Menena entonó las Plegarias para la Bendición y la Victoria y luego Hapuseneb impartió órdenes a las tropas.
—¡Valientes del Rey! ¡Comandantes de división, capitanes, comandantes de escuadrón, portaestandartes! ¡Preparados para marchar! ¡Formen filas!
Hatshepsut y Tutmés abandonaron el estrado.
—Ven conmigo en mi carro —lo invitó ella, empuñando las riendas.
—Abriré la marcha en mi litera —respondió—. Hace demasiado calor para estar parado en esa cosa. —Y partió, seguido por pen-Nekheb.
Los soldados estaban formando nuevas filas, se cargaban al hombro las mochilas y verificaban sus armas.
Hatshepsut ordenó a Menkh que bajara del carro.
—Quiero conducir yo durante un rato, así que puedes seguirme a pie y comer la tierra que levanto —le dijo.
Le arrancó el látigo de las manos y le dio unos golpecitos afectuosos en la cabeza y luego azuzó a los caballos, que partieron al trote detrás de Tutmés. A sus espaldas avanzaban Nehesi y sus hombres, y el vasto desfile de tropas comenzó a desplegarse sobre el camino como una serpiente ondulante y multicolor. Cerraban la marcha los encargados de transportar el bagaje de tiendas y efectos varios, pues si bien los soldados marchaban a ritmo rápido, llevando cada uno a sus espaldas sus propios enseres, también era preciso transportar carpas, provisiones y agua y, además, todos los efectos de la pareja real: alfombras, sillas, catres y altares. Los hombres comenzaron a entonar un himno de batalla al ritmo de su marcha, pero la música pronto se desvaneció y reinó el silencio, pues el calor era intenso y Asuán quedaba a considerable distancia.
Senmut permaneció oteando la distancia hasta que el viento disipó la última nubecilla de tierra rojiza. Luego le dijo a Ineni:
—Que todos los dioses los acompañen.
El anciano sonrió ante ese comentario.
—Sólo se trata de una pequeña escaramuza —dijo—. ¿Acaso dudas de que todos regresaran sanos y salvos, cargados con un nuevo botín para el templo y oro para la tesorería?
Senmut rió sin entusiasmo mientras descendían por la escalera y se zambullían en la penumbra del claustro.
—No, no lo dudo —dijo, pero sus pensamientos parecían medir la distancia que se acrecentaba entre el ejército y él.
Ineni apresuró el paso.
—Entonces no pienses más en la guerra —dijo, por encima del hombro—, pues los emisarios de Rethennu nos aguardan en la sala de audiencias, y es mucha la tarea que nos espera, príncipe —dijo con una risita burlona mientras sacudía la cabeza.
Dos días después, al atardecer, llegaron a Asuán y armaron el campamento en las afueras de la ciudad. Hatshepsut se puso su pequeña corona y su peluca y acompañó a Tutmés a la residencia real, donde él respiró, aliviado, e inmediatamente ordenó que le llevaran vino y pasteles calientes.
—Quédate aquí conmigo esta noche —le suplicó—. No nos veremos durante algunas semanas y, además, estoy seguro de que te vendría bien disfrutar de algunas comodidades antes de partir.
Ella le sonrió y se entregó a sus brazos dócilmente, sin importarle demasiado, contenta de poder brindarle su cuerpo mientras sus pensamientos estaban muy lejos de allí, recorriendo una guarnición asolada y los soldados acosados y desesperados que custodiaban las murallas de la otra. Luego durmió profundamente junto a Tutmés, agotada por el cansancio del viaje y las exigencias del cuerpo ávido de su marido.
Por la mañana se despidió de él afectuosamente pero también con cierto alivio. Cuando sonaron las trompetas y trepó a su carro junto a Menkh —a quien le permitiría conducirlo en esa oportunidad—, le pareció maravilloso ser ella misma de nuevo, sentirse libre e independiente. Giró la cabeza y saludó a Tutmés y a sus cortesanos, sonriéndole al mismo tiempo a Nehesi, que conducía su propio carro detrás de ella. Cuando Hapuseneb dio la señal de partida, afirmó bien los pies para resistir la sacudida y comenzó a tararear internamente una melodía.
Hatshepsut volvió a encontrarse rodeada por el cascabeleo de los arneses, el crujido del cuero, el golpetear de las sandalias sobre el suelo. Cuando contempló frente a ella las aguas turbulentas y las fauces irregulares de la Primera Catarata, lo hizo con una felicidad casi exultante, mientras la piel se le curtía y bronceaba bajo el implacable sol y sus músculos adquirían nueva fuerza.
Después de pernoctar nuevamente en sus carpas, a la mañana siguiente llenaron de agua los barriles, revisaron los arneses, controlaron el equipo y dieron de beber a los caballos. Muy pronto el camino se internaría en el desierto, y les esperaba una marcha ardua y escabrosa por entre kilómetros y kilómetros de rocas y desierto en llamas por un Ra que allí se mostraba en todo su esplendor, y las montañas que los habían acompañado en el flanco occidental los abandonarían para perderse en regiones ignotas. En breve deberían marchar sobre tierra dura y calcinada por el sol, pero, las más de las veces, deberían hacerlo por las abrumadoras arenas del desierto.
