—No soy más que un aprendiz, Poderoso Toro, y un humilde sacerdote
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cuya misión es servir a todos los demás sacerdotes. No sería apropiado que luciera los mismos adornos que mis superiores.
Tutmés le lanzó una mirada penetrante por debajo de sus amenazadoras cejas.
—Bien dicho. Pero con los sentimientos no se compra comida, como dijo en cierta oportunidad el gran Imhotep.
—Yo estoy bien alimentado, Poderoso Faraón. Mi maestro me hace trabajar duro pero es un hombre justo.
—Eso lo sé mejor que tú. ¿Dónde vives?
—Tengo una pequeña habitación junto a la oficina de mi maestro.
—Hatshepsut, haz lo que quieras con él. Me gusta. Ahora comeremos. ¿Dónde están los músicos?
Bruscamente apartó su atención de Senmut, y éste lanzó un suspiro de alivio. Un esclavo aguardaba pacientemente junto a él con una bandeja llena de comida; ahora que la entrevista había concluido el joven descubrió que tenía un apetito voraz, así que con un gesto de asentimiento aceptó por fin los manjares que le ofrecían. Hatshepsut ya comía con entusiasmo, mientras sus ojos espiaban a todos los que la acompañaban. Senmut comió en silencio, y una vez que el apetito de Hatshepsut se vio satisfecho, ella comenzó a señalarle a algunos de los presentes y a susurrarle al oído toda clase de murmuraciones y habladurías, con un brillo travieso en los ojos.
—¿Ves allá, a la derecha de la quinta columna lotiforme, debajo de la lámpara? ¿Esa mujer gorda y cubierta de oro hasta las rodillas? Es la segunda esposa Mutnefert, la madre de mi hermano Tutmés; la que se encerró con llave en sus aposentos durante meses y le negó la entrada a mi padre cuando fui nombrada príncipe heredero. Se dice que hace el amor con el jefe de heraldos, pero yo no puedo creerlo. Si fuera cierto, mi padre la habría hecho matar hace mucho.
—Tutmés no se encuentra aquí —dijo, en respuesta a la pregunta que él no se había atrevido a formularle—. Mi padre lo envió con pen-Nekheb en una gira por las guarniciones del norte. Tiene la esperanza de que aprenda algo, pero sufrirá una decepción. Tutmés quiso llevarse a su concubina, y mi padre casi estalla de furia… ¿Ves? Allá, el que te saluda con la mano. ¡Es Menkh!
En cuanto concluyó la cena y estaban a punto de comenzar los entretenimientos, el Visir y su hijo se pusieron de pie y se acercaron al estrado. Tutmés los alentó a hablar.
—¿Qué ocurre, mi amigo?
—Deseo que me excuséis, faraón, y me permitáis regresar a casa junto a mi esposa. Me siento muy cansado después del viaje.
—Entonces vete. Y llévate también a tu hijo, si lo deseas. Te espero mañana en la sala de audiencias una hora antes del alba para que me presentes tus informes.
Los despidió y, cuando se volvieron para irse, Hapuseneb intercambió una mirada de complicidad con Senmut y le dedicó una cálida sonrisa.
Los criados quitaron las mesas, quedó un espacio despejado y del otro extremo del salón se oyó el alegre sonido de las castañuelas y las panderetas. Ahmose dormía, recostada en sus almohadones, emitiendo cada tanto suaves ronquidos. Tutmés descendió del estrado y se instaló en una silla desocupada.
—Ahora veremos a las bailarinas —dijo Hatshepsut—. Sentémonos en el suelo junto a Menkh para poder observar así mejor los pies de las muchachas.
Se levantó de un salto de los almohadones y Senmut la siguió, llevándose el botellón de vino.
Siete bailarinas entraron corriendo en el recinto. Por su piel cetrina, su nariz aguileña y su cabello renegrido que les llegaba hasta las rodillas, Senmut juzgó que eran oriundas de Siria. Cada una llevaba una pandereta y cascabeles. Estaban todas desnudas, salvo por sus tintineantes pulseras de cobre y una multitud de anillos en los dedos de los pies, tenían los cuerpos brillantes por el aceite que fluía de sus conos de perfume. En sus ojos se adivinaba un temperamento indómito. Senmut recordó después poco de la danza en si misma, si es que así podía llamársela. Estaba embriagado por el vino, la intensidad de las fragancias y la proximidad de Hatshepsut. Con un murmullo de cascabeles y un rápido meneo de panderetas, las muchachas desparecieron del salón y fueron reemplazadas por los malabaristas, con sus esferas, argollas y varas de madera. Después le tocó el turno a un mago, que lanzó una lluvia de polvo dorado sobre la concurrencia y transformó flores en bolas de fuego.
El faraón estaba de un humor excelente: reía y bebía, palmeándose sus imponentes muslos y aplaudiendo con entusiasmo. Ahmose, en cambio, seguía dormitando. Por último, cuando en la clepsidra ya casi no quedaba agua y hacia el este el firmamento comenzaba a grisarse, Tutmés se puso de pie y vociferó:
—¡A la cama, todos! —y se precipitó pesadamente hacia la puerta.
