—¡Majestad, no debéis hacerlo! —exclamó Senmut lleno de alarma—. ¡El campo de batalla no es lugar apropiado para una rema!
—Yo no soy una reina —respondió Hatshepsut con una sonrisa enigmática y un tono que le heló la sangre a Senmut—. Soy Dios, el principio de todas las cosas. No vuelvas a hablarme con ese tono imperativo, Senmut. Quiero ir. Conduciré las tropas del faraón. Mi portaestandarte me precederá y detrás de mí marcharán los Valientes del Rey y Nehesi.
—Entonces, permitidme que os lo exprese en otros términos. —Su tono era desesperado, pero cuando la miró a los ojos supo que era inútil, que nada de lo que dijera lograría hacerla cambiar de opinión—. Si llegarais a perecer, ¿qué sería de Egipto? Y, además, ¿quién gobernará en vuestra ausencia?
—No moriré. Lo sé. Amón me protegerá. Y tú, Senmut, gobernarás el país mientras yo lucho. User-amun, tú lo asistirás. Sé que no tienes aptitudes para la guerra. —Giró y se enfrentó a Senmut—. Senmut: te nombro Erpa-ha.
Pronunció estas últimas palabras en forma súbita, casi brusca y los dos se quedaron mirándola con total perplejidad.
A Senmut le pareció que las palabras le llegaban de muy lejos. Una vez más sintió que las alas del destino lo rozaban con la calidez de sus plumas. Buceó en los enormes ojos negros de Hatshepsut como asomado a un abismo peligroso e insondable.
Ella le tocó la frente, los hombros y el corazón, cuyo desenfrenado galope repercutió en sus dedos. Rió, aunque le temblaban los labios.
—De todos modos, lo habría hecho tarde o temprano —afirmó—, pues con la fidelidad con que me has servido has demostrado bien a las claras que eres merecedor de ello. Pero debe ser ahora, hoy, pues no puedo dejar a un plebeyo en mi lugar mientras estoy lejos de aquí. Sé, pues, Erpa-ha, príncipe hereditario de Tebas y de todo Egipto, tú y tus hijos después de ti, por siempre jamás. Yo, Hatshepsut, Bienamada de Amón, Hija de Amón, reina de Egipto, así lo dispongo.
Senmut cayó de rodillas, le abrazó los tobillos y besó sus pies enjoyados, pero el nudo que tenía en la garganta le impidió hablar.
Inmediatamente ella lo abrazó y lo sostuvo apretado contra su cuerpo, rodeándolo con una nube de perfume y de cabello.
—Nadie ha llevado este título tan merecidamente como tú —dijo—. ¡Regocíjate en el amor de tu señor, Senmut! —Lo soltó y se dirigió a Hapuseneb—. Y a ti, ¿qué podría darte? —preguntó—. Pues ya posees todo lo que puede anhelar el corazón de un hombre, y tus antepasados caminaron por Egipto junto a los míos. —Sonrió a esos ojos grises y decididos, y Hapuseneb le devolvió la sonrisa—. Y sin embargo sé bien, Hapuseneb, que lo único que realmente deseas te será negado para siempre, aunque daría cualquier cosa por que no fuera así.
—También yo lo sé, Majestad —respondió con una solemne reverencia—, pero eso no me arredra, Vos sois mi reina, mi dueña. Os serviré mientras me quede un soplo de vida.
—Entonces te ofrezco el cargo de Gran Profeta del Sur y del Norte. Como visir e hijo de un visir, debes saber lo que ello representa.
—Lo sé muy bien —dijo y se inclinó, emocionado—. Es muy grande el poder que me otorgáis. Os prometo que lo usaré con prudencia.
—Entonces, manos a la obra, Senmut, User-amun: pasaremos el resto del día intercambiando ideas con Ineni y los otros. Confiad ciegamente en Ineni, pues sabe incluso más que yo cómo debe gobernarse un país. Y tú, Hapuseneb, concéntrate en las tareas que te he encomendado. Quiero salir de Tebas rumbo a Asuán dentro de cinco días.