Hatshepsut se ajustó el barbijo del casco y Menkh revisó por última vez el carro, advirtiendo cómo las ruedas se hundían ya en la tierra. Hapuseneb envió exploradores para que reconocieran el terreno y averiguaran cuál era la ruta más directa. Era un camino usado por hombres y soldados para ir y volver de las guarniciones, o por las caravanas que seguían camino hacia el oasis existente a más de trescientos kilómetros al norte, pero seguía siendo un sendero desértico y los hombres sabían lo que les esperaba. Cuando Hapuseneb y Nehesi quedaron por fin satisfechos dieron la orden de partida, los pies ardiendo, chamuscados por la odiosa arena incluso a través de las sandalias, los cuerpos abrasados por los carros de cobre cuyos flancos espejaban el sol.
Todos se alegraron mucho de acampar esa noche. No se encendieron fogatas, pues al cabo de otro día de dura marcha se encontraba la segunda guarnición y no sabían qué les esperaría allí. Al caer el sol, los hombres se cubrieron con mantas de lana, pues las noches del desierto son muy frías. Hatshepsut tomó asiento en el interior de su carpa, de cuyo poste central colgaba una lámpara, y ordenó vino para ella, Hapuseneb, pen-Nekheb y sus generales.
Nehesi estaba allí, todavía medio desnudo despreciando el abrigo de una capa, pues no sufría el calor ni el frío. Hatshepsut, tiritando un poco bajo su manto de lana blanca, se preguntó de nuevo cuáles serían los sentimientos y los pensamientos profundos de ese hombre tan frío y remoto.
Cuando apareció Menkh e informó que los caballos ya habían comido y bebido y que los soldados descansaban, ella preguntó cuáles eran los planes para el día siguiente.
Nehesi le contestó.
—Después de todo un día de marcha por el desierto, los hombres no están en condiciones de luchar en cuanto se levanten —afirmó—. Sugiero que acampemos aquí una noche más y caigamos sorpresivamente sobre el enemigo al amanecer, si es que están en la guarnición o por los alrededores.
—Conozco muy bien esta región —dijo serenamente pen-Nekheb. Parecía cansado y representaba en ese momento más años de los que en realidad tenía, pero en el fondo le alegraba estar nuevamente en actividad—. En poco más de medio día llegaremos a un macizo de rocas altas y hondonadas de todo tipo y, al otro lado, en pleno desierto, está el fuerte. El promontorio de rocas nos ocultará, y podemos acampar en este lado mañana por la noche, y desplegamos en las grietas sin que nadie nos vea. Si, durante la noche, enviamos a las Tropas de Choque y a los Valientes del Rey para que ataquen el muro que da al Norte, podremos obligar a los nubios a dirigirse hacia los acantilados y, por consiguiente, a la celada que les habremos tendido.
—Eso siempre y cuando el enemigo siga sitiando el fuerte; pero tal vez avanza hacia nosotros, o ha huido hacia Kush —dijo Hapuseneb—. A mi juicio, sería mucho mejor lanzar el ataque abiertamente al amanecer. Si la guarnición ha sido tomada, el enemigo se encontrará en su interior o habrá partido; y si no es así, podemos terminar con todo en poco tiempo.
—Enviad más exploradores —dijo Hatshepsut—. Que sigan avanzando todo el día, así mañana por la noche tendremos noticias de lo ocurrido. En caso contrario, propongo que aguardemos a la sombra de esas rocas hasta saber cuál es la situación.
—Vuestra Majestad habla con gran sensatez —observó Nehesi, y por primera vez Hatshepsut vio en su boca el esbozo de una sonrisa—. ¿De qué sirve desplegar las tropas o tender celadas si se ignora cuál es la situación?
—De acuerdo —coincidió Hapuseneb—. Puesto que soy Ministro de Guerra, mi consejo es que emprendamos la marcha mañana, acampemos al abrigo de los peñascos y esperemos a tener noticias de los exploradores. Hasta que pasemos por la primera guarnición seguimos en territorio egipcio. Después veremos qué conviene hacer.
Bebieron el vino y Hatshepsut los despidió temprano, pero le resultó imposible relajarse. Después que ellos partieron se quedó sentada frente a la mesa, con los mapas bajo las manos, preguntándose qué encontrarían cuando avistaran la guarnición. Por último guardó los mapas y se postró ante el altar de Amón, suplicándole que les concediera una victoria rápida. Cuando finalmente se quitó la ropa y se acostó, tuvo sueños llenos de fuego y de sangre y a la mañana siguiente despertó con una opresión y una angustia que se negaron a abandonarla.
Las tropas se formaron en silencio y ya estaban andando antes de la salida del sol. Hatshepsut pensó con alarma en Wadjmose, el comandante del fuerte, el hermano que jamás había visto.
Tuvo la sensación de que había estado montada en ese carro durante una eternidad, como si ya estuviese muerta y no se le hubiese permitido subir a la barca de Ra, condenada a seguirlo por toda la eternidad, cegada y agostada por su feroz aliento.