La música cesó. Los criados comenzaron a transportar a aquellos invitados demasiado borrachos para caminar, y el resto comenzó a dirigirse perezosamente hacia y los jardines, los embarcaderos o los corredores, como fantasmas fatigados y silenciosos.
Senmut parpadeó y se puso de pie, cansado y saciado, deseando encontrarse ya en su lecho y, a la vez, consumido por un extraño fuego. Hatshepsut, cubierta ahora con un manto con capucha, le tocó un brazo.
—Mañana ven antes del mediodía a la pista de entrenamiento, así puedes ganarte tu propia lanza corta antes de que salgamos nuevamente de caza —le dijo.
Mientras él todavía se encontraba inclinado haciéndole una reverencia, ella echó a andar hacia el claustro con columnas y el jardín en penumbras.
Senmut avanzó tambaleándose tras ella, pues desde el exterior del palacio le resultaba más fácil orientarse y encontrar sus aposentos, pero la misma esclava que lo había conducido hasta allí lo llamó por señas desde la puerta y él la siguió agradecido, empapado en perfume y sudor, sintiendo un agotamiento total en todo el cuerpo.
Ese mismo año, en pleno verano, cuando los seres humanos, los animales y las plantas eran agostados por la bochornosa furia de Ra, Ahmose falleció. Despertó en mitad de la noche sofocante implorando agua y Hetefras le dio de beber de la jarra de piedra que solían dejar en el vestíbulo para que se mantuviera fresca. Ahmose yació la copa y pidió más, quejándose del calor y de una molestia que sentía en los brazos, mientras se apretaba el corazón con una mano temblorosa. Luego había vuelto a dormirse pero al rato despertó una vez más, esta vez muy asustada y llamando a Tutmés. Hetefras la vio tan agitada que fue ella misma a despertar al faraón, quien en el camino mandó llamar al médico, pero al llegar a su lado la encontraron muerta.
Esa noche Hatshepsut dormía profundamente, sin que su sueño se viese turbado por ninguna premonición. Fueron a buscarla y ella recorrió los interminables pasillos y luego se quedó mirando a su madre como si todavía estuviese soñando. Ahmose parecía formar parte de ese sueño: en sus labios asomaba una leve sonrisa, su rostro era en la muerte tan bondadoso como lo había sido en vida, y la paz que se advertía en sus ojos opacos indicaba a las claras que el balance de su alma había sido favorable.
—De nuevo eres joven para siempre —dijo en voz baja Hatshepsut, citando las palabras del Rito fúnebre—. ¡Qué hermosa debió de haber sido, padre! No siento ningún pesar por ella. Gozó viviendo para todos nosotros y en este preciso instante transita ya por el bienaventurado reino de Osiris.
A Tutmés eso no le resultaba sorprendente, pues Ahmose le había dedicado más plegarias a la consorte de Osiris que al Poderoso Amón y, por consiguiente, sólo representaría una merecida recompensa por su devoción; lo que sí le maravillaba, en cambio, era la intuición de su hija.
—La tumba del valle ya está casi concluida —dijo el faraón—. Allí descansará sin ser molestada.
Como de costumbre, se reservaba para si sus propios pensamientos, ocultos tras la máscara de su dignidad real; permaneció tristemente sentado sobre la pequeña banqueta de Ahmose, la mirada fija sobre la forma inmóvil de su esposa, y al cabo de un rato Hatshepsut se fue a sus aposentos y lo dejó solo.
Durante los setenta días de duelo una enorme paz descendió sobre Tebas. Era como si Ahmose, como regalo póstumo le estuviera entregando su propia esencia a la ciudad que tanto amaba; y, así, extrañamente, desapareció de la superficie de Tebas todo rastro de encono y de rivalidad, y la vida se volvió más moderada, más serena. Tutmés siguió silenciosamente entregado a sus tareas y Hatshepsut pasó mucho tiempo con los animales y con Nebanum, como lo había hecho en ocasión de la muerte de su hermana. Pero en esta oportunidad la quietud del zoológico, la compañía de esos animales confiados y agradecidos y el afecto de Nebanum, parecían fundirse en una profunda y prolongada sensación de plenitud. Comprendió que últimamente había estado corriendo hacia sus quince años a un ritmo cada vez más vertiginoso, bebiéndose la vida a borbotones en lugar de paladearla como se hace con un bocado particularmente exquisito; y el hecho de verse privada de fiestas, bailes y carreras con el carro de combate no le resultó enojoso como habría ocurrido sólo pocas semanas antes. Cierta tarde sofocante y violeta en que se encontraba sentada en el techo, recordó de pronto aquel valle que tanto la había fascinado —su valle— y una idea comenzó a tomar forma en su mente. Un templo. Pero no un templo que intentara competir neciamente con los insuperables acantilados sino que, de alguna manera, los complementara y que a la vez expresara su propia inflexibilidad y belleza reales. Entornó los ojos para poder contemplar mejor esa visión, ciega al carmesí del sol poniente. Necesitaba un arquitecto, alguien que conociera bien sus pensamientos, sus sueños, las imágenes que se reflejaban en la superficie azogada de su imaginación; y no fue precisamente en Ineni en quien pensó. Se puso en pie de un salto, bajó rauda la escalera y envió a un guardia que acertó a pasar por allí en busca de Senmut.