Ese atardecer, cuando el Sol se ocultó detrás del horizonte llevándose el calor más intenso y su fuego quedó reducido a algunos jirones encamados en la cresta de las colinas, Hatshepsut y Senmut paseaban a la vera del Lago de Amón y sus figuras se reflejaban en la superficie del agua, fragmentadas por los leves rizos formados por la brisa. Caminaban juntos en silencio, sumidos en sus propios pensamientos, la cabeza baja, las manos de ambos rozándose apenas. Cuando ya casi habían completado una vuelta alrededor del lago, Hatshepsut se detuvo y los dos se sentaron en el césped, junto a la orilla.
—¿Te parece que te quedará tiempo para seguir trabajando en el valle? —le preguntó ella—. Sería maravilloso que, a mi regreso, la primera terraza estuviera concluida. El templo que estás erigiendo para mí ya es una hermosura, Senmut.
—No es más que un espejo —replicó él—, el reflejo de vuestra belleza. Amón no podría pedir más de su dilecta Hija.
Ella bajó la cabeza y se puso a juguetear con las hojas secas y crujientes de sauce.
—Dime, Senmut —musitó, mirando hacia otro lado—: ahora que eres Erpa-ha, un noble encumbrado y príncipe de estas tierras, ¿no piensas tener hijos para que hereden tu título?
Él sonrió en la penumbra, con la cabeza agachada, pero le contestó con seriedad.
—No lo sé, Majestad, pero me parece que no. Para poder tener hijos, primero tendría que tener una esposa.
—Tienes a Ta-kha'et…
—Es verdad. Pero, aunque le profeso un gran afecto, no creo que me case con ella.
—Es posible que cambies de idea con los años. ¿Qué edad tienes, Senmut?
—Hace veintiséis años que estoy sobre la tierra.
Seguía sin mirarlo, estrujando entre sus dedos nerviosos las rizadas hojas.
—La mayoría de los hombres tienen por lo menos una esposa —dijo, con un dejo de vacilación en la voz—. ¿No deseas tener un hogar lleno de hijos?
—Majestad, sabéis de sobra por qué no puedo casarme —la reprendió con ternura, sabiendo que, repentinamente, ella se enfrentaba a un futuro incierto y estaba preocupada por la expedición al Sur—. ¿No sería más prudente elegir otro tema de conversación?
De pronto ella giró y le dijo:
—Sí, conozco bien el motivo pero ¿por qué no me lo dices con palabras? ¿Es acaso porque te he abrumado con demasiadas responsabilidades?
—También conocéis la respuesta a la pregunta que me formuláis. —Sabía cuáles eran las palabras que ella deseaba escuchar. Él deseaba decírselo más que nada en el mundo, pero la cobra brillaba sobre su cabeza y en la garganta llevaba uno de sus cartuchos reales. Le resultaba imposible separar la reina de la mujer.
Hatshepsut echó la cabeza hacia atrás y, extendiendo las manos con las palmas hacia arriba, en gesto de súplica, le insistió:
—¡Dímelo! Y no creas que he tratado de sobornarte con un título para sonsacarte luego esas palabras. Te conozco demasiado bien. Jamás mientes, ni a ti mismo ni a mí. ¡Dilo!
—Muy bien. Os amo. No sólo como mi reina sino como la mujer por la que suspira mi corazón. Os amo. Lo sabíais, y sin embargo me habéis obligado a decíroslo sin tomar en cuenta mi orgullo, pues sois la reina y no me queda otro remedio que obedeceros. Os habéis mostrado cruel conmigo.
—Te equivocas —le respondió—. Debo partir al campo de batalla y tengo miedo, Senmut. Necesito tus palabras para que me sostengan y me abriguen. Las necesito para llevármelas conmigo y que me protejan. Como reina espero recibir tu homenaje, pero como mujer… —Y apoyo sobre su brazo una mano tan leve como la caricia del viento sobre el césped—. Regálame algo tuyo, Senmut.
—Lo que queráis —dijo sin apartar la mirada de los muros del templo, pero Hatshepsut sintió que, bajo su mano, los músculos de ese brazo fuerte se tensaban y luego se aflojaban.
