hapuseneb. Senmut recogió la pequeña bolsa que había contenido su frugal comida y fue deprisa tras ellos, sin lograr desembarazarse del todo de la confusión que reinaba en su mente. Poco después los cañaverales cedieron paso a las aguas abiertas del río y a la visión de un pequeño esquife rojo y amarillo cuyas banderas azules y blancas flameaban con la brisa de la tarde. Los cortinajes ondulantes de damasco dorado que formaban las paredes de la cabina le permitieron a Senmut atisbar una serie de almohadones y una mesa baja sobre la cual había un botellón y una cesta con frutas. En la amura de proa estaba instalado un marinero, con una pértiga en la mano; delante de él, un pequeño mástil de oro con la vela cuidadosamente plegada y atada. A popa se había tendido un toldo, debajo del cual holgazaneaba un grupo de jóvenes y muchachas, ellas cubiertas por velos resplandecientes, tan delgados y finos como alas de abejas, similares a los que adornaban la flexible cintura de Hatshepsut.

Por encima de sus cabezas se mecían lentamente los abanicos de plumas de avestruz cuyo blanco velloso y aterciopelado contrastaba con el azul intenso del cielo. Una pequeña rampa descendía de la entrada de la cabina a la orilla donde un soldado aguardaba pacientemente.

El sonido de parloteo y risas llegó a oídos de Senmut mucho antes de que éste saliera de la alta vegetación existente junto al río, y de pronto deseó estar en alguna otra parte, en algún lugar protegido, tal vez en el despacho de Ineni, o dormitando todavía bajo la palmera. Allí se sentía como un pez fuera del agua y lo que menos deseaba era ser objeto del escrutinio y las miradas condescendientes de ese grupo de jóvenes nobles y lujosamente ataviados; pero ya era tarde para huir.

El guardia se cuadró, la conversación se convirtió en una burbuja espasmódica que repentinamente estalló y Hatshepsut ascendió la rampa corriendo hacia esa serie de cabezas inclinadas, mientras Hapuseneb la seguía con aire imperturbable. Senmut lo hizo en último término, dolorosamente consciente de su tosco atuendo campesino, su falta de peluca, sus rodillas sucias y su humilde bolso bajo el brazo. Sintió que la mirada del guardia se le clavaba en la espalda y un segundo después se encontraba al otro lado de la borda, caminando junto a la entrada de la cabina, hacia cuyas profundidades frescas y umbrosas le habría gustado huir y esconderse. Se armó de coraje para resistir la primera mirada hostil de los ojos helados que se volvieron para contemplarlo. A sus espaldas, dos servidores izaron la rampa, y Hatshepsut le hizo una señal con la mano al hombre que sostenía la pértiga. La embarcación se deslizó hacia la corriente y, para su sorpresa, Senmut sintió que Hapuseneb le tomaba del brazo y lo arrastraba bajo el toldo. Hatshepsut se había desplomado sobre los almohadones y bebía agua casi con furia, chasqueando los labios. Se hizo un silencio. Todos clavaron la vista en Senmut, tal como él había temido; tragó fuerte y les devolvió una mirada desafiante. Hapuseneb le apoyó una mano en la espalda.

—Este es el sacerdote… ¿cómo te llamas? —le preguntó en voz baja.

—Soy Senmut, sacerdote de Amón y arquitecto bajo las órdenes del gran Ineni —dijo en voz alta.

Se dio cuenta de que prácticamente lo había gritado, y sus palabras llenaron la embarcación y retumbaron contra los árboles que parecían desplazarse a gran velocidad por la orilla.

Todos se incorporaron. Hapuseneb asintió con gesto de aprobación y Hatshepsut palmoteó los almohadones que había a su lado.

Senmut aceptó la invitación con cierta desconfianza, se sentó, cruzó las piernas y tomó la copa que ella le ofrecía. Mientras bebía, percibió algo así como la eclosión de un monumental suspiro, como si las cuerdas que mantenían tensa a la gente se hubiesen cortado de golpe. El parloteo se reinició, y Senmut sintió que varios hilos de sudor le corrían por las sienes. Por todos los dioses, pensó, ¿seré de veras yo el que está sentado aquí, rodeado de los satines más finos y lujosos, junto a la mujer más favorecida y poderosa de Egipto?

—Estuviste muy bien —dijo Hapuseneb con tono de aprobación—. Si algo me merece respeto es un hombre que sabe hacerse valer. Dime, Senmut, ¿cómo te sientes trabajando con Ineni? De chico siempre me inspiraba temor. Era muy amigo de dar palizas y cada vez que visitaba a mi padre, nos miraba como si fuéramos ayudantes de cocina y nos gritaba: «¡Fuera de aquí!», y mi padre reía.

Senmut lo miró con gratitud, sabiendo que le hablaba para tranquilizarlo y hacerlo sentir menos incómodo; así que procuró contestarle con el mayor cuidado. La expresión de Hapuseneb era abierta y cordial, y de inmediato Senmut tuvo la certeza de tener en él a un aliado, aunque sin saber muy bien por qué. El joven noble era bien parecido y tanto su mandíbula cuadrada como su mirada profunda invitaban a la confidencia. Senmut descubrió que las palabras fluían de su boca con la misma facilidad que el río en plena crecida pero, al mismo tiempo, una parte de su ser tomó cierta distancia y lo contempló con aire cauteloso, aconsejándole: «No digas nada demasiado importante, pues navegas en una barca de ensueño con seres inmortales, y tus palabras deben referirse a cosas sin trascendencia». En ese momento sintió que alguien le palmeaba el hombro. Giró la cabeza y se encontró con la mirada traviesa de un rostro oscuro y sonriente.

—¡Menkh! —exclamó, aliviado, y el muchacho se sentó junto a él.

—¡Vaya lugar tan extraño para encontrar a un humilde sacerdote
we'eb
! —dijo Menkh, mientras su sonrisa se ensanchaba aún más—. ¡Espera a que mi augusto padre se entere de esto! ¿Será acaso que está a punto de perder a su discípulo predilecto?

—¡Por supuesto que no! Y te aseguro que, puesto que soy un humilde sacerdote
we'eb
, me siento doblemente afortunado —respondió Senmut alegremente.

Y así siguieron avanzando, mientas el esquife surcaba las aguas tan silenciosamente como un cisne dorado y el sol refulgía sobre el caudal cada vez mayor del río. Hatshepsut se alejó con su arma hacia un costado del barco, se puso de rodillas y cada tanto sumergía una mano en el agua transparente, o se ponía a contemplar el sol.

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