Regresó al techo y esperó con impaciencia, con plena conciencia de que se había iniciado un largo crepúsculo. En cualquier momento debería verlo aparecer caminando por entre los árboles, siguiendo al soldado. Debió de haberse estado bañando, pues sólo llevaba puesto un escueto faldellín y en el brazo no tenía su insignia de arquitecto. Observó qué anchos eran sus hombros, qué largas y elásticas sus piernas, qué atractivo era su pecho para que una mano llena de afecto lo acariciara. El soldado señaló hacia arriba y cuando él levantó la vista, descubrió cierto anhelo en su rostro. Al cabo de un instante se encontraba ya frente a ella, inclinándose reverentemente, la cara que había expresado tanto gozo convertida en una máscara expectante y cortés, como correspondía a un servidor que ha sido llamado por su amo. Hatshepsut reparó en lo tostado de su tez, en la fuerza de sus pómulos y en lo sensual que era su boca. Cuando sus ojos se encontraron, ella apartó la mirada con brusquedad.
—Salud, sacerdote. Todavía tienes los hombros mojados. ¿Te estabas bañando? Ven y siéntate junto a mí y contemplemos los últimos rayos del sol.
Obedientemente, él se sentó a su lado, mirando el cielo que se oscurecía. Había estado nadando en el Nilo, a favor y en contra de la comente, una y otra vez, un ejercicio que le había recomendado su instructor de tiro, y sentía un saludable cansancio en los brazos y las piernas.
Su cuerpo se había vuelto más musculoso desde la noche de la fiesta y su voz más grave. Pero también se había convertido en un ser callado y silencioso, y los criados que limpiaban y atendían las oficinas de Ineni comenzaron a temerle, aunque fuera todavía un muchachito.
Descansó junto a ella, los brazos cruzados sobre las rodillas. Miraba serenamente hacia adelante y su aspecto era tan introvertido, tan remoto, que por primera vez en su vida Hatshepsut deseó tener que romper ese silencio, pero la noche corría a su encuentro.
—Hoy estuve en los establos y le di al caballo oscuro, ese que tanto te gusta, un poco de avena. Lo encontré muy decaído por la falta de ejercicio —dijo ella.
—Los sirvientes deberían ejercitarlo un poco —respondió Senmut—. Para cuando la Gran Esposa Real sea llevada a su lugar de descanso, se habrá convertido en un animal arisco e ingobernable.
—Confieso que todavía no he llegado a extrañar mis prácticas de tiro. ¿Y tú?
—Tampoco.
—¿Estás contento de que haya dispuesto las cosas para que también tú practiques tiro y conduzcas los carros? ¿Estás satisfecho con tu vida?
—Sí, estoy contento; pero debo confesaros, príncipe, que extraño mis clases con Ineni. —Se agitó con cierto desasosiego—. No os he agradecido aún el pequeño departamento que me habéis asignado, ni los criados y los cereales que hicisteis enviar a mi familia.
—No te di oportunidad de hacerlo. Y luego murió mi madre, y yo me he dedicado a deambular de aquí para allá, sumida en mis propios pensamientos. ¿Cómo está tu familia?
—Muy bien, y os ofrece su eterna veneración. El brazo de mi hermano sanó y mi madre se está recuperando, aunque todavía se siente un poco débil. Alteza —dijo girando la cabeza para mirarla con expresión atribulada—: habéis sido extremadamente generosa conmigo, en una medida que supera con mucho el pago de una deuda de gratitud. ¿Puedo preguntaros por qué?
—Puedes preguntármelo —le replicó ella—, pero también es posible que no te conteste. Si quieres que te sea franca, no lo sé. Supongo que porque veo en ti lo que me gustaría ver en mi hermano, y eso me enfurece. ¿Por qué se considera natural que un inútil como él reciba los beneficios de la mejor educación e instrucción en todos los órdenes y, en cambio, alguien como tú esté condenado a servir para siempre en el templo mientras tu familia pasa hambre?
Lo dijo con una vehemencia desusada, y él no supo qué contestarle.
En el fondo, Hatshepsut temía a su hermano Tutmés y, al igual que Ahmose, comenzaba a preguntarse si cuando muriera su padre no terminaría casándose con él, a pesar de las protestas del faraón en sentido contrario. Estaba descubriendo que la muerte puede cambiar muchas cosas: que, en realidad, puede cambiarlo todo. Y se estaba volviendo cautelosa y prudente como una cabra de montaña que se encuentra en terreno desconocido.
Hatshepsut se encogió de hombros.
—Pues ya ves que no lo sé, y tú, mi buen amigo, no tienes derecho a preguntármelo. ¿Acaso un príncipe heredero no puede hacer lo que se le antoje? Pero te he llamado por otro motivo. Hay un lugar que quiero mostrarte, un lugar sagrado para mí. He tenido una visión de lo que quiero hacer allí, pero necesito tu ayuda. ¿Me acompañarás hasta allá?