—Si me quito la corona y el cartucho, la cruz egipcia del brazo y el sello de la cintura, y los coloco sobre el césped, ¿me besarás, Senmut?
Giró la cabeza para mirarla y al ver sus ojos, brillantes por las lágrimas, que no se apartaban de los suyos, y el imperceptible temblor de sus labios, tomó ese rostro tan amado entre sus manos y comenzó a acariciarle las tersas mejillas con increíble gozo.
—No —le susurró—. No, Poderosa Señora. Os besaré tal cual estáis, mi Divina reina, alegría de mi corazón, hermana mía. No habrá engaños.
Y con infinita ternura le cubrió la boca con sus labios, saboreando su dulzura y la sal de su llanto, mientras ella le rodeaba el cuello con los brazos y los últimos rayos rezagados de sol se deslizaban de las torres, rebotaban en tierra, correteaban de prisa por entre los árboles y se escondían tras el manto de la noche.
Algunos días más tarde, en la frescura de las primeras horas de la mañana, el ejército de Egipto se formaba en el desierto, un kilómetro y medio al sur de Tebas. Tutmés estaba de pie en la plataforma que se había erigido para pasar revista a las tropas, acompañado por Hatshepsut, pen-Nekheb, Hapuseneb y Nehesi. Era una mañana espléndida y la brisa agitaba los estandartes y hacía flamear las banderas, mientras el sol golpeaba como yesca contra las hileras de lanzas y hachas al hombro y estallaba convertido en una lluvia de chispas. Las rígidas líneas de los soldados de infantería aguardaban inmóviles, la mirada al frente. Detrás de ellos, a la distancia, los conos blancos de sus tiendas de campaña se arracimaban como pequeñas pirámides de juguete. A cada flanco de los cuatro mil hombres se alineaban los carros de combate, pequeños y ligeros, revestidos de cobre, cuyas enormes ruedas con rayos lanzaban destellos opacos. También los caballos aguardaban, sacudiendo sus crines y sus adornos de plumas blancas, amarillas y rojas, y resoplando con impaciencia. Hatshepsut paseó su mirada por ese despliegue fantástico; el poder, el corazón y el puntal de Egipto.
Allí estaba la división de Horus, cuyo portaestandarte ostentaba el pico curvo y los ojos crueles del Dios. Los generales, en uniforme de batalla, se habían alineado al pie de la plataforma. Los más próximos a ella eran los miembros de las tropas de choque: hombres duros de mirada dura, los primeros en arriesgar la vida y los últimos en abandonar el campo de batalla. Estaban precedidos por sus oficiales, los arcos sujetos a los hombros y las puntas de las lanzas clavadas en la arena. Hapuseneb era el príncipe de la división de Horus; había decidido marchar con ellos en lugar de escoltar al faraón. También él aguardaba, sin apartar sus ojos de la mujer que ocupaba el estrado. Aunque Tutmés luciera en esa oportunidad la doble corona, todos los hombres tenían la mirada fija en Hatshepsut. Llevaba el atuendo de comandante: faldellín blanco corto, un casco de cuero que ocultaba su cabellera y apenas le llegaba a los hombros y guantes blancos de cuero para protegerse las manos del roce de las riendas y el arco. También usaba botas de cuero y, debajo de los guantes, sus muñecas ostentaban las bandas de plata de Comandante de los Valientes del Rey. Sólo la pequeña cobra de plata que se erguía sobre su frente y cuyos reflejos podían ser observados hasta por los hombres que cubrían la retaguardia, traicionaba su condición real. Recorrió con la mirada las hileras de tropas de infantería y los conductores de carros con sus cascos azules y, finalmente, por encima de esa selva de lanzas y arcos, contempló la silueta rojiza y distante de su palacio, e imaginó a Senmut aguardando sobre el techo, y a User-amun y a Ineni juntos sobre las murallas, atentos a la partida del ejército. Entonces, repentinamente, se volvió a Tutmés.
—¿Les hablarás tú, o lo haré yo? —preguntó—. Pen-Nekheb, ¿estamos listos?