Pero en el curso de la tarde su portaestandarte se volvió hacia ella y le gritó algo. Y entonces Hatshepsut vio brillar tenuemente en el horizonte un peñasco gris que parecía colgar, tembloroso, sobre la superficie del desierto. Ordenó hacer un breve alto y envió a Menkh a hablar con Aahmes pen-Nekheb. El joven regresó jadeando y con la noticia de que se trataba sin duda de los acantilados en cuestión y no de un mero espejismo. Justo cuando estaban a punto de entrar en la primera hondonada regresaron los exploradores, y Hatshepsut y los demás generales rodearon a Nehesi.
—Al parecer, la guarnición se encuentra desierta —fue el informe—, pero por los alrededores hay esparcidos cadáveres, flechas y otras pruebas de que se libró allí un combate. No quisimos acercarnos más por temor a ser vistos.
—¿A qué nación pertenecían los cuerpos? —se apresuró a preguntar Hatshepsut.
—Son negros, sobre todo negros… y rojos, Majestad —dijo el explorador con una sonrisa cansada—. Creo que ha habido lucha pero no una victoria, pues hay nada más que unos cien cadáveres y un rastro de despojos y de cacharros inservibles que se pierde en el desierto.
—Yo soy partidario de avanzar hacia el norte —dijo pen-Nekheb—. Tengo la impresión de que el fuerte fue asediado pero permanece intacto. Aunque no soy un jugador, apostaría mi arco en tal sentido.
—Entonces no perdamos más tiempo —declaró Hapuseneb—. Una vez que hayamos atravesado las rocas, que la división se despliegue en abanico y tú, Nehesi, con las Tropas de Choque, ocuparás la vanguardia. No es prudente ser demasiado confiado.
—Y más vale que nos apresuremos —terció Hatshepsut—. Antes de que estemos en el otro lado de los acantilados ya el sol habrá comenzado a ponerse, y no me atrae la perspectiva de que nos acerquemos a la guarnición en la oscuridad.
Volvieron a los carros y se oyó el sonido de las trompetas. El camino era más escarpado, pero los caballos sortearon sin dificultad los obstáculos, mientras los soldados de infantería avanzaban de a uno en fondo. En poco más de dos horas se encontraban ya en el llano y Hatshepsut posó por primera vez sus ojos sobre la guarnición.
No era más que un muro alto que rodeaba un terreno bastante amplio, y entre las casillas de los centinelas alcanzó a distinguir las puntas cuadradas de una torre. Los enormes portones de madera estaban cerrados.
—¡Mirad, Majestad! —le gritó Nehesi—. ¡En el asta sigue flameando la bandera blanca y azul! —lo cual significó para Hatshepsut un enorme alivio.
Abandonaron el refugio de los acantilados y, mientras su carro volvía a surcar la arena, oyó que a sus espaldas se ordenaba adelantarse al escuadrón de carros de guerra. Las tropas de asalto pasaron a su lado como una exhalación y ocuparon la vanguardia, y Nehesi se puso a la par de Hatshepsut con su carro. Avanzaban lentamente, y en la luz rojo sangre del poniente, el contorno amenazador del fuerte se fue haciendo más voluminoso y nítido.
Pronto descubrieron sobre la arena cuerpos amontonados aquí y allá, y Hatshepsut los contempló, armándose de fortaleza para poder enfrentar ese primer encuentro con la muerte violenta.
Con los nervios tensos cubrieron la distancia que los separaba de la guarnición, todos los hombres listos para el ataque, con el arco o la lanza preparados. Hatshepsut contuvo el aliento y se quedó allí, inmóvil, esperando que los portones se abrieran y vomitaran una horda vociferante de salvajes. Pero, en cambio, debajo de ellos las arenas del desierto lanzaron perezosos reflejos rojizos y el silencio persistió.
De pronto, desde lo alto de las murallas brotó un grito:
—¡Egipto! ¡Es Egipto!
Hatshepsut alcanzó a ver fugazmente lo que parecía ser un casco de cuero blanco, un rostro borroso y un brazo desnudo que saludó frenéticamente y luego desapareció. Más caras comenzaron a asomar por el muro, y lentamente los portones se abrieron.
Nehesi dio el alto a sus tropas y se apeó del carro. Del interior del fuerte salieron seis soldados, tres de los cuales usaban el atuendo típico de los medjay: lienzos largos y las cabezas envueltas en turbantes. Los precedía un hombre alto que llevaba casco blanco de comandante. Hatshepsut se dejó caer del vehículo y le sorprendió descubrir que sentía las piernas flojas y temblequeantes. Acompañó a Nehesi al encuentro de esos hombres.
El comandante abrazó a Nehesi con gran alegría, pero cuando miró a la esbelta mujer que estaba a su lado, con una sonrisa en los ojos y la cobra con destellos rojizos del atardecer, cayó de rodillas.
—¡Majestad! ¡Cuánto honor! Ayer divisamos un par de exploradores moviéndose entre las rocas. Teníamos la esperanza de que fueran de los nuestros, pero temimos que pertenecieran al enemigo.