—¿Dónde están los Valientes del Rey? —giró la cabeza y miró preocupada a Nehesi, quien la saludó y, señalando con su mano enguantada, dijo:
—Aquí vienen. Se han demorado un poco, pero no me excuso en su nombre, Majestad. Dentro de un momento descubriréis por qué.
Por fin sus cincuenta hombres asomaron por entre un bosquecillo de árboles junto al río, los escudos colgados de la espalda y levantando una nube de polvo a su paso. Delante de ellos avanzaba un carro de combate, nuevo, enchapado en oro, muy ornamentado y elaborado, con las plumas de Amón grabadas en el frente y el Ojo de Horus en cada uno de los lados de la caja. Las riendas y arneses eran de un cuero grueso de primera calidad y los frenos y avios, de oro. Los rayos de las ruedas lanzaron también reflejos dorados cuando el conductor hizo restallar el látigo y los fuertes caballos rompieron a galopar. Entre una nube sofocante de polvo y cimbreantes plumas blancas se aproximó a la plataforma y luego Menkh enroscó el látigo y saltó a tierra, con una enorme sonrisa en el rostro. Detrás de él, los Valientes del Rey detuvieron su marcha y saludaron. Nehesi se dejó caer del estrado y se acercó a ellos. Hatshepsut se aproximó al borde de la plataforma y miró a los recién llegados.
Menkh le hizo una reverencia y, bajo su casco azul, la suya era una expresión de verdadero júbilo.
—¡Éste es un regalo para Vuestra Majestad de sus soldados leales que la veneran! —gritó desde abajo, señalando el carro y los inquietos caballos, que no cesaban de bailotear. Entonces, también Hatshepsut saltó a tierra y se acercó al carro, lo tocó e, instintivamente, revisó el eje de las ruedas, los frenos de los caballos y las riendas. Nehesi se adelantó.
—¡Éste no es un vehículo de ceremonia construido para una expedición real! —dijo—. Es un carro de guerra, ligero y veloz, una ofrenda de los guerreros a su Comandante en Jefe.
Ella no respondió pero trepó de un salto al vehículo, tomó bruscamente las riendas y se las sujetó alrededor de las enguantadas muñecas. Con un grito partió, agazapada y firme, con expresión resuelta y las piernas abiertas para mantener el equilibrio, mientras los hombres, en medio de la polvareda levantada por ella, rompieron filas por un momento y la vitorearon como al contendiente favorito de sus carreras anuales. Después de completar un circuito se apeó y, con los ojos resplandecientes, le arrojó las riendas a Menkh.
—¿Por casualidad eres el encargado de conducir mi carro, jovencito insolente? —le preguntó al pasar, y él se inclinó sonriendo. Subió a la plataforma y volvió a ocupar su lugar junto al cada vez más irritado Tutmés, que ya comenzaba a transpirar con el creciente calor. Hatshepsut levantó un brazo y se hizo un silencio profundo. Entonces les habló directamente a sus tropas—: Os agradezco esta demostración de estima —dijo con voz fuerte y clara—. Podéis tener la certeza de que así como he sabido ganarme el afecto de todos vosotros, procuraré también hacerme merecedora de este presente. Quiero que sepáis, guerreros de Egipto, que ocupáis un lugar de privilegio en mi corazón y que me siento orgullosa de acompañaros en este día. ¡Oíd ahora las palabras del faraón, El que Vive por Siempre Jamás!
Tutmés dio un paso adelante y le indicó a Menena que subiera al estrado con el incienso. Tenía un aspecto imponente con la doble corona, el cayado y el desgranador en las manos y su gran mole elevándose por encima de todos. Al oírlo hablar de la gloria y las recompensas, de los peligros que debían afrentar en aras de la seguridad de Egipto y del honor que significaba ofrendar la vida en el campo de batalla, los soldados creyeron percibir ciertos ecos distantes de su padre. En ese momento olvidaron que la que estaba junto a él ataviada como comandante del ejército era nada menos que la reina. Cuando Tutmés finalizó su arenga fue vitoreado por los soldados y ese vocerío exaltado quedó flotando en el aire y fue llevado por la brisa hasta los hombres que aguardaban en silencio sobre el techo de la sala de audiencias, bajo los rayos ardientes del sol.